La confluencia de los apaleados - Semanario Brecha

La confluencia de los apaleados

Los debates de la izquierda francesa frente al racismo de Estado.

Manifestantes franceses con el puño en alto durante una protesta en contra de la violencia policial / Foto: Afp, Remy Gabalda

La muerte por asfixia del negro estadounidense George Floyd en Mineápolis a manos de un policía blanco fue en Europa el puntapié inicial de manifestaciones y ataques a monumentos de figuras emblemáticas del pasado colonial. Como en Estados Unidos, el racismo y la brutalidad policial son los ejes del movimiento, pero en países como Francia volvieron al primer plano los debates sobre la identidad, el universalismo, el comunitarismo y la confluencia de las luchas.

En Londres, París, Viena, Bruselas, Zúrich y Berna fueron decenas de miles los manifestantes que salieron a las calles para protestar por el asesinato de George Floyd. En Francia se produjeron las marchas más numerosas. Y, una vez más, los debates más intensos.

En París, el 2 de junio se habló de más de 40 mil personas reunidas, a pesar de la prohibición pandémica, por el llamado del Comité Verdad y Justicia para Adama Traoré, en homenaje a un joven de origen maliense asesinado en 2016 por la Policía en condiciones bastante similares a las de Floyd (“No puedo respirar”, le dijo a un gendarme que le apretaba el pecho con la rodilla). Según la crónica del diario Libération, los concentrados eran sobre todo jóvenes, una mezcla bastante pareja de blancos y racializados, reunidos para protestar contra la violencia policial y decir que el racismo en Francia es un fenómeno estructural.

Una semana después, otro acto, convocado por Sos Racisme, la organización “oficial” del antirracismo, surgida con fuerza a comienzos de los ochenta pero convertida después en un grupo con escaso contacto con los barrios populares, agrupó a toda la izquierda política: postrotskistas del Nuevo Partido Anticapitalista, comunistas, socialistas, ecologistas, Francia Insumisa y grupos antirracistas de diverso pelaje se dieron cita en varios puntos de la capital francesa. Sólo algunos de ellos (insumisos, ecologistas) estarían presentes en una nueva y masiva concentración convocada el 13 de junio por el Comité Adama. Desde hace años el antirracismo en Francia tiene profundas divisiones.

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Aunque disientan sobre su alcance, la denuncia de la violencia policial, eso sí, los unifica a todos. Los franceses no tienen que recurrir a ejemplos extranjeros para poner en el tapete el tema de la violencia de las fuerzas del orden. La suya es, desde hace mucho tiempo, la Policía más violenta de Europa, la más tecnificada, la más sofisticada en cuanto a métodos de represión. Datos del propio Ministerio del Interior indican que en 2018 la Policía disparó 19.700 balas de goma contra civiles que se manifestaban –480 veces más que una década antes– y utilizó 50 veces más granadas que en 2009.

Los blancos de esa represión fueron los chalecos amarillos, pero también los sindicalistas y los jóvenes de los barrios populares. Contra ellos la Policía ha multiplicado el uso de armas a las que llama no letales, como las pistolas Taser, las granadas, las balas de goma, los gases. “Han matado esas armas ‘no letales’. Y, sobre todo, han dejado un reguero de cuerpos mutilados, de personas sin dedos, sin una mano, sin ojos”, dice Paul Rocher (Mediapart, 5-VI-20), un economista que acaba de publicar Gazer, mutiler, soumettre (Gasear, mutilar, someter), un libro en el que da cuenta del “aumento fenomenal de la violencia policial” en Francia en los últimos años y la voluntad manifiesta de los distintos gobiernos de apostar a una intensificación de la represión.

