Hace dos semanas escribí en Brecha que dos días después enfrentaríamos la decisión democrática más importante de las últimas décadas: el plebiscito sobre la reforma jubilatoria. Y eso porque decidiríamos si el país debía gobernarse poniendo el foco de las políticas públicas en la felicidad de la gente o en los negocios de los poderosos.
Parecía, y lo era, una afirmación grandilocuente y discutible, pero lo curioso es que, por las razones que yo invocaba o por las opuestas, era compartida por la enorme mayoría del espectro político: una parte de él, porque compartía mis razones; otra, porque comprendía que era una gran piedra en el camino que venían recorriendo, el de favorecer a los menos con el pretexto de que solo así se podría mejorar la situación de los más, y otra, finalmente, por temor a que la gente decidiera sobre cuestiones que algunos tecnócratas entienden reservadas a su buen juicio (porque, en definitiva, el temor a las consultas populares es el temor a la gente).
Pues bien, las 430 mil firmas recolectadas por los impulsores de la consulta hicieron posible que el tema lo dilucidaran no los representantes de la gente (que no siempre la representan), sino la propia gente. Casi otro millón de uruguayas y uruguayos votó para que se aumentaran las jubilaciones mínimas, no se subiera la edad para jubilarse y se eliminara el lucro de la seguridad social, pero no alcanzó. Hacían falta 200 mil voluntades más. Casi un millón parece mucho, pero no alcanza. Porque así está diseñado el sistema: para impedir y no para facilitar, y por eso cuenta como no lo que en realidad es me abstengo o no me interesa.
¿Qué pasó, entonces, con esta segunda batalla de Las Piedras, que esta vez se desarrolló en todo el territorio uruguayo? Ganaron los españoles. Y ganaron porque muchos criollos se olvidaron de que eran criollos y lucharon junto con ellos.
Pero, como decía el Che, la única batalla que se pierde es la que se abandona, así que esta batalla no se abandona. Solo se cierra un capítulo, en el que no se logró el objetivo principal, pero pasaron muchas buenas cosas y se lograron muchos avances, y ahora empieza otro. La lucha continúa, por otros medios y en otros escenarios.
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¿Por qué se perdió o, mejor dicho, por qué no se ganó? Las razones son diversas, pero creo que las principales son tres: la campaña de terror del gobierno y los gobernantes, que se centró en las supuestas calamidades que causaría la reforma y no en las propuestas de la coalición multicolor; el fuego amigo (que no era tan amigo), principal argumento de los detractores de la papeleta; y, finalmente, la propia complejidad del problema, que se complicaba más a medida que se volvía más técnico y menos vivencial, y que hacía que mucha gente no se percatara de que lo que se estaba definiendo era quién iba a pagar los costos de la seguridad social, si sus propios beneficiarios (sangrienta paradoja) o los sectores privilegiados.
En particular, las críticas que se lanzaban desde sectores que siempre integraban el campo popular («caos», «destrucción del sistema», «avión con los cuatro motores prendidos fuego») hicieron mucho más daño que los pretendidos inteligentes argumentos de Rodolfo Saldain, el inventor local de las administradoras de fondos de ahorro previsional (AFAP). Tanto es así que a partir de cierto momento la campaña antiplebiscito del gobierno se centró más en lo que decían algunos dirigentes o militantes frenteamplistas que en sus propios argumentos.
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En el último número de Brecha, Salvador Neves demuestra que hubo votos coalicionistas por el sí jubilatorio, lo que era necesario para aprobarlo porque para llegar al 50 por ciento más 1 de los votos válidos no alcanzaba con los votos de todos los frenteamplistas, sumados a los de otros partidos que acompañaron la propuesta: Identidad Soberana (IS), Unidad Popular-Frente de Trabajadores (UP-FT) y el Partido Ecologista Radical Intransigente (PERI). Pero parecería claro que no fueron esos los votos que faltaron, sino los de los frenteamplistas que no pusieron la papeleta en el sobre siguiendo lo que recomendaban muchos dirigentes de su fuerza política. Sin duda, si todo el Frente Amplio (FA) hubiera apoyado el plebiscito, habría sido aprobado.
Yo quiero hacer otro análisis, basándome no en los datos de la Corte Electoral (porque no registra a qué partido votó quien apoyó cada plebiscito), sino en las encuestas: quiero saber cuántos y qué frenteamplistas votaron al sí y cuántos no lo hicieron. No conozco datos al respecto de encuestas poselecciones, pero sí los hay de momentos previos, y, como se acercaron bastante a la realidad en los totales, supongo que también eran razonables las discriminaciones hechas con base en esas encuestas.
