Cordero de dios - Semanario Brecha

Cordero de dios

Para Felipe Bedoya,
mi amigo de Río Branco

El pai Élido de Xangó es preparado! Dicen que las palabra bailan en su boca. Él adivina justito lo que cada uno quiere escuchar, como si sus labio tuvieran la forma de cada necesidá.

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Los padre de Flavio se separaron un domingo. El martes, el pai Élido de Xangó ya andaba mosqueando. Madre recostada en el portón. Pai comiéndole la cabezinha. Flavio no pudo escuchar lo que hablaban, porque andaba en la vuelta con sus dos hermano, preparándolos para ir en lo de su abuela. El más chico tinha 5 año y siempre tenían que llevarlo de arrastro porque se emburraba y empezaba a llorar.

Cuando volvieron con unas verdura que la abuela les tenía dado, el pai estaba prometiendo que si hacían una bandeja para la Pomba Gira, el viernes, sin falta, el marido regresaba.

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Lo increíble fue que el viernes el padre volvió. Los gurí facero. Esa noche, la madre fue en el almacén y compró todo para unas milanesa con papa frita. La casa era solo risa, como si los padre nunca se tivesen peleado.

Pero el sábado bien temprano, los niño despertaron con los grito. El padre dio un beso en cada uno y salió pegando un portazo. Nunca más volvió. La madre se trancó en su cuarto y arrecién salió de nochecita, para ir en el terreiro.

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Cada dos o tres días, aparecía el Élido. Iba a hacer sus limpieza. En los rincón de la casa dejaba unas bolsita con pólvora, después las encendía y todo era fumasa. Fregaba una gallina viva en las mano de la madre. Tomaba un trago de caña y escupía para arriba, lloviznando los camino, mientras cantaba: «Colhendo lírio lirulê, colhendo lírio lirula, colhendo lírio pra enfeitar o seu congá…». Después ponía los gurí en fila y también le esfregaba la galinha. El más chico se asustaba al escuchar la voz ronca del pai y no paraba de llorar. «¡Mas qué gurí más mañero!», decía el Élido.

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A veces, cuando el pai aparecía con sus collar y la campana, Flavio agarraba sus hermano y se ía para la casa de la abuela que vivía a media cuadra. La encontraba sentada en su silla de mimbre, con un repasador en la falda para espantar las mosca. Siempre que llegaban, ella preguntaba: «¿Ya vino el malandro ese?».

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Todos los día, Flavio era el primero que se levantaba. Tenía un despertador de campana que funcionaba a cuerda. Vestía a sus hermano y salían los tres para la escuela, donde desayunaban. La madre sempre en la cama, esperando, sin fuerzas. Cuando los niño volvían de la escuela, nunca había nada para comer. Ella seguía acostada, los ojo hinchado de llorar, dos rodaja de papa en las sien. Entonce, los hijo ían para lo de su abuela, y cuando ella tampoco tenía nada para comer, salían a pedir. Así fue como un día doña Raquel los invitó a entrar.

En la esquina, un rancho de madera, cayéndose a pedazos, tapado de perros y gatos. Pastizal en el frente. Pastizal en el fondo. En el medio, doña Raquel, como un yuyo más. Ella juntaba verdura cuando terminaba la feria, pedía hueso en la carnicería, iba a buscar achura en el matadero, revisaba los tacho de basura.

Ya de grande, siempre que Flavio cuenta la historia, dice: «¡Que dios me perdone! Ahora que pasaron los año, me lembro de sus comida y me da un nojo. Pero no nos morimos de hambre gracias a doña Raquel. ¡Que en paz descanse! Un fuego en el piso, la fumasera que ardía los ojo, una olla hirviendo. Ía sacando aquel ensopado de humo y poniendo en unos plato de aluminio. ¡Nosotro comía hasta las raspa de la olla!».

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Flavio no sabe de dónde sacó fuerzas. Pero ese día, no aguantó más.

Estaban en la vereda, jugando a la bolita. Entreteniendo el estómago, porque lo único que tenían era agua y aire. Por aquellos día, él robaba guayaba del patio de don Edilson. Aprovechaba las siesta, saltaba el muro y regresaba con las mano perfumada. A veces, conseguían azúcar con algún vecino y era una fiesta de sabor. Flavio estaba haciendo un hoyo en la tierra con su talón cuando vieron llegar la carretilla de don Néstor. El hombre se bajó. Ató las rienda. Saludó. «¿La madre de ustedes?» El más chico entró corriendo.

Cuando apareció la mujer, envuelta en una sábana, toda despeinada, don Néstor la saludó y cargó al hombro una bolsa de alpillera. «Buen día, don. Póngala arriba de esa mesa», dijo, dándose vuelta y entrando a la casa. Él dejó la bolsa arriba de la mesa. Salió y esperó recostado en el portón. Ella volvió a salir. Le entregó un royo de dinero que él contó, pasándose los dedo por la lengua para separar los billete. Flavio no entendía lo que estaba viendo. ¿Tenían dinero?

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Muchos años después del cordero, el padre de Flavio le contó que había dejado 15 mil peso en el ropero, para que no les faltara nada. Pero que su madre tenía gastado todo en la macumba.

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Cuando la madre entró en el baño, los tres niño rodearon la mesa. Flavio desató la bolsa y, cuando la abrió, los tres dieron un salto. ¡Baito susto! Lo primero que vieron fue la cabeza de un cordero recién carneado, con los ojo saltado, mirándolos tristemente. Él cerró la bolsa y empezó a pular, imaginando la comida de varios día, un guiso de chuleta o una buena costillita asada en las brasa. Los más chico también festejaban. En eso, escucharon alguien golpear las mano en el frente. Era el pai.

La madre salió del baño. Se había lavado el pelo y estaba vestida con ropa de salir. «Pase», dijo… «Ahí en la mesa, en esa bolsa, está la ofrenda.»

Él entró rumbo a la mesa del comedor. Entonce, Flavio entendió todo.

Fue un instante. Un piscar de ojo. Cuando el pai quiso cargar la bolsa con el bicho en los hombro, Flavio lo agarró del pescuezo y lo arrinconó contra la pared. Él ya tenía fuerza en los brazo de tanto cargar su hermanito en la falda. El pai se asustó. Largó la bolsa. El bicho retumbó en el piso con un sonido de muerte.

Flavio apretando el pescuezo del pai. Él sin poder defenderse. La madre con la boca abierta.

«La próxima vez que lo vea en las casa, lo mato. ¿Me escuchó? Lo mato, viejo bichicome», le gritaba mientras iba exprimiéndole el pescuezo y los ojo del pai ían quedando como los del cordero.

***

Cuando el Élido de Xangó pudo zafar, salió corriendo rumbo a la calle. Entonces, los tres gurí escucharon el grito y vieron el cinto en la mano. Ella agarró a Flavio del pelo y lo llevó de arrastro para el patio. «Te voy a enseñar quién manda en mi casa.»

Él se cubrió la cara, mientras se prometía que esa sería la última paliza. Sentía el zumbido del cinto, el ardor de la rabia. Aguantó con los diente apretado, escuchando el llanto de sus hermano, que no podían hacer nada. Él estaba arrodillado. Entre sus dedo podía ver la bolsa caída en el piso. La espalda ya estaría sangrando. Cerró los ojo para imaginar el día después, cuando agarrara sus hermano y saliera a buscar un techo, una olla, tratando que sus mano nunca más se olvidaran del tamaño del pescuezo del pai.

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