Salvatore Palidda, profesor de sociología en la Universidad de Génova, inscribe la escalada de la violencia policial en un modelo de dominación que necesita cada vez más de un aparato de represión fuerte incluso en países en los que el discurso oficial va en sentido contrario, como Francia. “El ‘menos Estado y más mercado’ refuerza, sin embargo, al Estado y a su aparato militar y policial al ser indispensables a la dominación de lo privado […] y al disciplinamiento social”, escribe el universitario italiano en su blog en Mediapart (12-VI-20). Todas las Policías europeas y todas las Policías de la Otan “han sido dotadas de dispositivos, medios, recursos y entrenamiento militar-policial”, dice Palidda. Y compara las modalidades represivas adoptadas en Europa, en especial en Francia, con las empleadas por los israelíes contra los palestinos (“por ejemplo, proceder a muchas detenciones, provocar numerosos heridos y cada tanto algunas muertes”).

Otro italiano, el periodista Antonio Mazzeo, constata lo mismo. “Las imágenes de Mineápolis son absolutamente idénticas a las que se registran diariamente en Jerusalén, Gaza, el Golán y Líbano, donde actúan impunemente las fuerzas de la Policía y los militares israelíes”, escribió en su blog. La Policía, los militares y los servicios de inteligencia israelíes, recuerda este periodista especializado en temas de geopolítica militar, formaron a sus semejantes de varios estados de Estados Unidos y países europeos, así como de América Latina, en el manejo de multitudes y técnicas represivas. Entre las fuerzas de seguridad francesas y las israelíes hubo un intercambio y una cooperación constantes a lo largo de las últimas décadas. En los sesenta y los setenta, los militares franceses introdujeron a las fuerzas de seguridad israelíes (y latinoamericanas)1 en las técnicas de contrainsurgencia, y ahora los israelíes les devuelven el favor.

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En Francia, por otra parte, apunta Salvatore Palidda, “la readaptación de la Policía colonial durante la guerra de Argelia condujo a la proliferación de las Bac (brigadas de acción criminal), que vienen actuando a sus anchas en las periferias” urbanas contra los jóvenes nacidos de la inmigración.

El racismo de la Policía francesa no es fruto de “algunas ovejas negras”, como acaba de afirmar el ministro del Interior, Christophe Castaner, y como sostienen algunos grupos de la izquierda política, como el Partido Socialista, sino una conformación cultural, una marca estructural, escribe David Dufresne. Periodista, novelista y documentalista, desde hace años investiga la “represión a la francesa”. En 2019 creó una suerte de observatorio de la violencia policial durante la represión de los chalecos amarillos.

Algunos policías se están preparando para una guerra civil, dijo Dufresne la semana pasada, citando mensajes intercambiados en las redes sociales por miles de uniformados y revelados por Mediapart, Street Press y Arte Radio. En uno de ellos, un policía proclamaba: “Viva la guerra civil. No sólo la diversidad lo pagará caro, sino también la izquierda. Vamos a tener que eliminar a estos hijos de puta”. Otro cuenta que en su casa tiene rifles de asalto. Otro, que con los árabes hay que hacer como se hace en Estados Unidos con los negros: “Molerlos a patadas, apretarlos contra el piso con una buena llave”. “Ahogarlos”, comentó otro.

El 8 de junio el ministro Castagner anunció que la técnica del estrangulamiento ya no será enseñada en las escuelas de Policía francesas. También afirmó que se suspenderá de inmediato “a los agentes que tengan comportamientos racistas”. Los sindicatos policiales mayoritarios reaccionaron advirtiendo que no se podía privar a las fuerzas de seguridad de los medios de control que han probado ser eficaces que, si bien entre ellos “hay algunos racistas”, la mayoría no lo son y que se sentían “desalentados” por la “insolidaridad” del gobierno.

Medios conservadores, como el diario Le Figaro, denunciaron que Castagner estaba cediendo ante los manifestantes. Y el miércoles 17 la extrema derecha aprovechó los enfrentamientos violentos “a la americana” en la ciudad de Dijon entre grupos de dos comunidades, la chechena y la magrebí, y choques entre la Policía y los sindicatos de enfermeros para hablar de caos y un país a merced de minorías y sindicalistas, pedir la renuncia del ministro del Interior y reclamar la mano dura para “restaurar el orden”.

