No en vano se ponen 17 horas para llegar por tierra a Culiacán, la capital de Sinaloa. Es una ciudad mutante, rodeada de vegetación desértica –con esas tunas como las que muestran los dibujitos animados–, pero costera, con el suelo cubierto de la sal del Pacífico, que está a menos de una hora. Culiacán es la capital de la zona de producción y venta de droga más antigua de México, donde las organizaciones criminales ya llevan varias generaciones en el negocio. Es una ciudad tupida de tiendas de marcas internacionales en las que no se ve un alma, con una iglesia de vitrales coloridos que desde lo alto ilumina la Álvaro Obregón, una de las avenidas principales. Tiene una población algo menor a la de Montevideo: un millón de habitantes. Hasta 2008, una sola organización dominaba la plaza, la del Chapo, a la que la Dea estadounidense bautizó como “el cártel de Sinaloa”.
Los chinos comenzaron a llegar al noroeste de México a partir de 1883, echados de Estados Unidos una vez que terminaron de construirles el ferrocarril. Entonces se vinieron a México a construirlo de este lado. También adaptaron la planta de amapola al clima de la Sierra Madre occidental y enseñaron a los campesinos cómo se tajeaba la flor para sacarle una goma blanca, que al día siguiente es negra y se convierte en la droga más cara que se comercializa de este lado del mundo.
La heroína se “cocina” en la sierra, en unas instalaciones que apenas constan de unos baldes, fuego y un par de ollas. Claro que la sierra está lejos de Culiacán, donde durante la última semana de enero de 2017 se jugó la Serie del Caribe de béisbol. Una familia china, apellidada Ley, es la dueña de la principal cadena de supermercados del mismo nombre y del equipo local, Los Tomateros, y también del principal equipo de béisbol del estado vecino, Los Saraperos de Torreón, Coahuila.
Sinaloa es la base costera del “triángulo dorado”, con Durango al este y Chihuahua al norte. Los campos de marihuana y amapola pululan en este clima particular, en una de las primeras zonas que fueron fumigadas en 2007 por el Plan Mérida, el que le financió la guerra al presidente Ernesto Calderón. Atrás de la iglesia de La Lomita, la de los vitrales de colores de la avenida Álvaro Obregón, está el Tecnológico de Culiacán, donde se alojó la tercera Brigada Nacional de Búsqueda de Personas Desaparecidas.
“Llegar a Sinaloa fue un gran reto para la tercera Brigada Nacional porque aquí se mueven los grandes hilos de la política interna del país y es la región donde el fenómeno del narco se montó como una empresa formalmente constituida. La sinaloense es una sociedad que por generaciones ha visto cómo este mercado se incrustó en su vida cotidiana, y que ha tenido que normalizar algo como la desaparición forzada”, explicó a Brecha Juan Carlos Trujillo, coordinador y organizador de la iniciativa.
La brigada es la respuesta que han inventado las familias ante una justicia ineficaz en la búsqueda de los desaparecidos. Lo primero que debieron aceptar muchas de ellas fue que también había que buscarlos muertos. Personas que antes atendían almacenes o eran amas de su casa debieron aprender a diferenciar un hueso humano de un trozo de madera, cuándo un terreno ha sido escarbado, o entender que cuando el papel aluminio está quemado de un solo lado es porque ha sido usado para fumar “piedra” o “cristal”. La Brigada Nacional es el lugar en que familias de distintos puntos del país, que vivían ese proceso más o menos solas, decidieron ponerse en relación, compartir conocimientos y, sobre todo, traer aire y abrir la cancha a los colectivos locales de búsqueda. Antes estuvieron en Veracruz (véase “Las evidencias de la tierra”, en Brecha, 29-VII-16).
