Como hombre de la casa e integrante del comité asesor de Brecha, Marcelo Viñar siempre estuvo cerca, a la mano de cualquiera de nosotros, cuando un hecho periodístico reclamaba luz, contexto, escrúpulo y agudeza. El hombre, el psicoanalista, el ensayista claro e instigador que también sabía mucho de prensa alumbró con su pensamiento y su imaginación, por décadas, un amplio abanico de temas de nuestra agenda periodística.
En su homenaje, Brecha reproduce dos artículos de su autoría, publicados en el semanario en 2005 y 2007. El primero se pregunta, oportunamente, por la idea de genocidio –el exterminio de hombres a manos de otros hombres, esa vieja costumbre– desde su primera persona y con el corazón en la mano. El otro contesta las palabras del famoso narcotraficante Marcola, líder del Primer Comando de la Capital (PCC) de San Pablo, que en una entrevista para O Globo, otorgada en prisión, dejó patas para arriba la buena conciencia de no pocos bienpensantes.
Para hablar de genocidio
Para Janine Altounian y Helen Piralian,
dos notables y queridas colegas,
que con su sagacidad me han enseñado
lo sustancial que conozco de este tema.
Tratándose de una memoria sagrada, conviene preguntarse quién habla y para quién, lo que no es simple. A los otros hombres los llamamos semejantes, pero son también diferentes, a veces extraños, a veces enemigos (ildem, alter, alies alienus). No es entonces solo un problema operacional entre emisor y destinatario, sino un problema (ético, ideológico, filosófico) de definición identitaria.
Marcelo N. Viñar, uruguayo, psicoanalista, de Nacional, Wanderers o Peñarol, lo que quiere decir casi todo sin decir casi nada. Datos elementales, simples e inocentes, hasta que la referencia identitaria es causa de un crimen. ¿Cómo ocurre esa transformación?
Tal vez deba decirles desde ya que mi herencia es agnóstica, laica y racionalista y que adhiero a los principios de la revolución francesa.
El tema identitario es ineludible y cuanto menos se simplifica, más se complica y se hace insoluble. Sin definiciones de pertenencia, todo se diluye en la vaguedad. Pero buscar esas definiciones lleva media vida para lograr afirmaciones y circunscribir dudas. Además, solo con una clara referencia histórica y cultural, responsablemente asumida en lo singular, se llega a los valores universales.
En estas reflexiones se está muy cerca de lo sagrado, irrenunciable, de lo nuclear que nos constituye como individuos y comunidad.
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Es un acto de memoria sagrada el que venimos a evocar y conmemorar. No puedo hablar, no voy a hablar del genocidio como hecho histórico y político. No tengo conocimientos ni competencias suficientes para hacerlo. Soy psicoanalista y solo puedo hablar de la subjetividad del impacto del terror político y del genocidio como su máxima expresión en la esfera del psiquismo.
Voy a intentar hablar (es decir, pensar con ustedes) de cómo me trabajan los hechos de esta conmemoración, en mi condición actual de ser humano y ser político. Este desplazamiento de tiempo y lugar es importante.
No quiero hacer una convocatoria y repetición sacralizada del momento del terror, sino un intento de reflexión desde ese momento, como acontecimiento que habla al presente y al futuro, a la trasmisión entre las generaciones. No de la historia del pasado, sino de la que tenemos que vivir y construir. No es lo mismo padecer que pensar. No puede haber poesía después de un genocidio, afirmaba Theodor Adorno, y sin embargo la hay.
Puede y debe haberla. El desplazamiento de tiempo y lugar es importante, lo que importa es interrogar a la historia desde el fuego del presente. No es deseable quedar aprisionado y petrificado en el horror del pasado, sino interrogarse en la convulsión de un mundo en torbellino, cómo aquellas ideas y manos de los asesinos pueden estar actuando en diversos lugares y coyunturas del día de hoy.
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¿Cómo pensar el genocidio? Más allá del estremecimiento y la indignación. Pensar la barbarie planificada de unos hombres por otros hombres, para destruirlos, para suprimirlos… que no dejen rastros. Realización plena de la máxima del hombre como lobo del hombre. Solo que, al revés de la especie animal, en el caso humano, la supresión de una parte de la especie no es producto de una catástrofe natural, extrahumana, sino de la intención de la mente humana. Es estremecedor, también absurdo y ridículo.
