Maren Mantovani estuvo dos días en Montevideo para mantener encuentros con organizaciones de la sociedad civil y de derechos humanos, dirigentes sindicales y colectivos de solidaridad con Palestina. También se reunió con representantes de la próxima Cancillería y del Frente Amplio. Al final de su visita, hizo un hueco en su apretada agenda para conversar con Brecha.
—¿Qué es el movimiento BDS?
—Empecemos por la sigla: B significa «boicot», D, «desinversión» y S, «sanciones». Es un llamado que en 2005 lanzó la sociedad civil palestina para pedir al mundo una solidaridad eficaz que apunte a cortar los lazos de complicidad con Israel. Israel no podría perpetrar sus crímenes durante casi 80 años –limpieza étnica, ocupación colonial ilegal, apartheid, ahora genocidio– si no fuera por el apoyo y la normalización que le otorga todo el mundo. La lógica central del llamado al BDS no es que el pueblo palestino necesita de nuestra ayuda para liberarse: lo que necesita es que no ayudemos a Israel a continuar con sus crímenes.
Y llega en un momento importante: el 9 de julio de 2004 la Corte Internacional de Justicia [CIJ] emitió una opinión consultiva sobre la ilegalidad del muro israelí y los asentamientos coloniales. La parte más importante del dictamen son las obligaciones que tienen los terceros Estados ante estas violaciones. Dice claramente que la comunidad internacional tiene el deber de no brindar apoyo, asistencia ni reconocimiento a los crímenes de Israel, y que tiene el deber de actuar para ponerles fin.
Esa es la base legal sobre la que, exactamente un año después, el 9 de julio de 2005, se lanzó este llamado mundial. El BDS tiene esta lógica: de abajo hacia arriba, la presión desde los pueblos hacia los gobiernos, porque se entiende que los Estados por sí mismos nunca van a cumplir con sus obligaciones. Significa, entonces, poner el protagonismo en la gente: el boicot es algo que cualquiera puede hacer. Y no es solo una acción ética individual, como cuando voy al mercado y elijo no comprar productos israelíes o de empresas cómplices, sino también una acción colectiva: juntarse y hacer campañas contra estas empresas.
La desinversión apunta a garantizar que el sector privado, las empresas, las instituciones (por ejemplo, los fondos de pensiones) no sean cómplices; que tengan políticas de inversión éticas, que excluyan a las empresas que violan los derechos humanos y lucran con los crímenes de Israel. Y la tercera, las sanciones, es cuando logramos desde abajo construir suficiente presión para convencer a los gobiernos de que hagan lo que están obligados a hacer por el derecho internacional: imponer sanciones a Israel para acabar con su impunidad.
Y pienso que hoy, que el BDS está a punto de cumplir 20 años, logramos construir bastante fuerza desde abajo como para ver que se están implementando las primeras sanciones contra Israel. Aquí es fundamental citar la resolución de la Asamblea General de setiembre de 2024, donde por primera vez en 42 años la ONU pide de nuevo sanciones a Israel. Lo estamos viendo: en América Latina, Colombia cortó las relaciones militares históricas, la exportación de carbón, las relaciones diplomáticas. La semana pasada supimos que en Brasil el presidente Lula no solo canceló un contrato con Elbit Systems, la empresa militar más grande de Israel, sino que también dijo que no iba a firmar más contratos militares con empresas israelíes hasta que haya paz. También lo vemos en Europa, donde la mayor parte de los gobiernos –aun con contradicciones– ahora tienen políticas que prohíben la exportación y la transferencia de armas y componentes militares a Israel.
—¿Qué evaluación hacen sobre estas dos décadas, sobre todo en una coyuntura crítica en la que la sobrevivencia y la propia existencia del pueblo palestino en su tierra están tan amenazadas?
—Hay un genocidio todavía en curso –porque el alto el fuego
no significa su fin; de hecho, Israel está prohibiendo la entrada de todo material que sirva para reconstruir la mínima infraestructura de subsistencia en Gaza: viviendas, hospitales, escuelas– y se ha intensificado la agresión en Cisjordania, donde ya fueron expulsadas más de 45 mil personas; la destrucción del campo de refugiados de Yenín va por el segundo mes en medio de un silencio internacional absoluto; se han destruido los dos campos de refugiados de Tulkarem, de Tubas, 26 pueblos y comunidades fueron limpiados étnicamente, no existen más, y de esto no se habla; se ataca y viola el alto el fuego en Líbano, se ocupan nuevos territorios de Siria… Frente a todo esto, hay que admitir que hemos fracasado. Es un fracaso global de la humanidad. No hemos logrado acabar con la impunidad de Israel a tiempo para evitar el genocidio.