“No logramos una audiencia con el obispo, a pesar de que insistimos. Tampoco que nos brindaran alojamiento, cuando sabemos que tienen disponibilidad”, explica Martha. La llegada de la Brigada Nacional a su ciudad exigía que ella y su colectivo, Voces Unidas por la Vida, consiguieran alojamiento y comodidades básicas para 60 personas durante 15 días. Voces Unidas es de los colectivos más viejos del país y su nacimiento está vinculado a una organización de derechos humanos parida en los setenta. Ella misma, Martha, lleva 40 años reclamando por la desaparición forzada de su esposo, a manos del jefe militar de esa sección, en 1977. Martha encarna la alianza entre los familiares de desaparecidos políticos y los actuales, y se encarga de cocinar a diario para la brigada, junto a su aquelarre de mujeres fieles.
“Deberías hablar con el profesor Loza”, aconseja Martha, y lo señala. Óscar Loza es una referencia obligada en Culiacán y está sentado un par de mesas más allá de donde conversamos. Su perspectiva política e histórica puede saberse desde sus primeras palabras. “Un punto que discuto con las familias es que no se puede plantear la impunidad, porque es la mejor invitación a que se repitan estos fenómenos.” Y eso hace que pueda trazarse una línea desde aquellos desaparecidos de la guerra sucia de los años setenta, casos para los que no hubo castigo, y los actuales. “El perfil ya no es el mismo, aunque siguen siendo todas personas jóvenes las que se hacen desaparecer. Ya no son luchadores sociales o activistas políticos, sino testigos involuntarios de enfrentamientos o crímenes: las personas desaparecidas en los últimos diez años en Sinaloa estuvieron, en su mayoría, en el lugar y el momento equivocados.”
El problema, dice este profesor que se presenta como economista, con la calma del que ha meditado, es la cifra. El Registro Nacional de Personas Extraviadas da cuenta de 2.407 investigaciones abiertas por desapariciones en el estado de Sinaloa. La Procuraduría de Justicia local cuenta 1.912 casos desde 2011, y las familias hablan de más de 3 mil casos. La Procuraduría de Justicia dispone de cuatro investigadores para atender todos esos casos, salpicados en 57 mil quilómetros cuadrados.
Sigue Loza: “En el 44 o 45 por ciento de los casos denunciados se señala como victimarios a agentes de seguridad del Estado, actuando a menudo en conjunto con particulares”. “Es el perfecto crimen institucional”, resume Trujillo.
La tercera Brigada Nacional facilitó que tanto el nuevo gobernador de Sinaloa, Quirino Ordaz Coppel, como el subprocurador general de Justicia, Martín Robles, se sentaran a escuchar lo que las familias sinaloenses tenían para decirles. “En las reuniones exigimos la conformación de un mecanismo de búsqueda inmediato, para el que se destinen personas específicas, por lo que será necesario que se contrate nuevo personal; que se actualicen ciertos puntos de la legislación referida al tema, así como mantener reuniones periódicas tanto con el gobernador y su gabinete de seguridad como mensuales con el subprocurador. Pero en lo que más expresamos nuestra inquietud fue en el trato que el Estado da a los cuerpos que envía a una fosa común”, explicó Martha, que participó de ambas reuniones.
Martín Robles reconoció que desde 2005 la justicia de Sinaloa ha enviado a centenas de cuerpos sin identificar a fosas comunes. A fines de mayo pasado otro grupo de madres del estado de Morelos logró que la justicia reabriera al menos tres fosas clandestinas, adonde había enviado más de cien cuerpos (véase Brecha, 03-VI-16, “Forzar la justicia, hallar la paz”). El problema con las fosas de Tetelcingo –tal el nombre de la localidad morelense donde se encontraban– fue que los cuerpos habían sido enterrados fuera del lugar previsto y sin señalización alguna, al punto que no los encontraban. Uno de los restos que descubrió esta tercera Brigada Nacional fue hallado en un panteón público, gracias al dato anónimo de una familia a la que la justicia le había entregado un cuerpo equivocado.