Entre una empresa de exterminio y el acto de pensar hay una distancia abismal e infranqueable, ninguna palabra puede dar cuenta del horror. Porque la barbarie del genocidio no es un acto irracional. Todo lo contrario, es el producto de una racionalidad fina y sofisticada.
No es un acto inhumano, sino que extrañamente somos la única especie capaz de cometerlo. Detrás de la barbarie, detrás de la crueldad y el horror, hay un absurdo impensable que siempre es localizable. Detrás del genocidio y de la tortura hay un discurso seudojustificatorio, una acción humana intencional y planificada. Hay una pretensión de decir un porqué, de explicar que la barbarie tiene su razón de ser, la de impedir un mal mayor. Ojo con estas justificaciones. Entonces, más allá de la simpatía solidaria y de la conmoción y el estremecimiento que como ciudadanos podemos tener, nos ha tocado como psicoanalistas, en un país que durante este siglo se ha caracterizado en su convivencia por pautas de mansedumbre y tolerancia, y a raíz de una etapa de dictadura militar que dejó sus rastros y secuelas de torturas y desaparecidos, tratar de entender los efectos en la subjetividad de esta catástrofe devastadora en individuos y familias.
Como repite Freud desde el saber popular, es más fácil cometer un crimen que borrar sus rastros. La pregunta que se abre es qué hacer con estos rastros. El destino de ese desafío abre muchas preguntas, problemas y enigmas. No es que mi saber (o el de nadie) traiga las respuestas, pero las preguntas imposibles son imprescindibles y mejores que el silencio que nos agobia en el temor y en una desértica estupidez. ¿De qué modo somos portadores de los rastros, de las marcas del crimen?
Nadie tiene la respuesta de por qué la intolerancia, el racismo y el genocidio. Aun así, el problema es ineludible y tenemos la ilusión de que al pensarlo estemos alerta y podamos impedir otros horrores en el futuro que no pudimos en el pasado.
¿Qué hacemos nosotros hoy con aquel crimen, qué hacemos con él en la esfera pública y en la esfera íntima y privada? (No quiero siquiera sugerir que lo público y lo privado sean espacios excluyentes ni que haya que borrar uno para acceder al otro, pero se trata, entre lo público privado, de reconocer su heterogeneidad y buscar no oponerlos ni anularlos, sino una problemática articulación.)
En la escena pública, clamamos reconocimiento y justicia. En la escena privada, nos sentimos llenos de rencor, de resentimiento y de deseos de venganza, pero también habitados por el dolor de lo irreparable. Y aun así hay que vivir y trasmitir un dolor intenso por la muerte, por la muerte evitable, por la muerte producida, por el cálculo frío, cruel e intencional de otros seres humanos.
Tanto dolor e injusticia llevan la memoria al monumentalismo escatológico que vemos en los cementerios. Personalmente, no voy a tomar este camino de exaltación del recuerdo. Son hechos que ustedes conocen mejor que yo, en su descripción y en el dolor imborrable que producen en las entrañas, en lo más hondo de cada uno.
De ese dolor nacen reivindicaciones del reconocimiento y la justicia, que el crimen se conozca, se reconozca, se sancione. La corta memoria es de los recursos más utilizados por una política inmediatista, adaptativa y triunfalista, y el dolor de los excluidos no había sido hasta el presente un desafío fundamental. Tal vez en la actualidad la magnitud y la difusión de los crímenes en el planeta reviertan esta exclusión habitual en la historia. Esa hipócrita mentira de que hay indemnes y afectados; de que el problema es de las víctimas y sus descendientes. Falsa dicotomía, la tortura y el genocidio enferman a la sociedad toda; no es un problema de sanidad o patología de los descendientes y sobrevivientes, es un problema de ética de la convivencia que marca a toda la sociedad y decide la historia de la humanidad, para el daño o el progreso.
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El tema que con mi mujer y un grupo de colegas hemos tratado de estudiar es el de los efectos en la subjetividad de la barbarie política. Efectos, daños, secuelas, marcas y lo que podríamos llamar la tramitación psicológica de la herencia mortífera de un terror político.
Lo primero que nos importa al abordar el tema es desprendernos de la victimología, de la posición de víctima. La noción de víctima es la de alguien que merece lástima y conmiseración o un simulacro de restituciones y beneficios económicos como uno de los desenlaces posibles del crimen público. Esto no me importa, no hay restitución posible, la única restitución es coasumir el dolor.
