—En un artículo reciente para Comuna analizás la escasa relevancia que las cuestiones ambientales tienen en el proyecto de presupuesto quinquenal. No solo marcás las escuetas dos páginas y media que esta temática insume en la exposición de motivos, sino también la falta de un diagnóstico profundo.
—La ley de presupuesto es como la ley madre de las orientaciones del gobierno, por lo cual uno espera que allí haya un diagnóstico y una línea a partir de esa evaluación; uno podrá estar de acuerdo o en desacuerdo. En otras políticas eso sí sucede. Por ejemplo, en educación, que es un tema bastante sensible. Pero para las políticas ambientales no existe, no hay un diagnóstico exhaustivo sobre qué piensa el gobierno de los problemas ambientales, y esa ausencia, para mí, es muy relevante. Eso no quiere decir que no existan políticas ambientales, lo que pasa es que justamente no se ve una integridad política compleja –que eso le podría dar una lógica más transversal–. Existen en el Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca [MGAP] líneas que intentan incorporar aspectos ambientales, y también en el Ministerio de Ambiente [MA], pero, al no existir una orientación general sobre cuáles son las problemáticas complejas, las políticas ambientales concretas son pinceladas. Y lo que sucede es que la gente está preocupada por el ambiente. Me parece que sí es un tema muy relevante, de mucha discusión; sin embargo, no hay un diagnóstico y una cultura crítica como para tener ese debate. Yo veo alarmas contraproducentes en este texto: estamos 50 años atrás.
—En otro tramo aludís a una frase elocuente utilizada por el gobierno: «internalizar» políticas ambientales en las políticas económicas originaría «beneficios reputacionales respecto de los mercados financieros» y del posicionamiento comercial de Uruguay. Es decir, lo ambiental es tomado como algo instrumental para lograr beneficios comerciales y una buena reputación con los organismos internacionales, en lugar de asumirlo conceptualmente como una política pública en sí misma.
—El texto que está en la exposición de motivos está a un nivel muy primario, o sea, está en la prehistoria de las discusiones ambientales. Se vuelve a esto del greenwashing [lavado de imagen verde],con políticas ambientales que en realidad no son nada. En el ámbito internacional se ha avanzado un poco, por lo menos en la discusión dentro de lo que es la economía verde –que, obviamente, es el mainstream–, con cosas pensadas desde ese lugar muy discutible y que no da soluciones. Hay toda una gran ingeniería internacional, que viene de la conferencia de las Naciones Unidas de Estocolmo, en 1972, capaz del encuentro Río+20, y antes del informe Brundtland de fines de los ochenta. Ahí hay una línea clara sobre qué se entiende por sostenibilidad y también una definición clara del vínculo entre el ser humano y la naturaleza, y eso fue determinando las políticas internacionales ambientales. Primero que nada, son políticas pensadas de arriba hacia abajo, con los organismos multilaterales exigiendo a los gobiernos nacionales aplicar determinadas políticas, y que eso se plasme en los territorios. Con una concepción de que el crecimiento económico es una necesidad en las políticas verdes, hay algo medio schumpeteriano con esta idea de la innovación. O sea, necesitaríamos generar nuevas tecnologías que sean más amigables,menos intensivas en el uso de energía.
Pero eso no se puede contrastar empíricamente: si uno ve lo que viene pasando con el uso energético, con el dióxido de carbono, en realidad estamos en una curva ascendente todo el tiempo.
Entonces, a 40 años de ese tipo de políticas, la gente está sintiendo los problemas ambientales en el cuerpo. Y en Uruguay nadie creía que el agua iba a estar contaminada, como a principios de los dos mil, cuando antes tomábamos agua de la canilla. Todo esto también lo empiezan a mostrar los mismos organismos internacionales, por ejemplo, en los informes de desarrollo humano del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo [PNUD]. Los problemas ambientales hoy son algo relevante para la sociedad, a tal punto que causan problemas de desarrollo. Pero las políticas del gobierno en la exposición de motivos ni siquiera entran en la discusión de «adaptémonos a las políticas verdes, al Acuerdo de París, y pensemos un plan con base en eso». En esas dos carillas se da a entender que los problemas ambientales no son relevantes hoy, sino que son algo para atender en el mediano y largo plazo.