Para Nancy, que tiene 46 años, el desembarco de la brigada fue la posibilidad de avanzar sobre los predios en donde sabe que sus hijos fueron desaparecidos. Hace seis años su hijo Luis Ángel Cardiel Nieblas, su sobrino Jesús Eduardo Nieblas y un amigo, David Camacho, los tres de 17 años, bajaron al río en una moto con una chumbera a cazar palomas. Vivían en un pueblito llamado Aguaruto, al borde del municipio de Culiacán, pegado a San Pedro Navolato. La brigada dedicó varios días a estos predios rurales que hacen de frontera entre un municipio y otro, e hizo un hallazgo –un cráneo con un agujero de baja, que fue extraído completo por el servicio pericial público– en el Potrero de Sataya, donde no hay más que milpas de maíz y caños de riego. Los restos fueron ubicados gracias a otro testigo anónimo, que vio el lugar exacto del enterramiento clandestino.
A veces llegan como mapitas dibujados en el dorso de un cartoncito, letras garabateadas de peón rural, de vecino de comunidad chiquita. Nancy se acostumbró a salir corriendo junto a su madre hacia el Servicio Médico Forense (Semefo) de Culiacán cada vez que escucha al hombre de la moto que vende los diarios vocear que algún cuerpo sin vida fue hallado en esa zona. Ha visto de todo en el Semefo, dice. Ella misma estaba presente, con otra decena de madres sinaloenses que buscan a sus hijos, cuando encontraron dos cráneos mezclados entre el material de una cantera. Los trabajadores se habían espantado al verlos caer cuando movieron la tierra con las máquinas.
El resto del tiempo Nancy contempla de lejos los predios junto al río Culiacán, que parte Aguaruto al medio. En las riberas del canal que lo custodia hay decenas de casitas precarias hechas de chapa y cartón, mayormente construidas por la gente que llega del sur de México a trabajar en la cosecha de los tomates típicos de Sinaloa –o los pepinos o el cultivo que demanden las empresas que contratan, todas estadounidenses– y que terminan quedándose a vivir en la periferia de la capital una vez que logran salir de las pajareras que las empresas les ofrecen como vivienda temporal. La familia de Nancy también sobrevive del trabajo agrícola que todavía presta su padre, un hombre jubilado que pisa los 80 años. Le pagan unos 60 dólares (1.300 pesos mexicanos) a la semana por la tarea, que complementan una magrísima pensión. Toda la familia duerme en un mismo cuarto, en una casita igual de modesta, pero algo más firme. En un costado hay un altar dedicado a los nietos que faltan. La ropa de adolescente alto de Luis Ángel cuelga de una percha junto a la puerta.
[notice]“Río Doce”
Investigar en tiempos violentos
Javier Valdez Cárdenas entra sonriendo y saludando a los mozos del café. Es un hombre alto y panzón que lleva puesto un sombrero que no se quita, un periodista de vieja escuela con varios libros publicados, además de su trabajo periodístico semanal. Él fue uno de los tres reporteros que fundaron Río Doce, un semanario dominical que es referencia obligada del periodismo independiente culichi (gentilicio de Culiacán).
Acomodado y servido, explica que antes de la fractura del cártel de Sinaloa, en 2008, había más margen para el trabajo periodístico. “Pero un día fue como si se armara un pleito armado dentro de tu casa: los amigos, los vecinos, hasta los integrantes de una misma familia se disparaban, los de la sala a los del baño, los del baño a los del patio y los del patio a los de la cocina”, explica Valdez. Se refiere al momento en que los hermanos Beltrán Leyva le declararon la guerra a Joaquín Loera, el “Chapo Guzmán”, acusándolo de ser el responsable de la detención del Leyva mayor, Alfredo, el “Mochomo”.
“En Río Doce aprendimos a reportear así al narco, a conocerlo, a entender el contexto y las pujas internas que mueven a las organizaciones criminales. Como en todo, siempre se trata de saber qué suelo estás pisando. Confirmar la información basándose en una red de fuentes confiables, de buen nivel y de ámbitos distintos, desde la policía, el Ejército, los propios narcos, pistoleros y hasta los abogados que los defienden. Hemos avanzado mucho, pero aún hay demasiado que no se sabe sobre cómo funciona el cártel.”
Valdez plantea que como históricamente hubo una sola organización criminal líder en el estado, no se vivía en Sinaloa lo mismo que en Tamaulipas. Además los narcos de Sinaloa vienen de una tradición de empresa, de negociar y hasta de pagar para usar las rutas de tráfico de otras organizaciones criminales, agrega.
