Cuando encontraron el cuerpo de quien después sabríamos que era Eduardo Bleier, me encontraba en Atenas. Antes de eso, había pasado un par de semanas en Estambul. En ambas ciudades me había sentido fascinada y agobiada por la densidad de su pasado, por las marcas de su historia brotando en todos lados. Empecé a preguntarme sobre el límite de estas: ¿cuántas memorias puede albergar una ciudad?, ¿hasta cuándo podremos verlas?, ¿qué nos dicen?
No era la primera vez que, viajando, intuía en los silencios de las personas y en las huellas casi imperceptibles de los lugares destellos de sus pasados. Muchas veces no sabía nada de su historia, pero igual lograba sentirla en el aire. Especialmente las heridas y los dolores de lo que no se dice.
Como cuando llegué a Guatemala: supe de la violencia contra los grupos indígenas y del número gigantesco de desaparecidos a través de la mirada de la gente. Bien al final de las pupilas y más allá de sus palabras amables y sonrisas grandes, había algo que la delataba. Una sensación parecida pero más generalizada fue la que frenó mis paseos de domingo soleado en una ciudad del centro-norte de México.
La distancia identitaria me permitía captar mejor estas sensaciones estando en otros países, pero, en realidad, se trataba de algo muy familiar para mí. Desde muy chica que siento, cuando me invade la angustia, que con ella se destraba algo más profundo que mi propia vivencia.
Dorotea Gómez Grijalva (2018) sostiene al respecto: “Reconozco a mi cuerpo como un territorio con historia, memoria y conocimientos, tanto ancestrales como propios de mi historia personal”.1 Lo escribe luego de años de consultas médicas y terapias varias para tratar innumerables dolencias que vivió desde niña. Logró calmarlas recién cuando pudo vincular esos dolores físicos con las situaciones de extrema violencia en las que había estado inmersa su comunidad maya desde antes de su nacimiento. Y especialmente cuando pudo nombrarlos.
Profundiza un poco más cuando dice: “Considero mi cuerpo como el territorio político que en este espacio-tiempo puedo realmente habitar, a partir de mi decisión de repensarme y de construir una historia propia desde una postura reflexiva, crítica y constructiva”.2
Dorotea me acercó las palabras que necesitaba para formular lo que me rondaba, pero no sabía cómo decir: ¿cómo podremos habitar nuestro cuerpo, construir nuestra vida, nuestra historia, lo que sea, sin nombrar los dolores que nos atraviesan? O a la inversa: ¿para qué sirve la memoria si no es para situarnos y recordar lo que de verdad importa y nos sostiene? La conciencia de lo que duele y lo injusto es el primer paso para dimensionar la potencia de lo que efectivamente nos hace bien, lo que queremos cuidar.
Decido entonces, a mis 31 años, repensarme y construir mi propia historia junto con los dolores y la fuerza que despierta la memoria de los cuerpos. Los recuperados, que nos devuelven las palabras. Y los desaparecidos, que en su silencio nos piden que los nombremos. Sabernos juntos, como parte del mismo cuerpo colectivo, es la llave para construir nuestra propia narrativa.
1. Dorotea Gómez Grijalva (2018), Mi cuerpo es un territorio político. Derrames Editoras, Buenos Aires, página 12.
2. Ib, página 13.