—También mencionás que no hay un diagnóstico profundo sobre el estado de las cuencas hídricas, de las costas, la pérdida de biodiversidad o los problemas con la producción de alimentos, entre otras cosas.
—Cualquier persona que transite el territorio uruguayo podría hacer un listado similar. Pero, de nuevo, al no existir un diagnóstico sobre el estado de las cuencas o el uso de plaguicidas, no estamos discutiendo con nadie. Hay una negación que es muy preocupante porque, en realidad, estamos viviendo muchos problemas: ¿quiénes los pagan?, ¿quiénes se benefician de ese uso intensivo de la tierra? En Uruguay el uso de la tierra es el principal problema ambiental. Entonces, no es una cuestión solo ambiental, sino también social. Hay personas que pueden escaparse de los riesgos del agua que hoy tomamos comprando filtros o agua embotellada, pero hay otras que no. Los costos de potabilización aumentan en el largo plazo y no los pagamos todos por igual.
—Otro punto de incertidumbre, que aparece en el inciso del MA, es la creación de fondos con mecanismos de financiación que no se sabe exactamente qué pueden reportar, como los bonos verdes (llamado endeudamiento soberano sostenible) o el ya controvertido impuesto a los agrotóxicos más peligrosos.
—Utilizar el sistema impositivo para pensar políticas ambientales es algo interesante y está dentro del paradigma de la economía verde. En Uruguay, de nuevo, estamos en la prehistoria con eso. Por lo menos dentro del marco analítico de la economía verde, podemos decir que hay empresas que están utilizando insumos que contaminan a otros. Dichas empresas podrían internalizar esos costos y hacerse cargo de ellos. Hay muchas herramientas para que incorporen esas externalidades. En el caso nuestro del agua, como es una contaminación difusa, uno podría pensar: hagamos un diagnóstico, veamos quiénes son los principales contaminantes y tratemos de incorporar instrumentos para su control –uno de ellos podría ser el sistema impositivo–. A las empresas esto les repercutiría cuando tomen sus decisiones de producción. Los costos de las cianobacterias, por ejemplo, no los puede pagar la gente afectada mediante las tarifas, como ha pasado. Lo que quiero decir es que hay un mareo muy grande sobre cómo se piensan las herramientas, incluso dentro del paradigma dominante.
En cuanto al impuesto a los plaguicidas 1A y 1B, los más peligrosos, lo que veo es que es una herramienta aislada y no un plan global que piense cómo hacemos para que las políticas de uso del suelo cambien. Hace años que deberíamos tener un plan, con metas, para llegar a la prohibición de ese tipo de plaguicidas, que en su mayoría ya están prohibidos en Europa. Pero hay también problemas institucionales. Por ejemplo, en este caso concreto, ¿cuál es el organismo encargado de permitir o no esos usos? Es el MGAP, es decir, el mismo organismo encargado de hacer políticas agropecuarias. ¿No deberían tener prioridad el MA y el Ministerio de Salud Pública para pensar estos temas? En 2015 importamos 146 millones de dólares en agroquímicos; en 2022 fueron 274 millones. Si se tuviera una política ambiental integral, la impositiva sería una herramienta más, y sería mucho más fácil de pensar y defender. Pero, además, detrás de los usos hay también temas que son culturales.
—Volviendo al tema del agua, está también la cuestión del cobro del canon por el uso productivo, en el que no hay disposición de avanzar.
—De nuevo: ahí estamos en una discusión primaria. Ahí no se trata de contaminación, sino de que Uruguay exporta agua. Su inserción en el mundo se da a través de la exportación de agua. Obviamente se trata de agua virtual: lo que exportamos son productos muy intensivos en su uso. ¿Por qué no pagan canon? Eso es una discusión del año 1800, ¿no? O sea, ¿por qué una empresa petrolera tiene que pagar un canon por la extracción de petróleo en Venezuela o en la plataforma continental en Brasil? O en Chile, donde se paga por la extracción de cobre, que es uno de los principales ingresos del Estado. ¿Por qué se paga por la extracción de cobre y en Uruguay nadie paga por usar agua? Es una discusión muy extraña. Y más ahora, que se viene el hidrógeno verde; eso no está en la exposición de motivos, no hay nada de eso. Ahora sí vamos a exportar agua.