En la comunidad afectada queda, a menudo, un mundo cerrado donde no existe nada más que mi dolor y mi queja, donde estoy en la contemplación de mí mismo, transido de pena, lamiéndome la llaga. O la posibilidad de revertir este dolor en venganza, en ley taliónica. Estas son soluciones que tienen la ventaja de ser nítidas, masivas, binarias; una operación en la que cada individuo solo puede adherir u oponerse, participar o huir. El camino de la reparación del daño del traumatismo histórico es más modesto, más sinuoso; no camina por una autorruta, sino por un sendero lleno de falsas rutas e impasses, por un sendero laberíntico, difícil, de revertir el terror en algo creativo y fecundo.
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Surge la pregunta: ¿qué hacer cuando soy hijo o nieto de una masacre? Hijo del dolor de las víctimas, de vidas truncadas por el arbitrio que va contra lo más elemental del gesto civilizatorio: respetar la vida del semejante aunque sea mi diferente (en lo étnico-cultural, en lo religioso o en lo político).
¿Qué hace, pues, el heredero, el mal llamado sobreviviente (y su descendencia), al tramitar el horror que marca su linaje, inscribe su genealogía a nivel de su persona, de su familia, de su grupo comunitario? (en estos temas, la tensión entre la primera persona del singular y del plural, entre el yo y el nosotros, opera todo el tiempo y es fundamental saber cómo el yo es constitutivo de nosotros y viceversa).
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Para adentrarnos de a poco en el problema, llevemos primero la mirada al comienzo, y el comienzo es la infancia. No es descubrir –sin mucha ciencia– cómo cada humano en el comienzo construye el mundo –su mundo mientras se construye a sí mismo, en una dialéctica infinita–. Esta construcción infantil de nuestra condición de sujetos humanos –sin duda lo más bello y lo terrible que hacemos en la vida– no solo está hecha de la percepción de lo inmediato: rostros y paisajes para los ojos, palabras y melodías para el oído. Esta construcción interior está hecha también de una imaginería infantil en la que hay lugar para inscribir la muerte y lo sagrado y para generar el prototipo de ideales morales y estéticos.
Uno se hace persona humana no solo en el caminar erecto y la oposición del pulgar, sino por estar sumergido en el mundo humano del lenguaje que al enseñarnos un repertorio de nominaciones (una mesa es una mesa, un árbol es un árbol) nos dice irremediablemente lo que está bien y lo que está mal, lo que es bello y lo que es feo. Es decir que, además de describir y nominar, instaura la ley y el ego, a través de mitos y leyendas que corroboran el perfil del grupo. Al decir «soy uruguayo», o «soy armenio», o «soy judío», significamos condensadamente las historias y las memorias del grupo. Pertenencia que nos enseña, entre risas, caricias y palizas, las leyendas de la familia y del grupo. Historias, varias y diversas, en las que siempre hay temas épicos y héroes. Tanto o más que el contenido representacional de lo que allí circula, lo que es único es el contenido afectivo y emocional que se cristaliza en esa trasmisión. Orgullo y prestancia de un origen que sellan la pertenencia y la lealtad a la comunidad.
Sello de origen, como dicen las marcas de prestigio, con los aspectos vitales y/o mortíferos de cada uno y todos los narcisismos. Después, más tarde, con el motor de la insaciable vocación humana por la diversidad, vendrán las diferencias con la pertenencia inicial, los conflictos, las rupturas, los exilios buscados, pero el núcleo original persiste como modelo para adherir u oponerse a él. Yo me siento más ciudadano del mundo que judío. Pero si hay manifestaciones antisemitas, ahí pueden contar conmigo como judío. Las relaciones entre el perfil propio y singular y los valores universales son complejas y difíciles y no es oportuno ni hay tiempo para discutirlas aquí.
Lo que importa ahora es cómo incluir en esta trasmisión entre las generaciones un genocidio. ¿Cómo dar lugar –en las leyendas épicas de los orígenes– a una historia de exterminio? La trasmisión entre las generaciones era tarea de abuelas o de tías o de madres; tal vez en la familia moderna los roles estén matizando el esquema de la mujer en casa y el hombre yendo a trabajar y esto redistribuya las funciones en la escena íntima del cuento infantil. Contar un cuento no solo trae personas de ficción (que hoy día se modelan sobre el wéstern estadounidense o el folletín televisivo). En ese espacio de intimidad (que también se percibe leyendo a José Pedro Barrán, porque no es solo un asunto de psicoanálisis, sino de historiadores), en la inocencia del cuento infantil o en la mesa familiar del domingo, es decir, en lo más íntimo de la escena familiar, se abren también los temas del mundo y sus dilemas.
