El primer llanto es muy fuerte, casi un grito, y resuena en el techo alto de la habitación. La bebé duerme en su cuna, que se encuentra cerca de la cama, del lado de la mamá. Julia no quiere levantarse. ¿Cuánto tiempo pasó desde que logró cerrar los ojos? La bebé llora de nuevo, y ella espera. El papá no parece registrar nada, su leve ronquido suena parejo, como un motor aceitado. Ella sí escucha. Está cansada, le cuesta moverse, hace cuatro meses que no duerme de corrido. Deja venir un tercer llanto, con la esperanza de que Joaquín reaccione. Podría levantarla, darle una mema. Pero no. Se acomoda en la cama lo más tranquilo, hasta su ronquido se detiene. Podrían ser ella, su bebé y la perra las únicas en el mundo compartiendo el aire de la noche.
Persistente, la luz de la luna entra por la ventana. Deben ser las tres de la mañana, piensa Julia. La blancura ilumina algunas cosas desperdigadas por el piso: una toalla, dos pares de pantuflas, el repelente, el bolso maternal. Un sonajero al que le falta un cascabel. La bebé llora por cuarta vez. La perra se despereza, empieza a mover la cola y la mira, pidiendo mimos. Cartón lleno. Julia llega a la cuna, mira un instante la silueta de su hija en la penumbra, se agacha para recogerla. Siente su aroma que, esta vez, además de las inexplicables notas dulces –¿cómo es posible tanta delicadeza?–, tiene un toque levemente ácido. Acaricia el pelito, mojado de transpiración.
Apenas la levanta, el llanto de la bebé deja de ser continuo. Ahora es una serie de sollozos suaves. Ella sabe lo que viene, piensa Julia, y sonríe. Con algo de dificultad –la espalda siempre duele– se sienta sobre la cama, se apoya contra la pared y se la pone en la falda. Tanta ansiedad siempre la impacta: su hija se convulsiona hasta que encuentra el pezón y se prende con fuerza. Entonces, relaja la panza y las piernas. Una de sus manos chiquititas está bajo la teta y la otra se levanta, como si fuera la de un autómata, para dirigirse hacia el otro pezón desnudo de su mamá. Lo tantea, lo roza apenas, mientras entrecierra los ojos, acompasa la respiración y se duerme en el pecho. A Julia no deja de sorprenderla esa capacidad de dormir y mamar al mismo tiempo. La parte hermosa de la naturaleza.
La perra ladra. Julia intenta callarla sin hacer mucho ruido. Puta madre, piensa. No la vaya a despertar, que quiero seguir durmiendo. Pero la bebé ni se entera. Chupa intensamente y Julia siente las punzadas continuas que le indican que el líquido está saliendo. Entonces se distrae, deja caer su cabeza hacia atrás. Trata de relajarse. Piensa en su profesora de yoga y hace el esfuerzo de contraer los abdominales, enderezar los hombros, soltar las caderas. La espalda duele.
Desde el patio llega el sonido del móvil de ágata, que se mueve con el viento. Es otoño y empiezan a caer las hojas de los árboles; Joaquín tiene que subir a la azotea a sacarlas de los desagües, no se puede olvidar porque se tapa todo. Julia cierra los ojos, casi se duerme. De repente, en medio del sueño, siente algo distinto. Se tensa, se asusta. Es rico y es extraño. No se da cuenta, pero se muerde el labio de los nervios porque una suave corriente eléctrica le corre por el abdomen. Trata de reaccionar, sus movimientos están trancados por el peso de la bebé y su insistencia. ¿Qué es esto que le pasa? No lo había sentido nunca. No se anima a llamarlo excitación, está mal decirle así. Pero lo que baja desde el pezón es eso, una especie de placer. Un placer raro, único. El cuerpo de Julia se despierta traicionero, se activa, nostalgioso de otras noches y otras chupadas. Ahora la bebé deja de ser bella, se parece más a un bicho. Es un animal que la succiona, y le da asco. Además, le aprieta fuerte el otro pezón y le causa un dolor filoso, sorpresivo. Trata de apartarla despacio, pero está muy prendida.
Julia se rinde. Consciente de los movimientos de la lengua de su hija, entiende que no puede controlar la sensación. Eso que le pasa no se parece en nada el sexo. Es otra cosa. Puede estar tranquila. La perra ladra. Puta madre, que se calle. Aunque tal vez sí, este placer se le parece al otro, y es cada vez más intenso. Siente ganas de hacerse la paja mientras su hija toma la teta. Huele el aire tibio y húmedo. El móvil de ágata vuelve a sonar y su música se mezcla con los sonidos rítmicos de la respiración. Casi una flauta y un tambor. Julia se deja ir, y en esa entrega la bebé vuelve a ser bella, sus pies chiquititos y redondos, los pliegues de sus piernas, la cadera fuerte, pestañas infinitas. Vale la pena acallar la culpa.
Al amanecer, Joaquín se levanta y le lleva el desayuno a la cama. Apenas despierta, Julia lo mira y lo vuelve a querer, a esa hora siempre lo quiere. El café huele bien, la bebé todavía duerme. Mientras unta manteca en su tostada, Julia se da cuenta de que le gustaría contarle a Joaquín lo que sintió en la noche. Piensa en hacerlo, pero le cuesta empezar, no va a ser fácil encontrar las palabras. Él se levanta, busca un pantalón y las medias. Acordate de que tenemos que hablar de los horarios de la semana que viene, le dice. Entonces, Julia sabe que no, no se lo va a contar. Ni a él, ni a nadie.