El protagonista es un modesto trabajador que, en los ratos libres, alimenta la gran pasión de cantar tangos como lo hacía su muy admirado Carlos Gardel. El hombre se encuentra en tren de ensayar con total entrega porque, aunque hasta hace poco tiempo no había tenido la oportunidad de demostrar su arte fuera de un círculo íntimo, ahora, al parecer, le llega un llamado para efectuar una presentación en público, para la cual, se le comunica, deberá contar con un acompañamiento musical.
A pesar de que el llamado no resulta demasiado claro y nadie sabe con exactitud cuándo llegará el acompañante para el recital en cuestión, el desconocido artista se prepara a recibirlo al tiempo que se lanza a desgranar, a capela, partes de las canciones que piensa interpretar. Si bien su descreída familia se ha evaporado de los alrededores, un amigo sí viene a charlar con él en medio de la agitación del momento.
El visitante se muestra, asimismo, escéptico con respecto a la validez de la invitación recibida por el cantante y hasta revela ciertos signos de estar allí para disuadirlo con respecto a todo el asunto, acompañamiento incluido. Sin embargo, el entusiasmo de su anfitrión y la desmedida energía que despliega al expresarse, canturrear y desplazarse por la habitación, impresionan al recién llegado a extremos que conviene no revelar.
A la concurrencia le queda entonces la invitación a reflexionar acerca de la necesidad que cada uno tiene de soñar y del empeño para lanzarse a cumplir con los dictados de la vocación; también se aborda el problema de hasta dónde se extiende el sentido de la verdadera amistad.
El dramaturgo es el argentino Carlos Gorostiza (1920-2016), autor de títulos tan recordables como Aeroplanos, Los hermanos queridos y El pan de la locura, entusiasta de un realismo en el que nunca falta un toque especial de creíble fantasía. El director Carlos Viana sabe captar el espíritu de Gorostiza con el ímpetu del caso a lo largo de una versión que Roberto Bornes y Daniel Cabrera, sus dos únicos actores, emplean con reconocible entrega en la bien aprovechada planta escénica diseñada por Jorge Hirigoyen para el espacio del remozado Arteatro de la calle Canelones. La banda sonora concebida por Carlos García aporta la atmósfera adecuada para rodear o anticipar los despliegues canoros del propio Bornes en el papel del decidido artista que, con sus exclamaciones y arranques, demuestra estar dispuesto a todo para salirse con la suya. A su lado, Cabrera maneja muy bien las dosis de cautela de un personaje que, en el fondo, no deja de transparentar la fuerza de una amistad que ejerce una gran influencia sobre el ansioso cantor. Uno y otro, en realidad, cumplen el cometido de convocar al espectador a compartir lo que sucede en escena y, quizás, a recordar experiencias –artísticas o no– en las cuales intentó convertir un sueño en realidad.