En ese espacio, entre las generaciones, se gesta y acrisola una primera mirada sobre lo social y la cultura, un modo de mirar el mundo y la cultura, una génesis de la sexualidad y de la moralidad que incluye y desborda.
Es en este momento inicial frágil y fecundo en que un niño en sus comienzos (armenio, judío, negro o indio) sabe que sus ancestros fueron exterminados y pregunta «¿por qué?» No quiero caer en una homogeneización sacrílega, cada dolor es único y es absoluto y su singularidad debe ser respetada en su especificidad histórica. Mi dolor es único y sagrado, esta es una expresión legítima, pero puede también mutar a la intolerancia del diferente, en la que, en las vueltas de la historia, el mártir puede pasar a ser agresor.
Cuando el niño pregunta «¿por qué? ¿Por qué el exterminio?»…
Ningún silencio del mundo puede tener la densidad que comporta la falta de esta respuesta.
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Yo quiero aquí hacer una pausa, dejar que el silencio nos trabaje, como homenaje a los seres –en general una mujer– que nos hicieron transitar ese misterio. Donde nos asumimos en la verdad más cruel de la historia.
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¿Por qué el cristianismo evangelizador exterminó a los autóctonos de América? ¿Por qué los turcos pretendieron exterminar a los armenios y los nazis a los judíos? Y la lista es actual y prosigue con una fatalidad interminable. Por eso la presencia y la pertinencia de este tema en nuestro quehacer político y en nuestra reflexión científica son de permanente actualidad.
Véase que no es solo una lógica de guerra, no es solo una lucha entre adversarios, es la infame e impune supresión del débil. Y esto se hace siempre en nombre de un bien superior. Es allí, en esta encrucijada, que una ética de convivencia y una conciencia política nacen y germinan, en ese niño que transitó en el dolor y el resentimiento de las vidas truncadas.
No hay por qué. Solo el silencio. Ningún campo científico puede explicar un genocidio, ni la historia, ni la politología, ni el psicoanálisis. Lanzmann decía respecto a la Sho’ah: «explicar es delictivo».
Con lo que quiero concluir es con la refutación de un prejuicio psicologicista de una intimidad desconectada del espacio público. El trabajo de filiación a la familia y a la cultura es constructor, es constituyente de la persona humana. Mi ser es hacer de mi nombre propio y de mi familia, pero también de una fecha (un tiempo y un lugar) que definen mi pertenencia a la historia, que se encarnan en mí y definen lo que soy.
En un mundo en donde el progreso tecnológico facilita las comunicaciones y los transportes, la desigualdad económica y la violencia política han marcado el siglo de migraciones, trasplantes y exilios. Tal vez como nunca antes en la historia de la humanidad.
El hecho de morir donde se nace no parece signar el destino más habitual y frecuente de los hombres del siglo XX. Aunque en general no sea una elección, los grupos humanos se desplazan empujados por el huracán de la historia, la miseria económica, la violencia política.
Gritamos con amor y con orgullo nuestra condición indeclinable de uruguayos, llevamos en esta tierra menos de un siglo y nuestra pasión de pertenecer a ella no es por eso menor. ¿Cómo pensar la juventud de estos pueblos nuevos de América frente a culturas y tradiciones milenarias?
Pero esa identidad afectiva, política y jurídica no es, por joven, menos fuerte. Yo hoy no me siento en diáspora respecto a mis ancestros europeos, pero sí me siento en un compromiso indeclinable para construir una humanidad en la que la convivencia sea posible y justa, lo que no me parece ni obvio ni evidente.
De todos modos marcados por un nombre, por una cultura y sus tradiciones (a veces las nociones de etnia y religión vienen al torbellino del problema), tenemos que saldar siempre una deuda con el pasado, con nuestros muertos, con nuestros ancestros. Fue así desde los comienzos de la humanidad y sigue siéndolo en el vértigo del siglo XX. El pasado marca siempre el proyecto y el destino, no necesariamente en una mansa continuidad ni en una violenta ruptura. Esta polaridad radical a veces puede existir, pero no es lo habitual. En general tratamos de construir nuestro perfil identitario en un trabajo infinito y siempre inagotable de acercamientos y distancias, de afinidades y posiciones con el patrón de origen de nuestra familia y cultura. Y a cada cual su cuota y su estilo de sumisión y de transgresión.
