A la sombra de un arbolito en flor - Semanario Brecha

A la sombra de un arbolito en flor

Héctor Piastri

Lo lindo (ya que se habla tanto de ellas) es ver en acción un cambio de estructuras. Empezando por las estructuras mentales. Lo que impulsó al club Arbolito, de La Teja, en 15 años de vida (los cumple el jueves próximo, 19 de marzo) fue un cambio de mentalidad aplicado a la organización de un club de barrio, de los que se autodenominan «social y deportivo». Yo fui a la sede el domingo de tardecita, y, visto desde la plaza Lafone, no difiere de los muchos clubes montevideanos que en carnaval ofrecen espectáculos al aire libre, entre el humo de las parrilladas y la ruidosa algarabía de los pibes. Pero un detalle surge, revelador, ya en Carlos María Ramírez y Humboldt. Un cartel publicitario da, juntas, la noticia y la consigna: «Entrada gratis. Carnaval para todos». Y el programa del día, que tienta a cualquier conocedor: Los Sandros (surgidos del Arbolito, carne y uña con él), La Censurada, Araca la Cana, Escuelita del Crimen y otras luminarias del carnaval. ¿Y cómo «gratis»? Porque los conjuntos cobran –y es legítimo– buenos miles de pesos por actuar, y los clubes afrontan, por ese concepto, grandes desembolsos diarios. No, no pierden plata, por supuesto. Pero tienen que darle como en bolsa al bolillero de las rifas, y a la venta de panchos y refrescos, y a la venta de entradas, factores que, si falla alguno, ya lo creo que se altera el producto. En el Arbolito, en cambio, no se cobra entrada y hay pocas rifas. Pero ¿cómo es posible? Y aquí empieza una linda historia que los Marsicano, los Morales, los Reyes, los Romero, los hinchas anónimos y el presidente actual del club, doctor Tabaré Vázquez, me cuentan con el tranquilo entusiasmo del que recorrió una parte del camino y sabe adónde va.

El arbolito era un transparente que se levantaba, pero poco, en una esquina de La Teja. Y como asistió –mudo, achaparrado y cordial, y a menudo humedecido por la necesidad– a las deliberaciones nocturnas en que se gestó el club, le dio a este el nombre. Un nombre querible, rural, de entrañable entonación nuestra, a diferencia de los nombres crasos, oportunistas o mercantiles, cuando no foráneos, que adoptan otras instituciones populares. Esto ocurrió en 1942 y pertenece a la época del club que (seamos veraces) no fue la más pujante. Lo cierto es que el Arbolito vegetó con más pena que gloria durante largos años. A tal punto que el aniversario de hoy se cuenta a partir del 19 de marzo de 1958, cuando la carnada de los que, siendo unas ratitas en el 42 (y algunos «ni siquiera un guiño de picardía en la mirada de sus padres»), resuelven reactivar la vida del club: darle, literalmente, vida nueva.

Eran 33 tejanos –buen número– los que emprendieron la aventura. A 50 centésimos la cuota social, 16,50 pesos de ingresos fijos para pagar el alquiler de 100 pesos. Hubo frecuentes intimaciones de pago y juicios de desalojo (pienso en las tribulaciones del notificador, que sería también hincha del club). Pero nunca llegó la sangre al arroyo Pantanoso, siempre hubo arreglo antes del lanzamiento. Y, en poderosos contraataques, el Arbolito llegó a comprar, por fin, la vieja y querida casona. Después se propuso otras metas y también las fue alcanzando: hizo una pista al aire libre, la techó, después demolió todo y levantó el gimnasio, y lo techó. Trescientos metros cuadrados de edificación. Y el 5 de diciembre de 1965, fecha capital, inauguró la policlínica. Misma noticia y misma consigna que las estampadas en el cartel de Carlos María Ramírez: «Entrada gratis. Policlínica para todos».

