No es la primera vez que este monólogo escrito por Jorge Denevi se lleva a escena, y seguramente no será la última. La personalidad de Oscar Wilde y el poder de observación de Denevi justifican la revisión. Como también vale la pena recordar que el cine inglés, por su parte, se supo ocupar de la vida del novelista, dramaturgo y poeta nacido en Dublin en 1854 y fallecido en París en 1900. El hombre del clavel verde, escrita y dirigida por Ken Hughes a comienzos de la década del 60, contaba con un muy elogiado Peter Finch en el papel protagónico. Es que la obra de Wilde siempre es digna de repasar por el poder de su agudeza, la permanente ironía de su discurso y el espíritu de reflexión que era capaz de despertar en lectores y oyentes a través de textos como El retrato de Dorian Grey, Un marido ideal, El fantasma de Canterville, El abanico de lady Windermere y La importancia de llamarse Ernesto. Una lista en la que siempre habría que incluir La balada de la cárcel de Reading, en la cual daba a conocer su amarga experiencia en prisión, al cabo de un sonado juicio al que lo condujera su relación con un miembro de la nobleza. Orador incansable, había que seguirlo, asimismo, en sus recorridas por regiones que incluyeron remotos poblados de Estados Unidos, brindando charlas y conferencias en las que su pensamiento se daba la mano con la elocuencia y la gracia que lo distinguían.
Las oportunas referencias a la labor del escritor y a la incansable vivacidad de su decir salen a relucir en el trabajo de Denevi, a lo largo del cual el personaje comparte con los espectadores las serias dificultades que su condición de gay le trajo en la Inglaterra del siglo XIX. Bajo la atenta dirección de Daniel Romano y con una adecuada vestimenta ideada por Nelson Mancebo, Alejandro Martínez se entrega a la silueta encomendada con equilibrada carga de energía y el permanente sentido de la comunicación que le permite a su Wilde relatarle intimidades a una platea que se vuelve cómplice. La tarea de Romano incorpora oportunas voces en off y detalles visuales que, unidos a los repentinos desplazamientos de Martínez por el espacio, inyectan movimiento e interés a estas memorias. Como tantas de las figuras que supo imaginar, desde la legendaria Salomé hasta el pícaro fantasma de Canterville, todo lo que el evocado tiene para contar puede provocar la sonrisa o la carcajada para, poco después, tocar el corazón del espectador, que llega a empatizar con sus sufrimientos en la no tan civilizada Inglaterra de sus tiempos.