La carrera de Paul Verhoeven (Holanda, 1938) es lo bastante variada y discutida como para que ningún curioso auténtico deje de sentir ganas de ver sus películas. Entre el viejo y el nuevo mundo, Verhoeven es efectivo y comercial en Robocop (1987) y El vengador del futuro (1990), provocador y polémico en Delicias turcas (1973), El cuarto hombre (1983) y, de otra manera, en Bajos instintos (1992) o en Descontrol (1980). En sus filmes fantásticos no falta la violencia pero tampoco el sentido de la opresión y la lucha contra ella; en aquellos donde el sexo ocupa un lugar central, su mirada es explícita, cruda, siempre inquietante. Además, que Showgirls (1995) haya ganado ese año los Golden Raspberry Awards –dedicados a las peores películas del año– en siete rubros, incluyendo peor película y peor director, que Verhoeven, deportivamente, se haya presentado en la ceremonia para recibir su trofeo a peor director, y que asimismo, posteriormente a su fracasado estreno, la película se haya ido convirtiendo en un curioso fenómeno de culto (“cumbre del gran arte trash”, según Hernan Schell en Aprender a ver cine, 2013), no deja de ser regocijante. ¿O no?
Elle1 trae al veterano realizador en su mejor forma, con un tema muy de los suyos donde puede aunar sus dos tópicos preferidos –sexo y violencia–, con una actriz dueña de la presencia y los matices necesarios para una historia así, y en Europa, cuyas pantallas tradicionalmente se han mostrado más abiertas a la crudeza que las estadounidenses. Elle es a la vez una película de suspenso, de indagación psicológica de caracteres extremos, retrato familiar y social de aristas peliagudas, y hasta disparadora de conjeturas varias sobre su sustento ético y filosófico. Hay quienes han visto en ella un filme profundamente feminista, y quienes subrayan su carácter misógino. Bueno para armar lío, señor Paul.
En la primera escena, Michéle (Isabelle Huppert) sufre en su casa un violento ataque de un encapuchado que la viola, ante la mirada impasible de su gato. Ejecutiva, dueña o directora de una empresa de creación de videojuegos, y sobre todo dueña y directora de su propia vida, tiene un ex marido escritor frustrado (Charles Berling), un hijo (Jonas Bloquet) sometido en partes iguales a ella y a su berrinchuda novia, un amante que es además el esposo de su mejor amiga (Anne Consigny), y un amable vecino (Laurent Lafitte), casado con una rubia muy religiosa. Tiene además una madre (Judith Magre), una anciana pintarrajeada que vive con un hombre menor que su hija. Sobre todos ellos aletea Michéle con serena frialdad –revela como si nada, durante una cena, a sus amigos y a su ex esposo que fue violada; le dice a su amiga que se está acostando con su marido, o a su hijo que el bebé que tuvo su novia no es de él–, que puede incluso, en el crudo trato con su madre, rozar la crueldad y combinar la sobreprotección con cierto desprecio, como el que dispensa a su hijo. Michéle se niega a dar cuenta a la policía del ataque sufrido, y comienza una investigación discreta por su cuenta, empezando por sus empleados, entre los que sospecha amores y odios, sobre todo a partir de un sucio video en que se le pone su cara a una mujer violada por un monstruo. Gélidamente esa mujer autosuficiente persigue al perseguidor, y habrá más de una sorpresa, narrativa y emocional, en el desarrollo de esa búsqueda.
El filme dará razones para entender, en parte, ese carácter de Michéle. Tuvo un padre que, inexplicablemente, hizo cosas atroces, y a lo largo de la película se verificará que los hombres con los que se relaciona son, como el violador, también inexplicablemente atroces –es decir, no hay nada a la vista para explicar sus brutales conductas, con lo que se asienta la idea religiosa del mal, que late durante toda la película–, o son débiles y casi incapaces. No se crea sin embargo que esta película es un puro drama; sí lo es, pero además del suspenso, el humor negro la cruza constantemente; la fiesta de Navidad, o la escena en que van a dispersar las cenizas, entre otras, combinan lo ridículo y lo trágico de manera ejemplar. Todo sucede en un clima de tensa espera, que vuelve más intensos los estallidos. Huppert, postulada al Oscar por este papel, le pone a su personaje ese indefinible sello suyo donde se mezclan frialdad, elegancia y una intensidad que se sospecha pero nunca se deja fluir. He dudado más de una vez, cuando se afirma que Huppert es una gran actriz, si en realidad no es más que nada una gran presencia, alguien que en cada película es ella misma, o un personaje, siempre más o menos igual, pero cuyos acentos han sabido aprovechar directores como Pialat, Godard, Chabrol o Haneke. Es que, como decía Chandler a propósito de Humphrey Bogart, a ella le basta con “estar ahí”. Y cómo está.