Importa, pues, señalar que en la constitución de la subjetividad (de esa mismidad que generamos como núcleo identitario) la inscripción en una genealogía y en un patrimonio lingüístico y cultural es un vector fundamental. La referencia a un código y al mundo simbólico de nuestra cultura es parte constitutiva del sujeto, y hay siempre una dialéctica entre la intimidad de la familia y las configuraciones más amplias de la cultura y el lenguaje (lo digo, aunque sea quizás obvio, porque en las psicologizaciones cientificistas que campean ahora este aspecto nuclear y básico a menudo se olvida).
El sujeto de la intimidad y el sujeto de la historia son correlativos, aunque el uso en la esfera pública y privada de distintas máscaras y disfraces nos haga a veces olvidar esa dialéctica.
Cuando hay trasplante y exilio (destierro y pérdida de la lengua y la cultura), a la complejidad propia del proceso de humanización, mediante la asimilación al lenguaje y a la cultura, se agrega la necesidad de articular –mal o bien– el conflicto entre la cultura de origen y la cultura de adopción, y entonces el trabajo se hace doblemente difícil y desata conflictos. La diversidad humana es infinita y causa de peleas, a veces desgarrantes.
Entre la fidelidad y la sumisión a la tradición, y la transgresión o ruptura para progresar en la asimilación y la integración al país de llegada, las tensiones generacionales y familiares están siempre en el orden del día. El fracaso de la tolerancia a la diversidad que llevó al genocidio hace su triunfal retorno en la vida familiar, como conflicto entre la fidelidad o la sacralización del pasado contra una asimilación que proyecta el futuro y amenaza con el olvido sentido como traición.
Es un desafío infinitamente difícil (pero también infinitamente fecundo y creador) para las comunidades en diáspora el de reconstruir entre la cultura de origen y la cultura de adopción una síntesis identitaria. Que habilite la emergencia y permita que germine y se desarrolle lo mejor y más creativo de las personas y del grupo.
Es para ustedes, el llevar a cabo esta tarea de esperanza (también para nosotros, en esta edad, que llamamos tercera edad por pudor de llamarla vejez), una tarea obligatoria, un deber con nuestra descendencia, para dejarles un mundo, si no armónico, al menos habitable.
Publicado originalmente en Brecha, n.º 1016, 13-V-05.
«Una mutación de la especie social…»
Aquella entrevista concitó toda clase de asombros y ruidos. En la edición del 12 de enero de 2007, Brecha reproducía un extracto de la conversación que un periodista de O Globo había tenido en prisión con Marcola, el famoso narcotraficante del PCC de San Pablo. Viñar se sintió intelectualmente convocado por sus palabras y urdió, en respuesta, una valiente autocrítica. A continuación, se cita un fragmento de la conversación con Marcola reproducida en Brecha y, luego, la nota de Viñar.1
—¿Vos sos del Primer Comando de la Capital [PCC]?
—Más que eso, yo soy una señal de nuevos tiempos. Yo era pobre e invisible, ustedes nunca me miraron durante décadas… Y antiguamente era blando resolver el problema de la miseria. El diagnóstico era obvio: migración rural, desnivel de renta, pocas favelas, periferias ralas. La solución nunca venía. ¿Qué hicieron? Nada. ¿El gobierno federal alguna vez destinó presupuesto para nosotros? Nosotros solo aparecimos en los desmoronamientos del morro o en las canciones románticas sobre la «belleza de los morros al amanecer», esas cosas. Ahora estamos ricos con la multinacional del polvo. Y ustedes se están muriendo de miedo. Nosotros somos el inicio tardío de vuestra conciencia social. ¿Viste? Soy culto. Leo a Dante en la prisión. […] Ustedes son los que tienen miedo de morir, yo no. Además, acá en la cárcel ustedes no pueden entrar y matarme, pero yo puedo mandar a matarlos afuera. Nosotros somos hombres-bomba. En la favela hay cien mil hombres-bomba. Estamos en el centro de lo indisoluble, exactamente. Ustedes en el bien y yo en el mal; en medio, la frontera de la muerte, la única frontera. Ya somos otra especie, ya somos otros bichos, diferentes a ustedes. La muerte para ustedes es un drama cristiano en una cama, en el ataque al corazón. La muerte para nosotros es la presunción diaria, tirados en una zanja. ¿Ustedes, intelectuales, nos hablan de lucha de clases, de «sea marginal», sea «héroe»? Bueno, es eso: llegamos, ¡somos nosotros! Ja, ja. Ustedes nunca esperaron a estos guerreros del polvo, ¿no?