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“Es obvio que no todos los policías son racistas y que no todos son violentos, pero lo que hay que ver es el comportamiento global de la institución. La denuncia de las violencias policiales no apunta a tal o cual individuo concreto, sino a la sistematicidad con la que la institución toma como blanco a grupos precisos de la población. En ese sentido sí se puede afirmar que hay un racismo estructural en la Policía, como lo hay en la sociedad”, dijo en una entrevista en Mediapart (8-VI-20) Nadia Yala Kisukidi, una de las pocas filósofas negras que ejercen en Francia. “La propia idea de que un cuerpo negro pueda ser un cuerpo pensante debe recorrer todavía un largo camino en Francia”, donde el universalismo, la igualdad de todos ante la ley y el laicismo son conceptos muy arraigados en el discurso, pero muy poco en la realidad, afirmó en la Universidad París VIII.

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Nadia Yala Kisukidi estuvo presente en la gran concentración parisina del 2 de junio organizada por el Comité Adama. Libération (12-VI-20) habló de “acto histórico”, de “pequeña revolución en el terreno militante y en el debate intelectual” y del surgimiento de una “nueva generación de activistas”, que aspira a “una confluencia entre todos los combates (antirracista, feminista, social, ecológico, descolonial)” y no a que cada cual vaya por su lado, rancho aparte con sus reivindicaciones en bandolera. En Francia habría sonado, sugería el diario Libération, la hora de la interseccionalidad, ese concepto surgido en Estados Unidos a fines de los ochenta para “sacar a la luz del día los complejos mecanismos de la discriminación, cruzando y combinando las grandes categorías sociales (sexo, clase, raza, edad, orientación sexual)”.

Hay una gran diferencia entre las movilizaciones de ahora y las de décadas atrás, cuando también se marchaba todos juntos, pero las distintas categorías eran invisibilizadas detrás de la noción de clase, piensa Kisukidi. Entremedio pasaron las grandes movilizaciones feministas, las revueltas de los jóvenes de la inmigración, los movimientos Lgtb, el ecologismo social. Años, lustros, les costó a las izquierdas políticas aceptar eso que se llamó “autonomía de los movimientos sociales”. Todavía les cuesta, pero con el antirracismo hay un problema especialmente grosso.

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Lo que pasa con el nuevo despertar del antirracismo, dijo a Mediapart una militante del Comité Verdad para Adama Traoré, es que pega en el corazón mismo de un discurso republicano y universalista que desde hace más de dos siglos es “como la segunda piel del francés medio”. Es curioso que las dirigencias políticas, de centroizquierda y centroderecha, tengan una causa común en negar la existencia en Francia de un racismo sistémico, afirmó. En este país, coincide Nadia Yala Kisukidi, hay “una retórica de la negación que consiste en decir que, como la república es ciega al color de la piel, no puede haber discriminaciones sistemáticas que afecten a grupos precisos”. Cuando uno lo denuncia y dice que sí las hay, “se le responde, en el mejor de los casos, que está inventando y, en el peor, que está inyectando el veneno de la separación en el ideal unificador de la república”.

Eric Fassin, profesor de sociología en París VIII, cita en Libération (10-VI-20) un informe de 2017 del defensor de los derechos, una suerte de ómbudsman, que afirma que en los barrios populares los jóvenes negros o árabes son controlados por la Policía 20 veces más que los blancos. “Tanto para comprender el racismo como para comprender el sexismo, hay que partir del punto de vista de quienes lo sufren”, dijo Fassin.

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En esa delgada línea roja que delimita campos se mueven, desde hace unas cuatro décadas, distintas sensibilidades del movimiento antirracista francés, que aún hoy tienen dificultades para encontrar un terreno común más allá de la denuncia de los atropellos policiales y los ataques de la ultraderecha. “Las asociaciones del tipo de Sos Racisme tratan el racismo como un mero comportamiento desviado que se debe corregir. Aunque reconozcan que hay elementos estructurales que provienen de la historia colonial, no cuestionan el funcionamiento de las estructuras sociales”, dijo Patrick Simon, investigador en el Instituto Nacional de Estudios Demográficos.