Una encuesta de Factum culminada el 6 de octubre de 2024 daba al sí un 47 por ciento de votantes, integrado por 65 por ciento de los votantes del FA, 28 por ciento de los votantes de la coalición, el 100 por ciento de los votantes de IS, UP-FT y el PERI (dado que en ellos no había libertad de acción) y, sin duda, los más de 34 mil votantes que solo pusieron en el sobre la papeleta del sí jubilatorio (tantos como para elegir un diputado). Estos números cambiaron durante octubre o su suma estaba sobrestimada, porque el porcentaje del sí fue 39,6 y no 47 por ciento, de modo que hay que ajustar también los porcentajes de distribución.
Para hacer ese ajuste se puede utilizar la tendencia, ya que hay datos de la misma encuesta para los bimestres iniciales de 2024 y también de setiembre. Esas gráficas muestran que los porcentajes de la encuesta fueron bajando durante todo el año, pero –hacia el final– poco o nada para los votantes del FA del sí y considerablemente para los votantes del sí de la coalición. Pues bien, si suponemos que los votantes frenteamplistas del sí cayeron el día de la elección del 65 al 63 por ciento del total de votantes del FA y los votantes del sí de la coalición lo hicieron del 28 al 15 por ciento del total de votantes de la coalición, la suma de esos números más los votos del sí y los de IS, UP-FT y el PERI da el 39,6 por ciento que indicaron los hechos.
Llegar a esta distribución (estimada pero seguramente próxima a la realidad) permite sacar algunas conclusiones interesantes: la primera es que los votos frenteamplistas por el sí fueron más de 650 mil, más del doble que el total obtenido por los grupos frenteamplistas que apoyaron el plebiscito. O sea, otros tantos que votaron a sectores que desaconsejaron el voto al sí… votaron el sí. De modo que no solo el sí tuvo un fuerte respaldo en la ciudadanía, sino que tuvo uno clamoroso en el propio FA.
¿De dónde salieron esos votos «rebeldes»? Tampoco hay información ni estimaciones por ahora, pero, si el sublema que aglutinó al Movimiento de Participación Popular (MPP) con otros grupos menores tuvo las dos terceras partes de los votos del FA y dentro de ese sublema el MPP se llevó más de la mitad de los votos, la conclusión es que una parte importante de esos sufragios rebeldes vino del propio MPP.
¿Entonces? Que el sí jubilatorio no solo tuvo un apoyo fortísimo en el FA, sino en su propio sector mayoritario, el MPP. Es que en ambos hace tiempo que los militantes tienen la costumbre de hacer lo que sus líderes dicen que hay que hacer… cuando están de acuerdo con hacerlo.
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En reportaje de M-24, la querida compañera Lucía Topolansky sostuvo: «El plebiscito hizo que se ponga mucha energía militante en el lugar equivocado. Algunos sectores priorizaron eso por sobre la elección nacional, cuando era evidente que la obtención del gobierno era lo más importante». Comparto el juicio, pero, con todo respeto, creo que se equivoca con los protagonistas, porque ella está pensando en los impulsores del plebiscito y yo creo que los que desperdiciaron energía dentro del FA fueron los opositores a él. Y tanta desperdiciaron, tratando que la gente hiciera lo que no quería hacer, que sufrieron una triple decepción: no consiguieron parar el aluvión frentista por el sí, le hicieron el juego a lo peor de la coalición y ayudaron muy poco a la obtención del gobierno, porque fueron los frentistas que peor votaron.
Para obtener el gobierno, que era y es muy importante (aunque me parece peligroso afirmar que es lo más importante, porque eso puede llevar a olvidar para qué se llegó al gobierno), lo mejor que se podía hacer era contraponer el modelo de país que el FA propone con el que aplicó la coalición. Y no había mejor ejemplo que comparar el régimen que impuso el actual gobierno con la propuesta contenida en las bases programáticas del FA, que, como bien acaba de recordar Carolina Cosse, sostiene la necesidad de aumentar las prestaciones más bajas, volver a los 60 años como edad mínima para jubilarse y eliminar el lucro de la seguridad social. Lo que se podría hacer muy simplemente estatizando las AFAP (no nacionalizándolas, porque la mayor ya es nacional y nacional no significa que no haya lucro).
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Como ha dicho con certeza Gabriel Oddone, que será ministro de Economía y Finanzas si Yamandú Orsi gana el balotaje, «no se puede ignorar que un 40 por ciento votó por cambios importantes. […] [En el diálogo social] se deberán considerar los aspectos que fueron parte del plebiscito promovido por el PIT-CNT y ciertos sectores del FA» (Búsqueda, 31-x-24).
Buenas señales, los planteos de Cosse y Oddone, de que la energía militante, como quiere Lucía, se ponga a buscar soluciones para el pueblo (que al fin esa es la razón de ser del Estado), para lo cual el gobierno es una condición necesaria pero no suficiente.
Comencemos a escribir el próximo capítulo.