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En mayo pasado, las autoridades brasileñas decidieron el traslado de una cúpula delictiva desde una cárcel en San Pablo, seguramente hacinada y horrorosa, a otra del interior del estado. Los afectados desencadenaron, gracias a la telefonía inalámbrica, una revuelta contra el aparato policial que costó cientos de muertos y paralizó durante varios días a la megalópolis más importante del continente.
A pesar de la magnitud y de lo impactante de los hechos, la noticia tuvo una pálida repercusión en los medios locales y rápidamente se extinguió. Los curiosos de la violencia social pudimos leer algo sobre el tema en la conmocionada prensa brasileña, pero aquí los noticieros seguían atrapados, vía CNN, por la monótona y macabra dosis de horror que llega de Gaza e Irak. Y nos despreocupábamos de la violencia de los vecinos, lo que me trajo el déjà vu de lo poco que pensamos en el golpe en Brasil, en el 64, que fue la antesala de nuestro escenario del 72 en adelante. Poco después comenzó a circular por Internet la entrevista que aparece en esta página, atribuida al jefe o inspirador del ejército del crimen y la droga.
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A mí mismo y a mi entorno, la lectura de ese texto nos resultó impactante, conmovedora e ilustrativa. Una especie de versión cruda y desalmada de aquel mundo que usualmente no escuchamos ni vemos, pero sabemos que está agazapado allí, en la oscuridad, hasta que irrumpe con la violencia y el crimen. ¡Ojalá no nos toque! Ojalá se refuerce la seguridad nacional. Y punto final.
O quizá sea un punto de partida para interrogarnos en qué mundo vivimos: ¿qué significa ser de izquierda en un sistema productivo y distributivo que no cesa de incrementar la producción de lo que Zygmunt Bauman llama residuos humanos, o Arendt hombres superfluos, u Ogilvie hombres descartables? Seres que nacen y viven «más allá del derecho a tener derechos» (Arendt), que nunca acceden al estatuto ciudadano de ser seres políticos. Creo que por eso la entrevista nos impacta: porque vuelve visible y audible algo que sabemos que está allí, pero que no vemos ni oímos. Vieja y eficaz técnica del avestruz: lo que no sé, no existe –hasta que el escándalo lo revela–, a pesar de que los estudios de costos (en Estados Unidos) evidencian que una institución carcelaria para jóvenes delincuentes resulta seis veces más onerosa que una diseñada para rehabilitación.
En el proyecto del país productivo y en el desarrollo de planes de emergencia social, el lugar de los parias del sistema ha tomado alguna relevancia, y entre motines y períodos de calma, entre medidas policiales y de seguridad ciudadana y empeños reeducativos y de ayuda social, el asunto parece estar circunscrito a los ministerios correspondientes y a la crónica roja que se regodea del marketing del espectáculo del horror. Falta aún el desarrollo de un debate ciudadano, doctrinario y organizacional, de cómo articular el proyecto de inversión productiva con una concepción societaria menos injusta que la que propone el mercado neoliberal. Si este debate teórico no se desencadena, quedaremos atascados en las querellas burocráticas de lo urgente y provisorio.
Y el asombro de la visión sagaz e incisiva aportada por el «jefe de los malos» en un compartible o envidiable lenguaje intelectual, conciso y expresivo. Luego aparecieron en la propia internet1 cuestionamientos a la autenticidad del documento, atribuyéndolo a una construcción del periodista y no a declaraciones cuya fuente fuera el entrevistado. Documento apócrifo, entonces, lo que le resta validez y legitimidad: invención del periodista, dice la acusación. Y que «el arte –decía Ingmar Bergman– es una mentira que ayuda a entender la verdad». Por una vez, la falsedad periodística me parece no ser maligna, sino que, paradójicamente, nos ayuda a asomarnos de manera refleja a problemas de un mundo del que ordinariamente no queremos saber ni oír: se non è vero, è ben trovato.
Publicado originalmente en Brecha, n.º 1103, 12-I-2007.
- Es un territorio donde el victimalismo de los sionistas solo haría reír. Frente a esto, la discusión estúpida de quién ocuparía un puesto en el Consejo de Seguridad de las inútiles Naciones Unidas da vergüenza ajena. ↩︎