El documental de observación, en términos clásicos, no tiene una tradición de continuidad dentro del corpus del cine de no ficción uruguayo. Cierto es que han aparecido algunos títulos a lo largo de los años; la película Elecciones (Mario Handler y Ugo Ulive, 1967), por ejemplo, tiene claramente ese sello de estilo. Más cercana en el tiempo es Locura al aire (Alicia Cano y Leticia Cuba, 2017), que también tiende, en gran medida, a la vieja estética fly on the wall.2 Pero en el caso de Gurisitos, un año en Paso de la Boyada, lo interesante es que esa decisión de cámara parece intensamente deliberada, eligiendo contar lo que sucede sin llamar la atención sobre el hecho de que alguien está filmando y manteniendo, casi todo el tiempo, la ilusión de que estamos allí como observadores privilegiados de una realidad que no ha sido «intervenida». Esa decisión, que recuerda lo que sucede en el cine de Frederick Wiseman (pienso, sobre todo, en Titicut Follies, de 1967, y en High School, de 1968, como grandes clásicos), supone que, en el montaje, se busque borrar los rastros de la presencia de un equipo de filmación (miradas a cámara, presencia de técnicos, etcétera). Y es que, si bien es cierto que esas huellas nunca pueden eliminarse del todo, los planos que conforman Gurisitos carecen de gestos reflexivos que resalten a la persona que está mirando, o narrando –no hay voice over, ni disquisiciones hacia lo personal–, y abundan en encuadres que, por sobre todas las cosas, nos invitan a meternos de lleno en el mundo de niñes, familias y educadoras, ese tiempo histórico –este, el nuestro– que sucede frente a la cámara.
El efecto da frutos: la realidad se nos impone. Allí están los pequeños cuerpos que habitan los espacios de Los Teritos, cuerpos que aún se mueven con dificultad, realmente pequeños. Cuerpos que se dejan filmar con inocencia, esa que solo es posible cuando todavía no se sabe lo que implica ser filmado. Cuerpos que dependen de otros cuerpos, que orbitan los cuerpos de los adultos. Pieles de distintas tonalidades, ropas sencillas, zapatos que caben en una cajita. Ojos enormes, caderas que comparten el lugar sobre una rama, piernas que suben a los juegos, que corren y saltan en el piso y el pasto. Manitos que tocan instrumentos y plantan un árbol. La película acierta, porque en la observación de esos cuerpos se despliega una de las virtudes más importantes del cine documental, ese dispositivo que, por insistir una y otra vez, nos obliga a mirar. Y en lugar de sumarse al procedimiento televisivo que insiste en filmar a las poblaciones de los barrios humildes en situaciones de violencia o criminalidad, esta película lo hace en términos muy otros, en medio de un acuerdo colectivo de convivencia, un consenso evidente sostenido en comunidad.
En ese sentido, es increíble el modo en que la película logra un cometido netamente feminista: la valoración del trabajo de cuidados. Las educadoras están filmadas con genuino interés, poniendo el foco en el esfuerzo. Queda de manifiesto la versatilidad de su tarea, que les exige registros muy diversos: proponer y entusiasmar; organizar, ordenar, limpiar; contener, dar cariño, despertar confianza; ponerse al hombro actividades nuevas –qué linda la escena del programa de radio– para sostener el devenir del barrio incluso en situaciones tan extremas como la pandemia. La vulnerabilidad que conlleva de forma cotidiana el pensamiento sobre la primera infancia encuentra en la película ciertos cuestionamientos: ¿hasta qué punto son fuertes esos pequeños cuerpos, tan fuertes que, si se les permiten espacios de libertad, se vuelven capaces de enseñarnos originales formas de relacionarnos, de pensar, de vivir?, ¿qué es lo que define la personalidad, es la percepción del presente inmediato o la memoria de ciertas prácticas solo posibles con otros y otras?, ¿cuáles son ya no los costos que radican en el gesto de sostener y cuidar, sino sus beneficios, su potencia? Elegir contar, sin miedo a la falta de dramatismo, la repetición de las rutinas en lugar de los posibles conflictos –que, sin embargo, están ahí, acechando fuera de campo– es un gesto político contundente, que decide dejar registro de aquello que construye, desde el inicio, un cierto entramado social. Gurisitos pone frente a nuestros ojos –¡al fin!– cuál es el valor de una institución tan cuestionada como la educación pública: el que reside en el aprendizaje de la cultura, con todo lo bueno y todo lo malo, aprendizaje fundamental para cualquier construcción de un sentido que trascienda lo individual hacia lo social, único modo de supervivencia real en este capitalismo devastador.
La construcción de la cultura –ese concepto que implica mucho más que el arte y que contiene todas las formas de relacionamiento social o, dicho de otro modo, del lenguaje– es un tema fundamental de esta película, y es por eso que la narrativa pone el énfasis en la transmisión tanto de procedimientos como de símbolos, entre ellos, determinados personajes, como Mario Benedetti. Otra temática, más periférica pero también presente, es la de la tecnología: la nueva y la obsoleta, la que se constituye como signo de época y evidencia el abismo entre el pasado y el presente. Y también está la naturaleza: la vitalidad intrínseca que radica en crecer cerca de la tierra, bajo el sol, sin tener que cubrirse la cara, sin miedo de los cuerpos de los demás. Todo eso muestra, sin pudor, el material prolijamente organizado en la fotografía de Sofía Betarte y la cuidadosa edición de Agustina Willat, ambas, grandes cómplices de Charlo en la construcción de una puesta en escena particularmente sensible. El trabajo de diseño sonoro de Andrés Costa, que logra un brillo particular en la mezcla del sonido directo, también colabora para la construcción de ese clima de tranquilidad aparente: una especie de superficie que esconde, para cualquier espectador con ganas de sumergirse, una profundidad tan original como definitiva.
1. La película puede verse, hasta el 8 de octubre, en la sala B del Auditorio Nelly Goitiño del SODRE, a las 17.00 horas. También se proyectará en Colonia, en el Cine Colonia Shopping, el lunes 9 a las 19.40 horas.
2. Fly on the wall es un estilo de realización de documentales que cuenta con una gran tradición en la historia del cine y la televisión. El nombre deriva de la idea de que los acontecimientos pueden filmarse y mostrarse directamente, con objetividad y honestidad, sin opinar sobre ellos, como podría verlos una mosca en una pared.