Si se piensa con extrema objetividad, la pena de muerte coloca a sus ejecutores en una posición similar a la de aquel que comete un asesinato, ya que nadie –ni el criminal ni sus verdugos–, más allá del castigo que representa la prisión, tiene derecho a quitarle la vida a un semejante. Por cierto que el tema en cuestión ha originado planteamientos y discusiones a través de la historia y, aunque no todo el mundo se ha enterado, en nuestro país, una reciente encuesta reveló que un 43 por ciento de los uruguayos apoya la pena de muerte, una cifra que se eleva al 57 por ciento en el caso de ciudadanos de entre 16 y 34 años. Tales números y lo que expresan inquietaron tanto a la autora y directora Ana Pañella como para instarla a reflexionar acerca de las contradicciones del ser humano cuando se trata aquello de “castigar a los culpables”. La lectura de un ensayo de René Girard sobre Hamlet, de Shakespeare, la empujó finalmente a escribir el presente texto, en el que se confirma que el protagonista shakespeariano, al enterarse del asesinato de su padre, da muerte al culpable, su propio tío, como único camino para restablecer la justicia en una Dinamarca que, de todas maneras, no dejará de oler mal.
Pañella propone la aparición de cuatro actores que ensayan Hamlet en un espacio donde –además de las alusiones a un protagonista que castiga al autor de una muerte con una ejecución que lo convierte, también a él, en asesino– salen a relucir las relaciones del joven príncipe con su madre, con Ofelia y demás personajes. Mientras el cuarteto de intérpretes se desdobla en varias de las siluetas involucradas y lleva adelante el ensayo teatral en cuestión con las interrupciones que el trabajo y el significado del tema traen consigo, el espectador se siente tentado a trazar paralelismos con realidades quizás más cercanas y a arribar a conclusiones que Pañella insinúa con la libertad que todo el asunto le permite.
La utilización del escenario y del resto de la propia sala les da pie a María Elena Pérez, a Pablo Rueda, a Rodolfo Agüero y a Candela Hernández para moverse y expresarse con desenvoltura y compromiso a lo largo de una puesta que involucra no sólo el abordaje de diferentes escenas del texto tradicional –valdría la pena incluir más pasajes de este–, sino también el quiebre de aquellas con el fin de brindar referencias al trabajo de los mismos actores, que resulta realmente exigente. El resultado reúne atractivos suficientes para que, finalizado el espectáculo, la concurrencia medite acerca de varios de los grandes males que continúan aquejando a la humanidad, entre ellos, la pena de muerte.