“No hay en Sinaloa una relación de intromisión en la redacción, o una atmósfera amenazante. Lo que sí hay es una línea que aprendes a no cruzar. Si una fuente te pasa un dato, pero a ése ni el Ejército lo toca, ¿qué hace uno? Pues no lo publica. La decisión es saber qué parte de la historia no vas a reportear. La autocensura es sobrevivir, es una forma de no rendirse, de no quedarte contando. Y es, a pesar de lo que parece, una línea que se mueve. Apréndete esto: aquí, ser valiente es ser pendejo.”
En la siguiente reunión semanal de Río Doce cuatro periodistas discuten con Andrés Villareal, el jefe de información, las repercusiones de una amplia cobertura que hicieron el último domingo sobre la podredumbre que empezó a salir de las cuentas públicas del gobernador, Mario López Valdez. A Alejandro Monjardín es al que le toca cubrir las balaceras y los enfrentamientos de la guerra. “Trabajo en Río Doce desde hace un año, pero llevo diez cubriendo estos temas. Antes era muy tranquilo, en comparación, porque ahora hay homicidios todos los días. El pleito del año 2008 nos desconcertó, porque la mayoría de los periodistas nunca habíamos vivido algo así, tanta violencia y miedo, el mismo que sufría la gente en la calle. Todo se hizo más difícil, porque para conseguir la información había que estar en el lugar, rodeado de gente sospechosa, de gente armada y que te ponía en una posición vulnerable. Llegó un momento en que empezabas a reconocer caras conocidas de los que rondaban las escenas de los homicidios. Entonces empezamos a tomar medidas como grupo, entre los periodistas, para cuidarnos”, relata Monjardín.
Después se acabaron las primicias, la competencia entre periodistas. “Si alguno sabía de un homicidio o de una acción del Ejército, nos íbamos todos juntos, de distintos medios, no importaba. Fue la forma que encontramos para trabajar en esa época.” Romper la regla les permitió hacer periodismo en medio de la guerra. “A veces no firmábamos las notas, pero en un equipo chico es muy fácil saber quién escribe, no es una protección efectiva. Lo que sí ayuda es la posición editorial que asume el equipo de trabajo, el medio y la empresa.”
La pelota cae entonces en los pies de Villareal, el editor, quien escucha la entrevista y sonríe porque sabe que le toca responder. “Puedo contestar con un ejemplo. Supimos en noviembre de 2015, a las pocas semanas de ocurrido, del encuentro entre el Chapo Guzmán y Kate del Castillo”, la actriz mexicana que lo visitó cuando estaba prófugo y clandestino, junto al actor Sean Penn, quien lo entrevistó para la revista Rolling Stone. “La historia se reporteó, se revisó y se aprobó periodísticamente, pero cuando le hablamos a Del Castillo nos gritoneó que no inventáramos. No la publicamos porque era muy específica y el Chapo estaba prófugo.”
Villareal afirma que lo que se hace en contextos de riesgo como este es buscar “la nota publicable”. “Editorialmente, esto se hace constantemente. No es una fórmula, es olfato, como dice Ismael Bojórquez, el director del periódico. Nuestros periodistas se han vuelto peritos en el trato de historias de este tipo. No vivimos con la amenaza permanente, como los colegas de Veracruz o Tamaulipas, pero sí hacemos historias de riesgo.”
Para Valdez, de lo que se trata siempre es de “hacer periodismo y punto”. El problema es que no ve una sociedad que esté abrazando al buen periodismo, y se siente algo desolado. “Eso nos hace más vulnerables, que trabajemos semanas en investigaciones y notas fuertes que después ningún otro medio retoma, ¡ni siquiera la oposición política! Por eso pensamos que, si algún día nos hacen algo, tampoco va a pasar nada. Es una convivencia macabra la que nos toca en Culiacán con el narco, pero creo que las palabras, esta vez, se quedan cortitas.”
[/notice]