—¿Hay países de América Latina donde existe algún tipo de canon?
—Sí, el caso que más conozco es el de Costa Rica. En Costa Rica se paga por el uso del agua.
—Un país al que suelen comparar con Uruguay y que no está demonizado en términos ideológicos.
—Costa Rica tiene cosas increíbles desde el punto de vista institucional y está a la vanguardia en cuanto al uso de los ecosistemas. Ya en los años sesenta y setenta tenían políticas ambientales que Uruguay no está ni cerca de tener. Ellos tienen también conflictos muy viejos con sus poblaciones originarias. Pero el canon no es una política ambiental. Ahí lo que ocurre es que se está utilizando un recurso natural y se lo está extrayendo; por eso se le tiene que pagar a la sociedad.
—Te mencionaba el tema de los bonos verdes, que precisamente son cuestionados porque pueden representar también mecanismos de greenwashing o maquillaje verde. Los bonos de carbono han premiado proyectos muy discutibles.
—Y el gobierno parece querer apostar por este tipo de instrumentos. ¿Cómo se determinan los bonos? ¿Quién dice que estos bonos son verdes o no? ¿Se toma todo el ciclo de producción? En Uruguay la forestación sustituye un ecosistema muy valioso, que son los pastizales, y en realidad vos solo estás valorando el árbol, pero no estás contemplando todo lo que el árbol destruyó antes, porque el pastizal es más eficiente para capturar carbono. Y todavía esos bonos tienen un negocio extra cotizando en bolsa. Pero eso es en el ámbito privado. En este caso es el gobierno el que va a emitir bonos de deuda, los comunes y corrientes, pero van a estar atados a algunas metas ambientales. Y, de nuevo, acá no tenemos políticas ambientales globales. Entonces, eso va a quedar en un saco roto. Es que, volviendo al marco general, lo que veo es que las políticas ambientales son como un estorbo para el gobierno. ¿Por qué? Porque las políticas ambientales pueden frenar la inversión. No me puedo poner pesado con el agua porque no va a venir el hidrógeno verde. No me puedo poner pesado con el uso de fertilizantes porque se va a ir la producción intensiva del agronegocio. Porque, además, ¿dónde está puesta la cuestión ambiental en el presupuesto? Está puesta en un pequeño módulo dentro del capítulo del desarrollo económico [«Ambiente para un crecimiento económico equitativo y sostenible»].
Te hablaba también de la institucionalidad. Cuando uno ve lo que hace el MA, llama la atención. Y esto es de todos los gobiernos. En el gobierno pasado, el que promocionaba el proyecto Neptuno era el MA. Es una contradicción que ese ministerio promocione una megainversión que tiene riesgos ambientales. Ahora pasa lo mismo: dentro de las políticas ambientales se destacan la construcción de la represa Casupá o los proyectos de hidrógeno verde. Estas no son políticas ambientales, son políticas extractivas. Entonces, si se tuviera un plan para pensar holísticamente el hidrógeno verde, con metas y mitigaciones, sería otra cosa, pero eso no está. Los proyectos no buscan sustituir el combustible fósil en Uruguay, sino que son una extracción hacia los países del norte. Con Casupá, no discuto si está bien o no hacer el proyecto; la discusión es cómo puede ser que el MA promocione como una política ambiental hacer un embalse. Un embalse siempre contamina, desplaza gente y ocasiona peligros.
—Hay algunas referencias no muy detalladas sobre políticas de cambio climático.
—Hay algunas menciones sobre fortalecer los monitoreos en el MA. Después se dice algo respecto al transporte metropolitano, pero son cosas muy vagas. También hay titulares de la ley nacional de residuos, un tema en el que Uruguay tiene un debe enorme, sobre todo con los sistemas de disposición final.
