Puede sonar extraño, pero la road movie es uno de los géneros en los que más han incurrido los cineastas nacionales. De hecho, podríamos esbozar una línea de tiempo que conectase las road movies uruguayas de los últimos años, una gran cantidad, considerando que la producción cinematográfica en nuestro país no es, digamos, muy abundante. Un listado apresurado podría incluir El viaje hacia el mar, Rincón de Darwin, Una noche sin luna, Clever, Retrato de un comportamiento animal, Por el camino y Años luz, títulos a los que ahora habría que agregar Mateína. Pero hay otro género que ha sido evitado y prácticamente desmerecido por la producción nacional: la ciencia ficción. Quizá por creerse que insume mucho dinero y efectos especiales, apenas se han hecho películas en el registro (el corto Ataque de pánico y el largo Ojos grises serían excepciones). Lo cierto es que ni una cosa ni la otra son necesarias, como han demostrado muy bien cineastas como Adirley Queirós (Branco sai, preto fica), Nacho Vigalondo (Los cronocrímenes), Esteban Sapir (La antena), Pablo Parés (Plaga zombie) y muchos otros realizadores que, con una gran inventiva volcada a sus libretos, han logrado compensar sus carencias presupuestarias.
Esta película es otro notable ejemplo. La acción se sitúa en Uruguay, en 2045, pero los realizadores Joaquín Peñagaricano y Pablo Abdala Richero decidieron pasar por alto las referencias respecto a las innovaciones tecnológicas –un elemento casi imprescindible en cualquier obra de ciencia ficción– y ambientar la acción en un universo que perfectamente podría ser el actual, entre rutas perdidas del interior, almacenes de venta a granel, talleres destartalados y pueblitos fantasma. La idea ya supone cierto apunte sarcástico: en más de 20 años el «desarrollo» continuará ocurriendo bien lejos de este interior profundo, cada vez más abandonado y decadente. También estamos lejos del cine de acción posapocalíptico; en las antípodas de Mad Max, durante una persecución de autos viejos y enclenques, ambos vehículos implicados se ven imposibilitados de correr a grandes velocidades.
Pero lo más importante y central en esta trama es la prohibición de la mateína, lo cual supone que los dealers de yerba sean perseguidos y criminalizados, y que un gobierno autoritario alardee de la erradicación creciente del consumo de yerba en el territorio nacional. El absurdo del planteo supone una referencia clara y directa a otro absurdo similar, el de la prohibición de la marihuana en el mundo, y a esas decisiones históricas prácticamente arbitrarias por las que se condena una sustancia y se autorizan otras, quizá mucho más dañinas. La aparición, sobre el final, de una nueva yerba importada de Estados Unidos llamada Donsanto, que supone una opción única de consumo, remite directamente a atrocidades como las patentes de algunas semillas y a multinacionales devorándose los mercados e imponiendo productos únicos y homogéneos. Así, esta película supone una agradable proclama de lo que debería considerarse un derecho fundamental: usar el suelo propio para plantar lo que nos plazca.
Los directores primerizos Joaquín Peñagaricano y Pablo Abdala Richero lograron una escenografía y una ambientación estética sumamente eficaces y funcionales para esta pequeña historia, bien condimentada con un humor mínimo y esporádico, siempre efectivo, y una notable dirección de actores. Los intérpretes protagónicos Diego Licio y Federico Silveira no habían hecho cine anteriormente, pero se desempeñan en un registro medido y convincente, y los secundarios –entre los que se destaca la dupla histórica de Roberto Suárez y César Troncoso– los acompañan con un buen nivel. Si algo se le puede criticar a esta obra es que, contrariamente a lo que ocurre con la mayor parte de los estrenos, se siente que podría haber durado un poco más. Es extraño que una película resulte corta, y tanto a los personajes principales como al villano les habrían venido muy bien unos minutos más de desarrollo, lo cual, seguramente, redondearía una historia más sólida y memorable.