Es este tipo de grupos el que recibe subvenciones públicas, apunta Samir Hadj Belgacem, profesor en la Universidad Jean Monnet, de la ciudad de Saint Etienne. “En cambio, organizaciones como el Comité Adama, que provienen de familias directamente impactadas por la violencia policial y el racismo, no tienen dinero, se autoorganizan y tienen un eco importante en los sectores populares”.

A estos jóvenes de las periferias urbanas el discurso republicano, universalista, supuestamente integrador y proveniente de las viejas dirigencias políticas comprometidas en mayor o menor grado con el pasado colonial les suena vacío, irreal y provocador. “Ellos sienten en su propia piel que categorías como la de privilegio blanco –para hablar de los beneficios que reciben en los hechos quienes no son árabes, negros ni gitanos–, la de racismo de Estado y otras del mismo tipo utilizadas tan comúnmente en Estados Unidos tienen mucho más que ver con su realidad cotidiana que la reivindicación de una república integradora que piensan que los ha traicionado o que es más papel mojado que otra cosa”, dijo una militante del Comité Adama.

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La izquierda política, desde la más moderada hasta la más radical, nunca ha logrado moverse con comodidad en el terreno del movimiento antirracista, que actualmente está viviendo un nuevo punto alto, constata Mediapart. “Desde el Nuevo Partido Anticapitalista hasta el Partido Socialista, pasando por Francia Insumisa, los temas relacionados con la laicidad, el velo y la práctica del islam han fracturado profundamente a las distintas organizaciones”, observa el portal. (La muy buena serie Baron Noir –presentada a veces como una “House of Cards a la francesa” pero mucho mejor trabajada en la densidad de los personajes y su relación con la vida real– evoca estos temas en el marco de los enfrentamientos políticos globales y las luchas palaciegas.) Si la izquierda no logra “terminar con el antirracismo moral y el universalismo despolitizado y hacer de la cuestión del antirracismo un tema de primer plano y no un mero punto de su programa”, nunca podrá reconectar con los barrios populares, considera Hadj Belgacem.

Nadia Yala Kisukidi piensa que movilizaciones como las promovidas por el Comité Verdad y Justicia para Adama Traoré “inyectan un poco de aire fresco”. “En estos movimientos, la cuestión de las solidaridades concretas ha sido colocada en el centro de prácticas políticas emancipadoras. Reabren, además, la posibilidad de concebir un nuevo internacionalismo”, dijo. Y afirmó que pensar políticamente los sexismos y los racismos no tiene por qué conducir a comunitarismos ni especifismos de ningún tipo: “Significa pensar el tema de las representaciones y también una economía política, reflexionar sobre el trabajo, la distribución desigual de los derechos y los problemas de redistribución y justicia social”. La fractura entre cuestiones raciales y cuestiones sociales es abstracta, apuntó la filósofa: “Se la moviliza para desacreditar las prácticas políticas que conciben las formas de opresión de manera intersectorial y que, en consecuencia, denuncian los puntos ciegos de un discurso que durante mucho tiempo se presentó como la única manera de pensar la emancipación”.

El hecho de que las movilizaciones del Comité Adama hayan sido esencialmente mixtas, con una fuerte presencia de blancos, alimenta, para Eric Fassin, la esperanza de que las diferencias entre las distintas corrientes del antirracismo acaben siendo reabsorbidas. Reconoce que por ahora no es el caso, pero dice que la propia deriva represiva del Estado está unificando sectores que se miraban con desconfianza. Desde 2016, apunta, la violencia policial ya no se limita a los barrios populares y se ha extendido a los movimientos sociales. Y escribe con ironía: “La confluencia de las luchas ha pasado por una confluencia de los palazos”.

1.   Véase “Las alas francesas del Plan Cóndor”, Brecha, 20-VIII-15.

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