Los problemas de los inmigrantes que, apremiados por las necesidades económicas, llegan a un país y se encuentran con parientes y compatriotas que los precedieron son el importante punto de partida de innumerables historias que retratan sus dificultades. A oídos del propio dramaturgo estadounidense Arthur Miller, él también hijo de inmigrantes, llegó el relato de estos hechos, que lo empujó a escribir esta obra. Para plasmar el proyecto sintió la necesidad de recoger elementos de la tragedia griega, que parecía tentarlo con la similitud de ciertos acontecimientos que asomaban en la trama. Más allá de los obstáculos para adaptarse a nuevos suelos y los consabidos trámites para obtener la residencia en el país elegido, al autor de La muerte de un viajante y Las brujas de Salem le interesaba analizar la relación amorosa de un joven italiano recién llegado con una chica de la comunidad ítalo‑neoyorquina. El naciente vínculo despierta crecientes celos en el tío de la muchacha, a extremos que Miller retrata con la sutileza y la contundencia que lo caracterizan. El amor, el odio, la vida, la muerte y los tonos de un sentimiento de índole incestuosa se dan cita a lo largo de un desarrollo que, desprovisto de subrayados, prueba que la tragedia puede irrumpir con explosiva fuerza en el ambiente cotidiano del hogar.
El ambiente, las situaciones, el conflicto y la definición de personajes se integran con maestría en un texto que, en los comienzos de la década del 60, el realizador Sidney Lumet supo llevar a la pantalla y que ahora el director Jorge Denevi acierta en desplegar con la visión panorámica que le ofrece el ancho escenario de la sala elegida. Allí se ubican los desplazamientos de los integrantes del clan familiar, de quienes los visitan y de Alfieri, testigo y relator de los hechos. La simple pero expresiva escenografía concebida por Nelson Mancebo, la inspirada iluminación de Eduardo Guerrero y el aprovechamiento del amplio espacio dibujan las características de un espectáculo en el cual, más allá de las palabras, el caminar, el peso de los gestos y ciertos instantes de silencio conviven con significativa potencia.
El estupendo rendimiento del elenco adquiere especial relieve a partir de la labor de Álvaro Armand Ugón en el papel de Eddie, el torturado anfitrión, que no siempre acierta en darse cuenta de todo lo que sucede. Lucía David de Lima, como su mujer, y Renata Denevi, como la sobrina involucrada en el imprevisto triángulo, completan el intenso cuadro familiar que el personaje de Alfieri, confiado a Sergio Pereira, contempla con la objetividad del caso, al tiempo que asoman las siluetas intrusas que Rodolfo Agüero y Emilio Pigot manejan con desenvoltura. Es mérito de Miller y, por cierto, de Denevi lograr la verosimilitud necesaria para que la tragedia se despliegue, terrible y catártica, ante los ojos del público.