Al mismo tiempo, hay también un logro que nos da la esperanza de que vamos en camino de acabar con esa impunidad, y es que hemos creado una fuerza global: hoy no hay rincón del mundo donde no haya grupos que trabajan y hacen parte del BDS. Y el movimiento ya está incidiendo en las lógicas políticas de muchos países. Estamos en un momento en el que el movimiento BDS es mainstream, porque, aun cuando en Estados Unidos y en Alemania intentan criminalizarlo, todo el mundo, las y los expertos legales y los gobiernos reconocen que es una campaña legítima, eficaz y útil para avanzar. Es una situación en la que el genocidio ha acelerado la comprensión de las empresas, que no solamente sienten la presión popular –un ejemplo es McDonald’s, que por el boicot espontáneo de la gente está perdiendo muchos millones–, sino también el hecho de que en este momento la economía israelí está prácticamente colapsando. No lo digo yo, sino los expertos económicos israelíes.
Esto significa que, por un lado, tenemos una fuerza popular, una sensibilización, una capacidad organizativa desde abajo, y, por otro, un derecho internacional que avanza con dictámenes como los de la CIJ, que han hecho que el derecho internacional nos dé la razón, nos apoye plenamente, como ha dicho, por ejemplo, el jurista Craig Mokhiber: el BDS no solo es un derecho, sino un deber.
—¿Qué pasa con el BDS en América Latina?
—Pienso que el BDS en América Latina, como en el Sur global, es distinto que en Europa o en América del Norte. Hay grandes logros, vemos que se puede incidir y cancelar contratos militares y otros. Por ejemplo, a fines de 2024, en Chile se puso fin al contrato con ImageSat International para lanzar el satélite FASat Delta, algo que fue interesante porque Israel no logró hacer lo que siempre hace, que es usar las relaciones militares como forma de presión sobre los gobiernos para incidir en sus políticas, y porque la empresa israelí no cumplió satisfactoriamente, como pasó también en otros lugares, porque Israel vende un mito de capacidad tecnológica que en realidad no es tal. También en Brasil se canceló la compra de obuses ATMOS a la empresa Elbit por orden de Lula.
Otra cosa que tenemos en América Latina es la interseccionalidad: con los movimientos ecologistas (como la campaña por el agua Fuera Mekorot), con los movimientos negros, con los movimientos indígenas y feministas. Son campañas interseccionales en las que los movimientos se unen, porque, como dijo Gustavo Petro: lo que pasa en Palestina es el modelo de un mundo donde todos y todas podemos ser desechables. Hay fortalezas que América Latina puede enseñar al resto del mundo, y lo está haciendo, en Asia y África se habla y se aprende de estas campañas. Evidentemente, el boicot de consumidores está más avanzado en Europa. Pero el boicot académico es más fuerte aquí, con ejemplos en México, en Chile, en Brasil. Son formas distintas de llegar. Aquí, en Asia y en África nos conectamos con Palestina no desde la culpa, como en Europa, sino desde las luchas anticoloniales.
—¿Cuál fue el motivo de tu visita a Uruguay? ¿Con quiénes venías a reunirte, cómo te ha ido y qué expectativas tiene el movimiento respecto al nuevo gobierno?
—Llegamos aquí con la esperanza de que durante este período la movilización popular pueda presionar al gobierno para insertarse en un consenso del Sur global. Y que entienda que lo que está pasando en Palestina no solo es inaceptable –crímenes de lesa humanidad, de guerra, genocidio, apartheid– y que bajo los escombros de Gaza no están solamente 70 mil palestinos y palestinas, sino que también se están sepultando el derecho internacional, los derechos humanos y todo el sistema de la ONU; un sistema que, con todo lo criticable y discutible que tiene, en este momento es la única alternativa a la distopía de Israel y el trumpismo, con su imperialismo decimonónico, en el que cada potencia se apropia del lugar que se le antoja y hace lo que quiere con las personas que lo habitan. En este momento, mantener el sistema de la ONU y el derecho internacional es fundamental, no solo para garantizar los derechos del pueblo palestino, sino también los derechos y la soberanía de países como Uruguay, que, en un mundo donde reine la ley del más fuerte, tienen todo para perder.
Esperamos, entonces, que el gobierno de Yamandú Orsi sintonice con esta tendencia y, en primer lugar, clausure la oficina de innovación en Jerusalén; eso daría una señal de que Uruguay está retomando el camino de respeto al derecho internacional.
—¿Qué responderías al argumento de que esta oficina no es política ni diplomática, sino que tiene que ver con la innovación tecnológica y por eso está alojada en una universidad prestigiosa, y que es bueno para cualquier país del Sur beneficiarse del intercambio y el conocimiento de quienes están mucho más avanzados en ese campo?
