Uruguay va, lentamente, encontrándose con su propia sombra en este Mundial ruso. Podrían ensayarse distintas formas de explicación de por qué Uruguay, en la madurez del “proceso Tabárez”, está –por ahora declarativamente– intentando jugar con un poco más de aprecio por la pelota. Se ha dejado de lado el curioso engendro, sólo existente en Uruguay desde hace décadas, del “volante de marca”, y se plantea un medio campo con jugadores capaces tanto de quitar como de jugar.
Esto va, en la cabeza futbolística del Uruguay actual, igual que en la establecida en los años setenta, ochenta y noventa del siglo XX, “a contrapelo de la historia”. Según lo que piensa la mayoría de la afición, y la totalidad aparente de los periodistas deportivos, Uruguay “siempre fue un equipo de respuesta”, “nunca jugó lindo”, y “siempre jugó de contragolpe”. En ese Uruguay supuesto, y endilgado a un pasado que nunca se visita, los mejores jugadores, se da por sentado, siempre fueron los defensas centrales y, sobre todo, el centre-half, el “5”. Mucho uruguayo hoy está nervioso porque no concibe una selección celeste sin un ropero metedor y raspador en el medio, tal como supone esta afición eran Obdulio Varela, el Tito Gonçalvez y Montero Castillo –o el Ruso Pérez, a quien hemos visto, rengo y sangriento, como arquetipo de ese arquetipo, hace tan poco como en 2010–. En fin. Uruguay no quiere saber de nada con ninguna clase de lujos futbolísticos. Lo cual es raro. Lo único que demuestra, es que Uruguay colectivamente ignora que esa fue una de sus características definitorias cuando ganaba mundiales y copas América en cantidad.
De los cuatro títulos mundiales que ostenta (las famosas cuatro estrellitas sobre el escudo en la camiseta celeste), los cuatro fueron conseguidos hasta 1950. De las 15 copas América de las que aun esta generación se vanagloria, diez (dos tercios) fueron ganadas antes de 1959, y siete (la mitad) antes de 1935. En el primer medio siglo de Copa América se ganaron diez, y en el medio siglo restante (el que coincide, más o menos, con la implantación del mito de la “garra”) se ganaron solamente cinco.
Hasta los años sesenta del siglo XX nadie hablaba de “garra”, ni de “garra celeste” ni de “garra charrúa”. El relato que uno lee hablaba de virtudes futbolísticas, de clase, de calidad, de sabiduría. Esto debería llamar la atención, al menos, sobre un hecho: el relato que atribuye a la “garra” las victorias antiguas del fútbol uruguayo no coincide, temporalmente, con las victorias del fútbol uruguayo. Fue construido a posteriori, por gente que en lo esencial no había vivido los hechos, y que creó un revisionismo histórico notorio. El punto más intenso de este revisionismo es la publicación, a partir del 27 de noviembre de 1969, de la colección Cien Años de Fútbol, en la que un equipo liderado en lo sustancial por Franklin Morales, Eduardo Gutiérrez Cortinas y César L Gallardo reorganizó el pasado, dándole centralidad a Maracaná por encima de los triunfos anteriores, y dedicando un último fascículo a “La garra charrúa”, otro a “Los caudillos”, y otros por el estilo.
EL GRAN FÚTBOL. Pero esa historia deja de lado cualidades centrales, que fueron únicas del fútbol rioplatense, tanto del argentino como del uruguayo. En el origen del fútbol del Río de la Plata, en los tiempos en que se ganaba todo, lo verdaderamente único (sólo se practicaba en este rincón del mundo) era la gambeta. La gambeta es el síntoma del “sorprendente e inigualable dominio de la técnica de nuestros jugadores”. Esto, según Ondino Viera, de quien cito, ocurría “principalmente en las cuatro primeras décadas del siglo, logrado en la intensa práctica con pelota y la fundamental libertad de los jugadores para la creación. Esa persistencia en superar al rival con dribblings y amagues hizo que esos jugadores, aun sin proponérselo, lograran absoluta precisión en el manejo, configurando junto al fútbol argentino una excepción a la regla universal”.
