Nueve años pasaron desde Relatos salvajes, título que rompió un récord histórico y se convirtió en la película más taquillera del cine argentino. Desde entonces su director, el aclamado Damián Szifron (autor también de series como Los simuladores y Hermanos y detectives, y de las películas El fondo del mar y Tiempo de valientes), intentó trabajar para Hollywood, con las dificultades inherentes a ser reclutado como un peón de la industria. Es justo recalcar que, además de un gran cineasta, Szifron es un hábil declarante y un artista comprometido. En este sentido, se recomienda escucharlo en entrevistas (en Almorzando con Mirtha Legrand, espetó a su interlocutora que «el sistema capitalista necesita gente que nazca pobre y que esté dispuesta a hacer trabajos que nadie más quiere hacer»).
Luego de tres años perdidos en el proyecto fallido El hombre nuclear –del que el cineasta dimitió por presiones por parte de la producción– se abocó a este proyecto, del cual es director y coguionista (junto con el estadounidense Jonathan Wakeham). La película comienza en Baltimore, la noche de fin de año, y su comienzo es de los más espectaculares que haya dado el cine policial de los últimos tiempos. Un francotirador aprovecha los festejos y la explosión de fuegos artificiales para disparar a mansalva contra personas al azar, dejando un saldo de 29 muertos. El ataque moviliza a las autoridades policiales, incluyendo al FBI; Eleanor Falco (Shailene Woodley) es reclutada por el agente especial Geoffrey Lammark (Ben Mendelsohn) para formar parte del equipo de investigación encargado de identificar y dar captura al responsable. Se puede convenir que, a nivel cinematográfico, Szifron calza a la perfección en la industria. Sus narrativas ágiles, sus buenos ritmos y sus dosis de inventiva y espectáculo característicos se ven concentrados de forma notable en esta película. En comparación a la media de los policiales hollywoodenses, este sobresale por una narrativa inteligente que exige espectadores atentos y que dispone además una buena cantidad de atinados apuntes sobre la sociedad estadounidense, la venta y la tenencia de armas, el destrato a los inmigrantes, el racismo, el odio de clase. En una escena, los detectives deben buscar una prueba fundamental en un gran basural; cuando la protagonista le pregunta a un empleado por qué los residuos no son clasificados, él responde que todo va a parar al mismo lugar y que a las personas se les pide que separen la basura solamente para generar cierta «cultura» de reciclaje. El tono sarcástico es constante y, como en la serie The Wire, hay un énfasis en las dificultades para investigar, en las trabas políticas, en la aparición y la intromisión de individuos poderosos que entorpecen los procedimientos.
El problema principal es que ambos protagonistas, si bien a priori son atractivos, rayan en los estereotipos: por un lado, está el jefe experimentado y brillante, el hombre honesto que sobresale como rara excepción en una división de gente corrupta o abúlica, de esos personajes que suponen el eje moral de la historia, que siempre tienen una respuesta aguda y certera, y la última palabra para todo. Pero su mayor habilidad es la de captar talentos; una conversación casual en la que la coprotagonista dice al vuelo una sonsera sobre los asesinatos en masa y los mosquitos llama su atención y lo espabila para reclutarla. Ella, por su parte, es la típica muchacha incomprendida y de bajo perfil, pero con esa chispa de genialidad innata que –se ve venir a la legua– le servirá para unir las piezas y descubrir las claves invisibles para dar con el asesino. Todo esto supone un recorrido trillado, predecible y repleto, además, de líneas de diálogo inverosímiles. Una escena en la que el asesino «perdona» a la protagonista y conversa largamente con ella exige la suspensión de la incredulidad a niveles extremos.
A un thriller policial hollywoodense quizá no habría que pedirle tanto, pero al hecho de tratar temas cruciales y acordes a una problemática actual se le suma el que sea Szifron el cineasta a cargo. Esto lleva a que las expectativas y las exigencias sean más altas que lo habitual.