—Esa argumentación soslaya completamente que esta oficina es inmoral, ilegal y un despropósito. Es una decisión equivocada por tres razones. En primer lugar, da la infeliz señal de que Uruguay apoya y normaliza un Estado que comete un genocidio, mantiene un sistema de apartheid y una ocupación ilegal. La oficina es ilegal también porque esta «prestigiosa» universidad que la aloja tiene buena parte de su campus en territorio palestino ilegalmente ocupado.
En segundo lugar, yo no he visto una discusión sobre la calidad de la innovación israelí. Sabemos que en este momento la única innovación verdadera que existe en Israel son los sistemas que Israel ha desarrollado para cometer el genocidio en Gaza; por ejemplo, la inteligencia artificial que le ha permitido matar más gente en menos tiempo y destruir más infraestructura civil vital para la vida humana. Ese es el marketing con que se vende. Entonces, usufructuar la «innovación tecnológica» israelí significa dar apoyo, asistencia y reconocimiento a los crímenes que Israel comete, lo que va en contra del mandato de la CIJ.
Y, en tercer lugar –y tal vez el más importante, si es que no les importa la suerte del pueblo palestino–, no se trata de elegir entre la mejor tecnología para Uruguay y los derechos del pueblo palestino, porque hoy la tecnología y la innovación israelíes se reducen a lo que se está utilizando en Gaza, y no creo que Uruguay tenga interés en cometer un genocidio. Todo el resto, la cuestión de Israel como startup nation, siempre fue un mito colonial (creer que esta nación blanca, de origen europeo, tiene algo más que en América Latina no se tiene), pero, sobre todo desde el inicio de este gobierno de Netanyahu, tres años atrás, ese mito se volvió una mentira absoluta, porque ya en los primeros seis meses de su gobierno, cuando Israel cayó en una profunda crisis institucional (por su reforma judicial), el sector de la alta tecnología startup se desmanteló. Como ese sector está liderado por sionistas liberales que no se sienten representados por Netanyahu y su coalición ultraderechista, cerraron sus oficinas, tomaron sus laptops y trasladaron sus empresas a Chipre, Portugal y Silicon Valley.
Desde entonces, ya no hay casi inversión en el sector de la alta tecnología no militar, en las famosas startups. Con el genocidio esto empeoró, hasta el punto de que hoy una empresa como Intel congeló los 25.000 millones de dólares de inversión que quería hacer en Israel. Después de dos o tres meses de campaña, logramos problematizar el tema, pero ahí lo decisivo fue que los inversionistas dijeron: «Esta no es una buena inversión». Otra gran empresa, Oracle, también se fue. La Samsung surcoreana cerró su oficina de innovación e investigación en Israel. Chevron también cerró todas sus inversiones. Básicamente, ya no hay más inversión extranjera; el crecimiento del PBI en 2024 se estimaba en 0 por ciento; la deuda creció 20 por ciento desde 2022. Y 130 de los más importantes economistas israelíes lanzaron una advertencia: este país está en una espiral de colapso. Otros lo llaman una falla total del sistema. La calificadora de riesgo Moody’ s ha bajado a Israel de categoría y ha dicho que está a punto de pasar a la categoría «basura». La startup nation se ha convertido en una shutdown nation.
Israel busca desesperadamente alguien que compre ese mito que ya se cayó. Y, lamentablemente, ha encontrado en Uruguay a alguien que lo compró.
En este sentido, valoro muy positivamente las reuniones que tuve en Montevideo, tanto con jerarcas del próximo gobierno como con los movimientos sociales, sindicales, políticos y de solidaridad. Me quedo con la confianza de que hay voluntad de todas las partes para que Uruguay se inserte de nuevo en el consenso global que defiende el derecho internacional y el derecho del pueblo palestino a la autodeterminación. Sobre todo en la sociedad civil, he visto mucha solidaridad y voluntad de actuar junto con el pueblo palestino para acabar con los lazos de complicidad que Uruguay tiene –y que ha fortalecido en los últimos años– con Israel, en particular la oficina de innovación, inaugurada en pleno genocidio. Espero que con la presión y la movilización desde abajo el nuevo gobierno entienda que fue un paso equivocado, que hay que tomarse en serio el derecho internacional y cerrar esa oficina.
—Tiene que ver también con la imagen internacional del país. Mucha gente en estos cinco años del gobierno de
Lacalle estaba preocupada por las votaciones de Uruguay en la ONU, porque se salió de lo que ha sido una política de Estado de votar según el consenso de la ONU –como piso mínimo– en relación a Palestina/Israel. ¿Qué puede afectar más la imagen del país que tener una Oficina en Jerusalén? En ese sentido, me gustaría que nombres algunas de las iniciativas que países del Sur global están proponiendo a las cuales Uruguay podría sumarse.