[…] Cinco médicos atienden, honorariamente, por supuesto, la policlínica (los doctores Rodríguez López, Garazza, Vartian, Bambicera y Vázquez, el presidente). Pero ven el hueco de la excavación, al fondo del gimnasio, y se los come la impaciencia. El viejo local en que atendían fue demolido y no ven la hora de que se empiece a construir la misma policlínica modelo, en el mismo lugar. Sótano para depósito, planta baja para recepción y circulación, primer piso para policlínica yfarmacia, y segundo piso para secretaría y biblioteca.

[…] Un promedio mensual de 400 pacientes se atiende en la policlínica del Arbolito, adonde entra cualquiera y es atendido sin más. Nada le cuesta a nadie la asistencia ni los remedios, sea o no socio del club. El conocimiento del medio hospitalario por los médicos permite a estos mandar a un enfermo al hospital por un análisis o una radiografía; o a Pro-Cardias por controles cardiológicos; o al Servicio de Colectividades por una radioscopía; o a un laboratorio, gracias a la mediación de los visitadores médicos, por un remedio caro o nuevo. Cuando el caso es urgente y no puede ser atendido en el Arbolito, el club recurre a los servicios del cercano cuerpo médico de ANCAP. Cuando el caso es de hospital –y ya se sabe el desamparo en que se encuentran quienes no viven en el sureste montevideano–, el Arbolito, desde los antípodas que es La Teja, trata de conseguir un patrullero o paga derecho viejo un taxi que traslade al enfermo. Las palabras «¿Y las ambulancias de Salud Pública?», que pronuncio tímidamente, son recibidas con sonrisas heladas.

[…] No se ahorra, sin embargo, más que para dar más. Y, como es verde el arbolito de la vida, el ser humano es el principio y el fin de estos desvelos. No se trata de una lírica declaración. Las visitadoras sociales del club baten constantemente la zona, haciendo el relevamiento de esta para ubicar no sólo a cada enfermo, sino a cada vecino. Individualizar el sufrimiento y las carencias de todos es lo que se propone el club. Ponerle un rostro tangible a cada ficha, ver en la cansada mujer que ahora se reclina en la camilla del consultorio médico a la ocupante de una habitación insalubre en la calle tal número cual. Y saber que el antirreumático de la receta que se le extiende puede ser un sarcasmo si persisten la humedad y la miseria de su rancho de lata. [Son] aproximadamente unas 50 o 60 mil personas. No es tarea para un solo club. Las instituciones de La Teja deben comprenderlo y lo están comprendiendo. ¿Acaso la idea del futuro hospital, que ya ronda en los sueños del Arbolito, no es digna de movilizar a todo el barrio? Hay que unirse y luchar, o resignarse a vegetar. Y la corriente eléctrica de esta convicción, con el aval de una inmensa obra realizada, se transmite de un interlocutor a otro y galvaniza también al periodista.

Aventuro la hipótesis de que el aporte económico de los socios del club ha de ser decisivo para emprender metas tan ambiciosas. Me equivoco. «No nos interesan los socios, en cuanto portadores de un cartoncito mensual. No nos verá a nosotros haciendo campañas por 1.000 socios, por 10 mil socios. Lo que queremos es que la gente que se acerque al Arbolito lo quiera y se sienta protegida por él. El del club exclusivo para los socios es un concepto arcaico, como lo es el del socio que se siente propietario porque puede pagar la cuota. Nuestro tesorero, por ejemplo (y no es el único), no es socio del Arbolito, pero daría la vida por el club. Por fortuna, no es necesario dar la vida, sino sólo pintar mesas, colgar guirnaldas, buscar trabajo para el marido de la mujer reumática, o clavar un tablón para la función de esta noche.»

Recuerdo entonces el diálogo telefónico de la mañana, para concretar la entrevista:

—Hola. ¿El Arbolito? Del semanario Marcha, señor. Quería hablar con el doctor Vázquez o con Daniel Marsicano. ¿Ellos están?

—Están, sí, señor. Están clavando tablones. Un momento, no corte, que los voy a llamar.

*   Publicado en Marcha el 23 de febrero de 1973. Brecha reproduce fragmentos.

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