Golpe de suerte en París, de Woody Allen: Cerrar el mundo - Semanario Brecha
Cine. Golpe de suerte en París, de Woody Allen

Cerrar el mundo

DIFUSIÓN, THIERRY VALLETOUX

A esta altura de la historia, que el estadounidense filmara una película compuesta por diálogos enunciados en palabras lejanas –toda hablada en francés– parecía inevitable. Hay una explicación que hace a este suceso consecuente con la carrera reciente de Allen: hace años que varios de sus rodajes se sitúan en Europa, ya sea en Londres, Barcelona o Roma.¹ Sumado al ostracismo por las acusaciones de abuso, su destierro lo llevó a refugiarse en el viejo mundo para mantenerse filmando; sin embargo, esta decisión también parece influenciada por su visión de los cánones occidentales, una concepción clásica de la supuesta tradición europea, la alta cultura y la dignidad que esta transfiere al individuo. Al ser una tematización tan frecuente en su obra, la apropiación del romance como un modelo genérico europeo es otro factor determinante en esta incursión francófona, que exhibe intérpretes franceses y localidades parisinas. Pero esa seducción que lo emblemático le causa a Allen parece provenir de una afinidad más bien turística, con un despliegue arquitectónico traído a colación con la ligereza de las sonrisas llanas y los tragos costosos. Una superficialidad que caracteriza su método para filmar las ciudades del viejo continente, y una mirada que adquiere otra dimensión por la evocación en el acto discursivo del entendimiento de la cultura, que siempre discute con pomposidad desde referencias casuales pronunciadas por sus personajes, hombres y mujeres que esperan apropiarse de su virtud por mera asociación.

En línea con esta frivolidad, la película parte de la variación de un motivo reconocible en la filmografía de Allen desde Crímenes y pecados, película en la que un amorío extramatrimonial deviene en homicidio. La –¿nueva?– anécdota presenta a una amable pelirroja que casualmente se reencuentra con un escritor que conoció en el instituto. Él le declara que, tras tantos años, su pasión sigue vigente, suscitando que ella caiga ante sus encantos, por lo que su marido, un exitoso consultante de finanzas, ante la probabilidad de perder el compromiso de su esposa, planifica el asesinato del pretendiente. Se debe reconocer que, cuando el director vuelve a esta fórmula, lo hace para invitarnos a una reflexión sobre el azar como matriz ontológica, una noción metafísica a la que se accede desde la proclamación oral. Esta utilidad del lenguaje como manifestación del pensamiento repercute en la centralidad de la palabra para definir nuestro vínculo con la realidad, y no sería desubicado asumir al neoyorquino como el más sonado dentro de una herencia cinematográfica que carga las mayores significaciones del cine en la palabra hablada. Pero la limitación del sistema de la película para invocar esta cosmovisión se divisa en la propia función del azar dentro del texto.

Cuando la conclusión enfrenta a los personajes ante la salvación y el castigo, este destino se debe a un error de terceros provisto por una coincidencia espacio-temporal irrisoria en su exactitud. La película recurre a un atajo narrativo de suma inverosimilitud, ya que el conflicto se resuelve por la conveniencia de un grupo anónimo y externo a la voluntad de los integrantes del relato. La objeción ante esta postulación podría darse con la excusa de la intencionalidad para jactar la holgazanería de un final indignante: el punto es que, muchas veces, nuestro destino se determina por lo impredecible. Pero si Éric Rohmer y Hong Sang-soo son maestros del azar es por comprenderlo como un factor que abre posibilidades sometidas a la voluntad individual por aquellos que llevan la acción dramática. Sin embargo, Allen se desorienta en esta expansividad y poco importa que su discurso se ennoblezca tanto con la infinitud de probabilidades cuando solo comprende el azar como fuerza resolutiva. Es una extensión de lo que ocurre con la palabra, que coincide con la realidad de la imagen y nunca presenta una ambigüedad dialéctica. Como espectadores, en lugar de tener que inferir el mensaje, no hacemos más que recibirlo.

Así, la puesta en escena de esta película espera consumidores pasivos que aceptan ideas unívocas. Si finalmente separo a Woody Allen de otros representantes del cine de la palabra, es porque su práctica es la de cerrar el mundo y aislarlo en su preconcepción inquebrantable, una maquinación para la validación burguesa de aquellos ensimismados en su propio pensamiento.

1. Match Point (2005), Vicky Cristina Barcelona (2008) y A Roma con amor (2012), respectivamente.

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