Por lo general, a nivel cinematográfico, la Primera Guerra Mundial se encuentra opacada por la Segunda. Las razones son varias: en primer lugar, como en la Primera no participó Estados Unidos, no se dan las pautas para que Hollywood desarrolle despliegues cinematográficos heroicos y complacientes; en segundo lugar, no existían aún los nazis, quienes se han convertido en el enemigo más demonizable y común. Es, entonces, particularmente extraño encontrarse con una película de este porte,1 con el foco puesto en la contienda desde las trincheras, como también lo fueron las excepcionales La patrulla infernal (1957), de Stanley Kubrick, y Caballo de guerra (2011), de Steven Spielberg.
La idea de filmar el metraje íntegro de una película para dar la ilusión de que se trata de un único plano secuencia ininterrumpido no es para nada novedosa. Últimamente este tipo de producción ha proliferado con resultados desiguales. El recurso lo inauguró Hitchcock en La soga, pero también lo utilizaron otros directores, como Alejandro González Iñarritú (en Birdman), Sebastián Schipper (en Victoria), Erik Poppe (en Utoya, 22 de julio) y hasta el uruguayo Gustavo Hernández (en La casa muda). Aquí el efecto es alucinante: como si se tratase de un videojuego de mundo abierto o de uno bélico especialmente detallista, como las diferentes entregas de Call of Duty, los planos secuencia recrean notablemente un episodio de la Primera Guerra Mundial al norte de Francia. Extensas trincheras, viviendas y edificios semiderruidos (y semihabitados), un gran cráter repleto de lodo y cadáveres, y un refugio subterráneo plagado de ratas fueron construidos especialmente, con atajos y paredes desmontables, para que la cámara pudiese trasladarse. La minuciosidad general aporta realismo al cuadro y convierte el visionado en una experiencia inmersiva y sensorial, al punto de que los pequeños detalles, como el sabor de la leche, las nubes de moscas sobre los caballos muertos, el barro resbaladizo, el contacto con las pútridas entrañas de un cadáver y el denso polvo luego de una explosión, se tornan vívidos. El director británico Sam Mendes (Belleza americana, Revolutionary Road) logró la increíble proeza de recrear un momento histórico determinado con una inmediatez y un respeto por el detalle sobresalientes. Tanto el trabajo de fotografía del veterano Roger Deakins como el diseño de producción de Dennis Gassner se llevan los aplausos como nunca antes, lo que propicia la singular sensación de que el espectador está participando de la misión encomendada a los protagonistas. El tono oscila notablemente entre la oscuridad más inquietante, propia de una película de terror, y la tensión de los ejercicios bélicos más intensos, con momentos de calma, distensión y una envolvente belleza compositiva.
La historia está basada en las anécdotas del abuelo del director, quien a los 16 años participó en la guerra, muchas veces llevando mensajes a través de “tierra de nadie”. Como medía poco más de un metro sesenta de altura, tenía la ventaja de poder esconderse con facilidad e incluso pasar desapercibido, bajo la niebla, para los aviones enemigos que surcaban la zona. A nivel argumental, 1917 plantea una historia bastante pequeña y sin demasiada profundidad, pero esto quizá sea todo un mérito cuando este tipo de producción rebosa de pretendida importancia y solemnidad. Las extenuantes peripecias de un individuo anónimo en una misión casi suicida pero crucial para salvar 1.600 vidas permanecen ocultas en un universo en el que cada individuo hace a diario lo imposible por sobrevivir, bajo un estrés continuo, viendo morir compañeros, esquivando balas y sepultados en el barro, comiendo mal y con severas dificultades para conciliar el sueño.
1. 1917. Reino Unido/Estados Unidos/India/España. 2019.