Volverán los nomeolvides
cada año a florecer.
Arturo Jauretche
Verónica Similitud es una chica de pueblo. En Domínguez, el pequeño terruño en el noroeste de la provincia de Buenos Aires donde creció, se la conoce como la Vero Similitud. Tiene 28 años, de los cuales vivió cinco en Rosario, provincia de Santa Fe. Allá estudió Antropología y Traductorado de inglés, pero no se pudo recibir de nada. La enfermedad de su padre la hizo volver al pueblo y no se pudo ir más. No pudo, no quiso, todo junto. «Así es la vida», dice ella de forma automática cuando le preguntan por sus carreras. Es que la muerte es un reseteo injusto que te acomoda como se le canta. A la Vero Similitud ese descalabro emocional y temporal le corrió el eje. Su rumbo se desintegró, lejos quedaron las peñas bailables de los jueves, las películas de Linklater en el cine Madre Cabrini, los sábados frente al Paraná leyendo poemas de Maia Morosano o de Rocío Muñoz Vergara con un porrón en la mano, los festejos del Día del Estudiante en el parque España. Hija única, hija excepcional, hija culposa, hija omnipotente, la Vero Similitud no pudo soportar la distancia de 180 quilómetros y volvió a su habitación de toda la vida, a tomar mate cada mañana con su madre, y con la ausencia, ese pozo tan hondo que ninguna municipalidad sabe tapar.
Según el último censo, contando la zona rural, en Domínguez viven unas 6 mil personas. Es como un pueblo de serie española de Netflix donde hay un asesinato misterioso, pero argentino y bonaerense: el peso del horizonte llanísimo, puro verde, olor a panadería y cielos naranja fuego al atardecer.
A la Vero Similitud le fascina la primavera. Es su mejor versión, más allá de cualquier contexto. Le gusta recorrer las calles de Domínguez en su bicicleta con canasto. A su lado, trotando con la lengua afuera, va su perro Wado, grandote y buenazo. Con un vestido de lunares, un rodete desprolijo en su pelo color almendra, una mochila de jean y una seriedad dulce, la Vero Similitud avanza de cuadra en cuadra y Wado es incondicional a la causa. Lo que más disfruta es el florecer del jacarandá. Encima Domínguez está lleno de esos árboles. El pueblo se pone violeta y ella recuerda con ternura a su familia de Montevideo, hinchas de Defensor. Esos domingos uruguayos que iba de visita, de niña, de la mano de su tía, la hermana de su papá. Caminaban por las barranquitas del parque Rodó y la Vero Similitud se conmovía con la pertenencia, con el amor colectivo a un escudo, sin más: la cultura popular que late, el ir y venir de personas con camiseta violeta como si fuese una manifestación de jacarandás. Y nada que ver con nada, pero de repente la Vero Similitud también recuerda la forma de comer choripán en Uruguay. «¿Cómo puede ser que le pongan lechuga y tomate?», se pregunta, y mueve la cabeza de un lado a otro con una sonrisa corta.
Igual que lo hacía en Rosario, la Vero Similitud espera la primavera para ir todos los días a leer frente al río Domínguez, que, justamente, desemboca en el Paraná. Estaciona su bicicleta, se apoya contra un árbol y lee. A veces se desconcentra, la ansiedad la trastoca, toda la calma que emana desde afuera se desvanece. Pero tiene una estrategia: piensa en el colorido impresionante de las calles de su pueblo durante esos meses, se siente privilegiada, mira Domínguez desde el extrañamiento, recuerda a Jakobson y se ríe, mira y siente a Domínguez como si fuese una turista y le parece maravilloso. Piensa en eso de valorar lo que se tiene y dejar de mirar afuera. La considera una frase estúpida muy acertada. Mira su propio paisaje, se siente en una novela de Piglia o de Soriano, piensa en todas las flores y las plantas que se lucen en los jardines de las casas, piensa en su lenguaje poético descomunal: nomeolvides, pensamiento, boca de dragón, enamorada del muro. Le parece bellísimo que la poesía ande toda silenciosa y contundente en cada detalle del mundo. Sonríe. Y a la vez llora. Porque sí, la ansiedad es perversa. Te rompe, o peor, te resquebraja cuando menos lo esperás. Te toca andar, en cualquier estación, con ese despelote en el alma, en el corazón, en la mente. La Vero Similitud respira, no va a yoga pero respira. El llanto le hizo bien. Se ríe de sí misma. Le da gracia llorar sola frente al río de su pueblo. Y digo sola porque Wado, después del trote de la siesta, mira la orilla de enfrente casi dormido. Recupera fuerzas para la vuelta a casa. De todos modos está ahí, Wado siempre está ahí, le sostiene la identidad.
Es 21 de setiembre, pero la primavera mutó. La Vero Similitud ya no celebra con una jarra de clericó y escuchando Jimmy y su Combo Negro. Ahora pasea con Wado, recuerda a su familia de Montevideo, aprecia la flora de su región, tiene un leve ataque de ansiedad y luego se ríe. Antes de irse del río, anota lo que sintió en su bloc de notas para contarle al psicólogo. De hecho, recuerda que debe llamar a la obra social para que le reintegren las dos últimas sesiones. Pero ahora, en este momento, lo importante es que es 21 de setiembre. En una plaza, un grupo de niños y niñas está con guardapolvo, en pleno pícnic, toman jugo y comen empanadas frías. Dos de flequillo, que juegan con una pelota utilizando la estructura de la hamaca como arco, saludan a Wado. Ella sonríe. Se acuerda de la frase de su madre, maestra jubilada: «En la escuela pública, la primavera es más primavera que nunca». Llega a su casa. Arriba de la mesa, su madre le dejó una nota que dice: «Salí a caminar con las chicas. Comprame pan para la noche. Te quiero». La Vero Similitud se pone a traducir un texto sobre «los beneficios de la siembra directa» que debe entregar. Mira el Word, detesta a la empresa noruega y a la agencia rosarina para las que trabaja. Hace la traducción igual. Prefiere terminarla porque a la noche tiene un asado con sus amigas y unos pibes de Wilson, el pueblo vecino. Intuye que le gusta uno de ellos, pero no lo sabe todavía, no tiene ganas de pensarlo. El pibe es gracioso, la hace reír mucho, pero ella sabe que con eso no alcanza. La Vero Similitud duda, es un ejercicio que le brota. Por eso sufre. Por eso es tan lúcida y conoce tanto su deseo. Acaricia a Wado, va hasta la cocina y se hace un mate. La Vero Similitud frena un segundo, mira por la ventana. Los nomeolvides de su madre brillan bajo la tarde de Domínguez. Sale al patio y se pone a regar. La primavera es otra, todo el tiempo. La Vero Similitud también.