—Puedo empezar por la iniciativa de Turquía, que junto con otros 52 países se ha comprometido a aplicar un embargo militar unidireccional: que de esos países no salga nada que pueda contribuir a la industria bélica israelí (recursos naturales, componentes, armas). También surgió el Grupo de La Haya, en el que cinco de los nueve países que lo integran son de América Latina y el Caribe; se espera que más países se sumen, incluido Uruguay. Tiene una base muy simple: tenemos que mantener, defender y respetar el derecho internacional: los dictámenes de la CIJ, las órdenes de captura de la Corte Penal Internacional, frenar la transferencia de armas y componentes militares a Israel, lo que significa prohibir el pasaje por los puertos y las aguas territoriales y el uso de banderas por estos barcos. Malasia, que integra el grupo, desde el inicio del genocidio ha prohibido atracar en sus puertos y usar sus aguas territoriales a cualquier barco que lleve insumos para Israel. Un buen ejemplo en este sentido es la campaña #BlockTheBoat.
Malasia también planteó la suspensión de Israel de la FIFA y de la Asamblea General de la ONU, porque un país que viola todas las normas internacionales, ataca una serie de agencias humanitarias y de la ONU (no solamente la UNRWA [Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados de Palestina, por sus siglas en inglés]), asesina a más de 250 miembros de su personal y bombardea sus instalaciones, acusa de antisemita al secretario general y al Consejo de Derechos Humanos, rompe en público la Carta de la ONU ¿qué derecho tiene a ser parte de ella? Ya se hizo con la Sudáfrica del apartheid, que nunca cometió crímenes tan brutales como el genocidio en Gaza y que nunca atacó de esa manera a la ONU.
Otra demanda en la Asamblea General es la creación de un comité especial contra el apartheid, o la reactivación del que existió hasta 1994, para impulsar medidas que pongan fin a ese crimen de Israel contra el pueblo palestino. Y, por supuesto, hay que implementar las medidas que la Asamblea General señala en su resolución de setiembre de 2024: los Estados están obligados a no colaborar ni apoyar a ese régimen ilegal y a sancionarlo.
Uruguay también podría sumarse –al igual que más de 30 países, muchos de ellos de América Latina– a la demanda por genocidio presentada por Sudáfrica contra Israel ante la CIJ. En este momento la corte está en la fase de sustanciar y analizar las pruebas materiales, y es hora de que Uruguay se sume activamente a apoyar ese proceso.
—Mirando hacia el futuro, y a qué va a pasar con el precario alto al fuego en Gaza y la brutal ofensiva que Netanyahu lanzó a continuación sobre Cisjordania (un regalo para contentar a sus socios de coalición fanáticos a cambio de que aceptaran el alto al fuego bajo amenazas de retirarse y hacer caer al gobierno), y con todos los esfuerzos que se están haciendo a distintos niveles, ¿se podrá parar esta escalada de aniquilación? ¿Podrá resistir la gente en Gaza y en Cisjordania (sin olvidar a la población refugiada que sigue sin poder regresar a vivir o a morir en su tierra)?
– Creo que no podemos darnos el lujo de preguntarnos: ¿podremos parar esto? Tenemos que pararlo; de lo contrario, significaría el fin de la existencia del pueblo palestino en su tierra, y el triunfo de la distopía de la ley del más fuerte. La pregunta entonces debe ser: ¿cómo podemos pararlo? Y tampoco sabemos cuándo vamos a poder pararlo, no tenemos la bola de cristal. Pero una cosa que nos ha dado mucha esperanza fue el momento épico del retorno de medio millón de personas al norte de Gaza, el 27 de enero. Israel estaba en pánico, no entendía nada, porque pensaba que después de haberlo destruido todo allí, nadie iba a querer regresar (y para eso lo hizo). Bueno, el pueblo palestino le respondió: regresamos a nuestra tierra, a nuestro hogar o a los escombros que quedan de él, y a donde están nuestros muertos. Tenemos todos los motivos para regresar. Y yo, igual que muchas palestinas y palestinos, pienso que ese fue el comienzo del retorno a Palestina. Es la primera vez que, en una historia de 80 años de desplazamiento forzado y limpieza étnica, el pueblo palestino pudo regresar.
Ese retorno en masa nos deja la sensación de que, aun cuando la situación es peor de todo lo que podíamos imaginar –y todavía puede empeorar más– es también el comienzo del fin de la opresión del pueblo palestino. Y tenemos que hacer todo lo que podamos para que este comienzo del fin, y ese camino de retorno, duren lo menos posible.
También me parece increíble que un pueblo que está atravesando un genocidio pueda dar esperanza a alguien. Y sin embargo, con esa marcha del retorno al norte de Gaza nos dieron esa esperanza de que sí se puede, sí podemos ganar y acabar con el genocidio y el apartheid. Solamente tenemos que continuar e insistir. Es una lección de vida y de lucha la que, una vez más, nos está dando el pueblo palestino.