La gambeta nació, inequívocamente, de la necesidad de enfrentar, con físicos más pequeños, el fútbol físico de la escuela británica, que era el único que se jugaba por los teams pioneros, todos de origen británico, por estas regiones a fines del siglo XIX y comienzos del XX. Los hermanos Magariños Pittaluga dan un testimonio muy detallado al respecto, al recordar algo que se dio en los primeros enfrentamientos clásicos entre el fútbol de dominio físico y juego directo de los numerosos británicos que por entonces se alineaban en Peñarol, y los recién aparecidos criollos de Nacional, más débiles físicamente y menos asentados tácticamente. Escribe: “Además Nacional había agregado al juego variantes interesantes hasta entonces desconocidas. Tanto los teams porteños como los montevideanos estaban integrados por jugadores atléticos, de físico soberbio, de estampas imponentes y de cierta pesadez en los movimientos. Su acción se resolvía de acuerdo a las más puras y reglamentadas virtudes del deporte inglés: juego de colocación, de pases largos, de furibundos shots y terribles pechadas. El cuerpo se utilizaba como instrumento de combate ofensivo y defensivo. Recordamos todavía la gallarda humanidad de Jackson colocada en medio del field, como asimismo la de Buchanan (ambos jugadores de Peñarol), expresión soberbia de viril fortaleza. (…) Nacional, compuesto en su mayor parte por jugadores pequeños y ágiles, colocados en cierta inferioridad física frente a sus contrarios, dejó de lado la lucha de cuerpo a cuerpo permitida en ese entonces, amoldándola a sus condiciones. Optó por los esquives, por las combinaciones rápidas y cortas, por las carreras desenfrenadas y por un derroche de actividad. Con ello cobró mayor vivacidad el fútbol, una superior brillantez y más atractivos para las huestes aficionadas que se emocionaban y divertían con las gambetas y astucias de los jugadores. Tanto gustaban éstas y tan buen resultado daban que algunos elementos de los otros cuadros las asimilaron, con lo que se inició la estructuración de un fútbol que culminaría en la era apoteósica del año 1912”.
El segundo factor en la receta del gran fútbol rioplatense que se jugó hasta aproximadamente 1960, cuando la Copa Libertadores con sus mañas y sus violencias se convirtió en el trofeo más preciado, fue un talento y una velocidad notables para el pase corto y la combinación. El “tuya y mía” y el “cortita y al pie” que la tradición ha guardado. Juan Pena, crack de Peñarol (y luego de Nacional) de los primeros años, es la fuente que menciona a John Harley, el escocés que jugaba en Ferrocarril Oeste y pasó al equipo ferrocarrilero montevideano de Peñarol, como quien “enseñó a combinar”, dice Pena. Y agrega que Cantury y Piendibene (centro-forwards de los dos grandes en 1909) fueron los primeros que adoptaron ese estilo. La observación de Pena, referida a los centro-forwards, debe entenderse como que Harley impulsó el tipo de juego de ataque que florecería en 1912. Gallardo cita una fuente más antigua que Harley para el juego de combinación: Carlos Mongay en Nacional, y Ceferino Camacho en Peñarol, ambos alrededor de 1905. En realidad, si bien al igual que en el caso de la gambeta, para la cual la inspiración inicial de Carlos Céspedes, de Nacional, o Rafael de Miquelerena, de Wanderers, puede haber sido notable, lo más probable es que, como toda creación de una cultura colectiva, los intérpretes originales y las chispas de invención del pase corto hayan estado esparcidas, brotando en varios lugares y personas a la vez. Es mucho más verosímil un origen múltiple de las innovaciones. Y en el caso del pase, lo más seguro es que haya sido tomado sobre todo de ver jugar a los equipos de profesionales ingleses que, comenzando con el Southampton en 1906, vinieron al Río de la Plata a exhibir su ciencia futbolera. El impacto inicial de ese fútbol de pases de los pro británicos fue enorme y está registrado en las crónicas. Los argentinos del Alumni lo practicaban un poco ya a comienzos de siglo, pero para los orientales fue algo que se desarrolló entre 1908 y 1912, cuando por primera vez dio frutos admirables y los celestes dominaron por primera vez en todos los enfrentamientos del año con los argentinos.
Todo esto es lo que dio ese asombro de un estilo que conquistó Francia y Europa a partir de Colombes. Hay otros elementos, pero la gambeta y la combinación rápida por abajo es lo que todos los cronistas franceses, italianos, españoles notan y celebran de los uruguayos. Así es como ganaba Uruguay cuando ganaba.
Claro, uno puede inventar luego un mito contrario e imponerlo gracias a la repetición y al ocultamiento de los datos. Pero los datos siguen estando ahí. Las crónicas están, y no dejan lugar a dudas. Esto que, muy tibiamente, estaría empezando a intentar Uruguay en 2018 (parecerse más a sus viejas crónicas de tiempos de victoria) no es un sacrilegio ni es ir contra la historia ni contra las raíces: es intentar volver a ellas. Es difícil que se logre avanzar, debido a la falta de aceptación que tiene esto en el público uruguayo en general, adoctrinado por décadas en sentido contrario. A la primera derrota, se le echará la culpa a Bentancur o a algún otro de elegancia similar y vocación para el juego combinado, y se reclamará volver al “volante de marca”.
Cuando retrocedamos así, y volvamos a insistir en la fealdad que no da resultados grandes, el mundo y especialmente los demás sudamericanos nos alentarán. Para ellos ha sido un gran negocio que Uruguay les regalase el cien por ciento del espíritu del gran juego histórico rioplatense a los argentinos, y se conformase con una versión patética de sí mismo, que además no coincide con los hechos que dice evocar.