Al gran cine argentino, ¡salud! - Semanario Brecha
Cine. Argentina, 1985

Al gran cine argentino, ¡salud!

DIFUSIÓN

El habitual prejuicio xenófobo e ignorante, cargado de un incomprensible halo de superioridad, que suele habitar los discursos de gran parte de la sociedad uruguaya –incluso la de izquierda– al opinar acerca de la política argentina, encuentra un incómodo límite en torno a lo que allí ha supuesto el proceso de verdad y justicia en los últimos 40 años. Aun con sus idas y vueltas legales, la lucha por los derechos humanos que se lleva a cabo en el país vecino cuenta con una coherencia, una fuerza y una construcción de memoria que resultan envidiables en comparación con la falta de voluntad política que ha existido en todos los partidos uruguayos para juzgar a los responsables de la dictadura cívico-militar. Además, aquí la impunidad ha sido refrendada con el aval popular no en una sino en dos ocasiones, y en ningún caso fue posible dar una batalla cultural lo suficientemente efectiva como para dar vuelta tan obsecuentes y –paradójicamente– antidemocráticos resultados. Ese compromiso social argentino profundo, definitivo, con la necesidad de refundar la sociedad alrededor de los conceptos de juicio y castigo fue obtenido, en gran parte, gracias a la militancia de organizaciones que han sido faro de los movimientos sociales en América Latina, como Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, HIJOS (Hijos e Hijas por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio) y tantas otras. Los enfoques ideológicos de ese proceso han evolucionado junto con las necesidades históricas y políticas de la sociedad, pero continúan caracterizándose por nunca rendirse, por entender que la disputa de ese relato condiciona el presente y que, lejos de darse por perimida, está más vigente que nunca.

Argentina, 1985, la película sobre el Juicio a las Juntas, se enmarca en esa disputa de una forma no solo efectiva en términos históricos, sino capaz de conjugar el compromiso político con el estético en la elección deliberada de formas clásicas que permiten a esos director y guionista bastante intelectuales –Santiago Mitre y Mariano Llinás– dialogar ampliamente con la cultura popular. La mayor inteligencia de ambos radica en no decir que no a nada, es decir, no haberse negado a priori a ningún recurso narrativo –ahí están la investigación histórica, los materiales de archivo, la gran producción, la austera intimidad, la tragedia, la comedia, el sentimentalismo, los guiños sutiles, los actores consagrados y los actores amigos– a la hora de pensar qué era lo mejor para conseguir ritmo, suspenso y potencia dramática. El resultado es una película llena de vitalidad, muy poco predecible –aun cuando todos conocemos el final– y que respira un consenso en torno a la defensa de la democracia realmente emotivo, que incluye a representantes artísticos de todas las inclinaciones políticas –el espectador avezado sabrá que en la pantalla hay gente más o menos peronista, de izquierda o radical.

El rotundo abandono de la solemnidad, que marca un hito en el abordaje de este tipo de sucesos en el cine argentino, habilita el humor y la risa, dulces caballos de Troya para abrir la predisposición hacia la comprensión cabal del horror. Del mismo modo que la reacción de la mamá de Moreno Ocampo al testimonio de Adriana Calvo de Laborde, interpretado con maestría por la increíble Laura Paredes, ejemplifica cómo solo ciertos relatos extremos en torno al dolor logran atravesar el empañado espejo de la ideología conservadora, son los momentos de afloje de la película, siempre medidos, siempre inteligentes, los que impiden que alguien que no tiene ni idea de lo sucedido o que maneja un relato muy otro (¡qué hermoso hablar con mis alumnos jóvenes sobre esta película, qué hermoso que exista!) se desentienda para continuar haciéndose el boludo, como diría algún personaje en los entrañables diálogos.

Porque se trata de una película entrañable. Pero no a la manera pseudopopular de Campanella, llena de clichés –siempre el fútbol, la decadencia burguesa, toda esa cosa costumbrista–, sino en torno al valor de la amistad, esa característica tan profunda de la cultura porteña. Toda la película rezuma razones no dichas por las que es importante parar la violencia desatada y la impunidad: los vínculos familiares que importan, como en las escenas en las que la mujer y los hijos de Strassera lo ayudan con la acusación; la ternura e ingenuidad de la juventud, llena de una valentía digna de honrarse; la relación de deber y compromiso con los maestros; la inmensa dignidad e inteligencia de tantas personas que se expusieron, sin miedo, a una posible condena social. El personaje de Strassera, en particular, con ese apodo increíble de El Loco –la realidad supera la ficción– es particularmente justo en esa dualidad drama-comedia, y la interpretación de Darín es realmente destacable. No hay nada aquí de esas miradas al horizonte al estilo telenovelesco; es como si Mitre le hubiera prohibido esos regodeos actorales para centrarlo en una neutralidad que le permite dar vida a esos diálogos escritos para él, en los que logra una incomodidad muy interesante, como si el mundo estuviera siempre rompiéndole las pelotas cuando lo que él querría, en realidad, es tirarse a escuchar música. Nada más antiheroico. Eso se refuerza con el contrapunto de Moreno Ocampo, ejemplo de una voluntad moral mucho más abierta y ceremoniosa.

Sin embargo, también queda claro que Strassera y su equipo fueron muy importantes en la consecución del juicio, y que no tuvieron miedo de arriesgar sus vidas y las de sus familias. Cuando pensamos en figuras como la de Sanguinetti, pero también en la de Tabaré Vázquez, negociando con los militares en distintos momentos de la historia con las excusas de una supuesta paz y una supuesta gobernabilidad, no queda más que sentir envidia por lo que hizo Alfonsín, por lo que llevó adelante este grupo de dementes que decidieron que sí, que iba a ser posible, y no sacrificaron la verdad ni la justicia en nombre de un progreso de corto aliento. Alegría de que existan estas películas, alegría de que haya en la historia de América Latina tantas personas que no fueron, ni son hoy, cobardes.

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