En Ida (2013), primera y premiadísima película realizada en su Polonia natal, el director Pawel Pawlikowski –formado en Gran Bretaña, en la que realizó documentales y filmes de ficción– apostó por un lenguaje y un formato afín al cine polaco de fines de los años cincuenta, de los tiempos del Wajda de Kanal y Cenizas y diamantes. Cinco años después Pawlikowski vuelve con esta película1 a echar mano a los recursos formales de aquel cine del pasado, aunque exasperándolos, jugándolos al extremo, a la vez que condensa y aprieta una trama con un único tema, cuyas ramificaciones en todo caso quedan en parte por cuenta del espectador, habida cuenta del entorno geográfico y político en que aquél se desarrolla. La historia del amor entre el pianista Wiktor (Tomasz Kot) y una joven bailarina y cantante, Zula (Joanna Kulig), a través de sucesivos períodos que empiezan en 1949 y culminan en los años sesenta, se dibuja en una oscuridad ambiental casi perenne, con los tramos luminosos correspondiendo apenas a los espectáculos musicales, que abundan: desde canciones y danzas folclóricas polacas y rusas hasta el primer rock, pasando por el jazz interpretado por Wiktor en boliches parisinos. La posguerra y el estalinismo son el telón de fondo del comienzo, seguidos por la afirmación del régimen comunista y la Guerra Fría del título, que continúa más adelante, aunque aquí ya presente una relativa apertura que permite una reunión de los amantes fuera de Polonia. Pawlikowski, que ha hecho referencia a la similitud entre lo que narra su película y lo que vivieron sus padres, no aclara ni explica, sólo muestra. Wiktor opta por refugiarse en Occidente aprovechando una actuación en Berlín oriental, pero Zula no lo sigue –la escena en que el hombre espera a su amada para cruzar con ella la división este/oeste trasmite con notable sencillez una absoluta devastación–, y no sabremos por qué Zula no acude a esa cita definitoria. Entre ambos hay pasión pero también enigmas que provienen exclusivamente de la mujer, y más allá de una escena bastante al comienzo –cuando Zula le revela a Wiktor que está ahí porque lo ama pero que además debe trasmitir datos sobre él a Kaczmarek, especie de productor-director-comisario político cuya burocrática sombra acompañará, de costado, todo el desarrollo de la relación de los amantes–, el porqué de las decisiones de esa muchacha de apariencia luminosa nunca llegará a proporcionarse. Todos los porqués de Zula componen una gran elipsis que, forzando las interpretaciones, pueden asimilarse al nulo conocimiento que desde este lado de la cortina de hierro se tenía sobre el día a día o los sentimientos de los habitantes del otro lado. Irse, quedarse, resistir, permanecer, huir, son incógnitas que sobrevuelan ese vaivén de música y encuentros/desencuentros, siempre mostrados en un formato y unos tonos –impresionante la fotografía de Lukasz Zal– que parecen señalar: esto es el pasado, así fue el pasado, y sólo así lo podemos ver, con la visualidad que nos ha dejado el cine. Y que, si es insuficiente para entender, es más que suficiente para hacer sentir. Ese amor de posguerra, refugiado en un buscado ejercicio de estilo y en una manifiesta contención argumental, golpea de todas maneras con su austera poesía y su extraña sensación de perennidad.
- Zimna wojna. Polonia, 2018.