—Finalmente, también señalás la escasez presupuestal para el Plan Nacional de Agroecología y la casi nula mención de la agroecología en el presupuesto. Apenas aparece una mención a favor de la «transición ecológica» cuando se menciona el financiamiento del proyecto ganadero Procría, sobre el que no se tienen muy claros sus beneficios estrictamente ambientales.
—El Plan Nacional de la Agroecología surge desde las organizaciones sociales. Es una política inversa a las políticas ambientales a las que estamos acostumbrados. Y precisamente tiene que ver con estas discusiones de la economía verde versus otras maneras de ver el ambiente. Son organizaciones sociales que están en el territorio, que producen, que tienen innovaciones, que se juntan para comercializar y para compartir. Y van generando una red compleja de resistencia también. La ley nacional de agroecología que surge de esas organizaciones fue votada por unanimidad en el Parlamento.
En el gobierno pasado se le dieron 1,5 millones de pesos por año, que no da para nada. El gobierno pasado no tenía mucho interés. Pero estas organizaciones se mueven bien y elaboraron
un plan quinquenal que costaría unos 10 millones de dólares al año. Es un plan que está muy detallado y que busca que el 30 por ciento de la producción familiar se transforme en agroecológica. Se necesitan políticas públicas, porque precisás una transición que demora por lo menos dos o tres años. Y está toda esa transmisión del conocimiento nuevo para producir de otra manera. El programa Procría toca la producción familiar, pero va a atender a productores que tienen de 100 a 1.250 hectáreas. O sea, va a agarrar a pocos productores familiares, pero, además, el objetivo del plan es que haya más cría. Mientras tanto, el plan de agroecología, que tiene una ley que está votada, no está.
Y acá te vuelvo a traer algo que es teórico pero también empírico: las miradas nuevas sobre los problemas del ambiente tienen mucho que ver con estas organizaciones sociales, con los conflictos. Los conflictos sociales sobre los usos del suelo son, de alguna manera, conflictos en el lenguaje de valoración. Frente al objetivo de hacer renta con la tierra, hay personas que tienen otra cosmovisión, otra manera de usar el suelo. Los conflictos están demostrando ser más eficientes para pensar los problemas ambientales que cualquier otra política que viene de arriba hacia abajo. Y eso es importante tenerlo en cuenta. Entonces, de nuevo, en un gobierno de izquierda, ¿cómo no pensar en eso? ¿Cómo no pensar en los conflictos como disputas del territorio? Esto no es algo naíf o hippie, es algo que, desde 2020, hasta los propios informes del PNUD lo están tomando en cuenta. En Uruguay tenemos pila de instrumentos que vienen de abajo hacia arriba, muchos más de los que creemos. En el agua, por ejemplo, tenemos una reforma constitucional, tenemos organizaciones sociales que defienden cuencas, que están ahí y, sin embargo, sistemáticamente son ninguneadas por las políticas públicas. Deberíamos pensar: bueno, acá hay un potencial para defender las cuencas, no es un estorbo para el crecimiento. Porque si no, ¿qué es el crecimiento económico? ¿Extracción de recursos?
Rara avis
Martín Sanguinetti es economista y docente en la Facultad de Ciencias Económicas y de Administración (FCEA). Es también maestrando en Manejo Costero Integrado en el Centro Universitario Regional Este de Maldonado. El cruce entre la economía y las ciencias ambientales no es habitual en el país y, de hecho, se encuentran muy pocos economistas con esta formación. Las disciplinas ambientales son prácticamente marginales en los planes de estudio de las ciencias económicas. Sanguinetti dicta la materia Teorías del Desarrollo Económico en la FCEA, disciplina que define como «bastante heterodoxa», en la que incluyó un módulo de economía del ambiente: «Es en el último semestre. Y, claro, no se conoce mucho. Es que no hay una mirada ambiental transversal ni una materia. Ni siquiera la economía agropecuaria es una materia opcional. Los estudiantes de economía no manejan estadísticas agropecuarias en un país donde el 90 por ciento de las cosas que exportamos son de origen agropecuario. Entonces, estamos muy lejos en el pensamiento de los problemas ambientales».