Digamos que se llamaba Enrique, aunque él a veces decía llamarse Wilson y otras tantas usaba su nombre de Oriente, una recurrencia de consonantes imposibles de pronunciar. Tiempo después de conocerlo tuve la suerte de verlo varias veces hablar en su idioma. Intenté inútilmente descifrar algo. Finalmente, las veces que pude verlo interactuar con sus colegas cerré los ojos e imaginé una charla de pavos reales y una musiquita gutural resonaba en mis escenas.
Varios meses después de conocerlo me dijo que quizás en el futuro podría volver a su país. Hasta entonces nunca me imaginé que Enrique quisiera pegar la vuelta, pero entendí enseguida que la ilusión de ser libre se insinuara en sus momentos de flaqueza, cuando ante el conflicto es en la infancia donde incluso los más duros buscan refugio....
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