«Hoy estamos justamente preocupados por las consecuencias visibles del cambio climático, un proceso abierto en el que se combinan tendencias de largo plazo, accidentes y eventos inexplicados junto con el resultado acumulativo de las acciones humanas. Le Roy Ladurie podría facilitarnos un camino de fuga, si no de espera; estamos, como civilización de contemporáneos no muy autoconscientes, metidos en unos ciclos milenarios, reducidos a puntos de una línea sobre cuyo rumbo carecemos totalmente de control», escribió el historiador José Pedro Rilla cuando el semanario le preguntó por qué leer o releer a su colega francés Emmanuel Le Roy Ladurie, fallecido el 22 de noviembre.
El historiador nació en Normandía, en una familia burguesa y católica, en 1929, el año en que Marc Bloch y otros empezaron a publicar una revista que revolucionaría la historiografía, los Annales d’Histoire Économique et Sociale.
Creció en una hacienda de 120 hectáreas en el departamento de Calvados y no olvidaba la vez que unas inesperadas lluvias veraniegas pudrieron toda una cosecha que se secaba en los campos.
Su padre lideraba un ruralismo de derechas y llegó a ser ministro de Agricultura del régimen pronazi de Vichy, aunque las requisas de cereales que hacían los alemanes lo llevaron a romper con aquel gobierno títere y a combatir la ocupación, cosa que no haría que se olvidase su papel en Vichy.
Pero Emmanuel tenía 15 años cuando –tras el famoso desembarco del Día D– la mansión familiar fue incautada para convertirse en hospital de campaña, más o menos en los mismos días en que Bloch, integrante de la resistencia, era fusilado por los nazis.
A pesar de sus raíces, como tantos intelectuales franceses de su generación, se hizo comunista. No solo por la admiración que motivaba entonces el papel del Partido Comunista Francés y de la Unión Soviética en la derrota del nazismo. Idolatraba a Mao Zedong, en quien veía al «valiente reformador agrario». «Fue la inclinación de China hacia el comunismo en 1949 la que me llevó a dejar atrás mi identidad de niño de derechas», confesó en su autobiografía política.
Más duradera sería su adhesión a la escuela de los Annales, probablemente inspirado en ideas similares a las que lo acercaron al marxismo. La historiografía comunista de entonces le resultaba insatisfactoria, no parecía poder ocuparse de otra cosa que de la historia del movimiento obrero.
Y no estaba lejos del marxismo la idea de los Annales de ver los acontecimientos como espuma de ola de una historia levantada por fuerzas decisivas que actuaban a ritmo más lento. El ritmo cíclico de la economía, el parsimonioso de la demografía o las sensibilidades, el casi imperceptible, que solía ser el del medioambiente.
Pero, además, decía el historiador comunista Pierre Vilar, defendiendo la epistemología de los Annales de los ataques de sus propios camaradas, «por imperfecta que pueda seguir siendo esta interpretación, es la objetivación de lo subjetivo mediante la estadística lo único que hace posible la historia materialista, la historia de las masas, que trata al mismo tiempo de los datos infraestructurales y masivos, y de esas “masas” humanas que la teoría tiene que “penetrar” si quiere convertirse en una fuerza eficaz».
La primera investigación de Le Roy Ladurie trató sobre la crisis económica de 1873. Una oportunidad de ejercer la docencia en Montpellier, donde vivía la familia de su esposa, lo apartó de los archivos parisinos y descubrió que en los del sudoeste francés había papeles bastantes como para buscar en ellos la historia de cómo el capitalismo se había ido instalando en esa región.
Y siguió ese trayecto desde el Renacimiento hasta el siglo XVII, componiendo una historia total de esa sociedad campesina y herética en Les paysans de Languedoc. Después puso el microscopio en una pequeña aldea, Montaillou, y narró minuciosamente su devenir en las tres décadas que van de 1294 a 1324, lo que desembocó en Montaillou, una aldea de Occitania, uno de sus libros más divertidos y más fáciles de conseguir acá y ahora. En ambos textos comenzaba contando hectáreas y terminaba descubriendo almas, según sintetizaba un colega suyo.
Pero quizás haya que enmendar esa sentencia, porque en realidad Le Roy Ladurie empezaba por parar la historia sobre el paisaje y no dejaba olvidar que seguía ahí, como no podía ser de otro modo en una historia rural, como tal vez debería ocurrir en cualquier historia. Y, entonces, no había manera de desentenderse del clima. Como el diluvio estival había arruinado aquella cosecha en Calvados, las condiciones meteorológicas del sudoeste habían hecho posible que los campesinos superaran un régimen casi de supervivencia cuando descubrieron lo bien que le iba a la vid en sus tierras.
Sin embargo, el mayor problema con el clima del pasado no era que hasta entonces los historiadores no lo habían tomado suficientemente en cuenta. Su problema era ser casi por completo desconocido. Contribuir a la construcción de ese conocimiento fue, desde entonces, su programa, su obsesión.
«Si nos ponemos a leer esa historia con alguna atención historiográfica –observa Rilla–, vemos que sus fuentes son diversas y agobiantes, bastante inservibles si no pueden ser llevadas a un tratamiento estadístico: glaciares, fechas seriadas de vendimia, anillos de árboles, ciclos largos de cosecha de trigo y precios…»
Le Roy Ladurie desconfiaba sistemáticamente de sus fuentes; señalaba todo el tiempo los límites de las conclusiones que se podían extraer de ellas. «Los árboles estadounidenses no pueden hacer el trabajo de los árboles europeos», dijo una vez, objetando a un colega que, del estudio de los anillos de los árboles del oeste de Estados Unidos, pretendía deducir la evolución del clima europeo.
Los noventa lo cambiaron todo. La conciencia del cambio climático en curso disparó el crecimiento de la investigación climatológica. Entre su Historia del clima después del año mil, de 1983, y la última edición de la Historia humana y comparada del clima, de 2008, los avances en este campo de conocimiento han sido enormes y no se detienen (si bien no hay demasiadas pistas de su aprovechamiento por nuestra historiografía).
Tampoco se detuvo el cambio climático. Le Roy Ladurie había empezado su carrera constatando el impacto en la mortalidad infantil de los crudos inviernos de la llamada Pequeña Edad de Hielo, etapa que convencionalmente se extiende desde comienzos del siglo XIV hasta mediados del XIX. La terminó dando cuenta de los viejos que en Europa se llevó la «canícula asesina de 2003», año cuya temperatura promedio, por cierto, hace mucho que dejamos atrás.