La última imagen que tengo es el viaje en coche por la carretera central de Saladino, entre cráteres, edificios destruidos y columnas de humo. Cruzando la Franja, desde la ciudad de Gaza al norte hasta el paso de Rafah al sur. Por la ventana veo cómo los agricultores siguen transportando las verduras en sus carros, cómo los vendedores esperan a los clientes sentados en las puertas de las tiendas y cómo los trabajadores de la limpieza barren lo que queda de las calles. «Si llega el fin del mundo y estás sembrando, sigue sembrando», es un dicho profético conocido en toda Palestina.
Mientras en el Sur del mundo los apocalipsis son el día a día, en el Norte parece que también preocupa acercarse hacia allá. Jorge Riechman nos alerta: después del colapso habrá un genocidio. Tal vez, pero los genocidios y los colapsos son el día a día del planeta en los últimos siglos. ¿Dónde está la novedad? A contracorriente, reflexionan Yayo Herrero y José Luis Vicente: «En los escombros surgen también posibilidades de vida».
[…] Una mañana de abril veo en los campos de Khuza’a a una joven pareja con su hijita. Siegan juntos el trigo. Con los abuelos y las abuelas, con los hermanos y las hermanas. Con primos y primas, con vecinos y vecinas. Arrodillados, trabajan juntos. Sobre sus cabezas truenan aviones de guerra. Más allá de la valla, los francotiradores les apuntan. Y en ocasiones disparan a matar. La familia sonríe, y siento paz, alegría y fortaleza. ¿Qué secreto hay en sus corazones que nosotros desconocemos?
Apocalipsis no solo significa fin del mundo, la raíz griega significa descubrimiento y revelación. El colapso nos revela el mundo en su auténtica naturaleza. La maldad se hace transparente. Pero también la voluntad de vivir. En el barrio y campo de refugiados de Yabalia me contaban que, durante los bombardeos, los padres y madres cantan y juegan con los hijos para distraerlos y alejarlos del horror. La vida es bella no es un filme de Benigni, es la vida diaria en Gaza.
Cuando me conecto a las redes sociales de los palestinos y las palestinas aparece humanidad entre los fuegos de Gaza. He visto cómo un chico palestino graba a unas niñas entre las tiendas de los refugiados, y les pregunta qué hacen. Las niñas responden: estamos estudiando el sistema solar. Les plantea si saben por qué han bombardeado las escuelas. Y explican que los ocupantes quieren que no puedan aprender, que quieren una generación que no pueda leer, que no sepa nada sobre el país y que no entienda por qué los han ocupado. También veo cómo Wafaa, Dua, Aya y Ashraf abren escuelas entre las tiendas y los escombros. Y cómo los alumnos más pequeños disfrutan aprendiendo. Sí, ya sabemos que en Palestina la educación es sagrada. Y que han alcanzado un 97,84 por ciento de alfabetización, siendo uno de los pueblos más cultos del Mediterráneo. Pero hay que ver a Nur con su maleta-escuela, cómo la despliega en medio del gueto arrasado, y cómo nacen una pizarra, cuadernos, lápices y ciencias. Y entonces recuerdas que las maestras también lo han perdido todo, y también tienen roto el corazón. Pero que deben pintar de colores y esperanza a los más pequeños. No pueden permitirse el lujo de hundirse. Los misiles no dan tiempo para el luto. Ni los muertos descansan. Incluso los cementerios y las tumbas son aplastadas por excavadoras militares.
Una niña explica que sueña por las noches que los soldados la entierran. Y en medio del exterminio, ¿saben qué quieren ser todavía las niñas de Gaza? Doctoras, profesoras, periodistas y arquitectas. Curar, enseñar, informar y reconstruir. Esto dicen con unos ojos enormes que han visto lo que ningún ser humano debería ver. Y hay que admirar el orden de las tiendas de los refugiados, mil veces mejor arregladas que mi casa. Porque, tal y como explicó Primo Levi, mantener la civilización es el objetivo frente a un régimen que los aniquila y los deshumaniza llamándoles «animales humanos».
He visto a los jóvenes jugarse la vida buscando cobertura para poder realizar un examen universitario. Quizás los medios no hablen de ellos, pero millones en todo el mundo hemos visto a mujeres y hombres presentar tesis doctorales durante un genocidio.
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La suma de las televisiones del Sur global, los nuevos medios independientes y las redes sociales han abierto brechas en el monopolio mediático. Ese que por años analizaron Parenti, Ramonet y Chomsky. Imaginemos al Gueto de Varsovia transmitiendo en directo al mundo. Veríamos llorar a la niña que entierra su pajarito en una maceta porque las explosiones lo han matado. Temblaríamos viendo las columnas de refugiados cargando al hombro a sus gatos. Y escucharíamos a la niña que le pide al adulto que le deje quedarse la llave de la casa devastada por una bomba. Y cómo llora también. Un millón de niños y niñas llorando. Un millón de jóvenes, adultos y ancianos llorando. Lloraríamos si viéramos la serenidad del abuelo cubierto de ceniza consolando a la nieta. Tal vez conoceríamos la historia de Dareen, a quien mataron a la madre y el padre y el hermano y la abuela y setenta familiares. Y cómo los soldados la han dejado en silla de ruedas. Pero también nos contaría que su padre le dice en sueños que se esfuerce por volver a correr y jugar.
¿Y sabéis qué? Que al final ella nos consolaría y nos diría: cada vez que hablo con periodistas, lloro. Pero no quiero llorar más, porque hoy estoy feliz. Y cuando lloro pongo tristes a mis padres en el cielo. Así que estoy feliz sabiendo que un día volveré a andar. Entonces, cuando dejas el móvil porque ya es demasiado, recibes un nuevo mensaje: otra boda. Asma y Thaer, enfermeros del hospital Al Shifa se casan. Han sobrevivido a las masacres. Y si mueren, morirán juntos y enamorados.
Llegados aquí, he de revelar que nunca me bautizaron, pero que al menos he asistido a la misa de la iglesia de San Porfirio de Gaza. La del techo de azul nocturno, la de los maravillosos y dorados iconos de San Jorge, Jesús y María. La parroquia donde ahora vemos en las pantallas a los cristianos palestinos bautizar colectivamente a sus recién nacidos, antes de que los maten. Tal y como los creyentes musulmanes rezan y meditan en la calle bajo la lluvia torrencial. Porque los ocupantes han incinerado cada templo, cada universidad y cada biblioteca. Pero ¿saben otro secreto? ¿Saben qué es lo que nunca puede morir en Palestina? Las historias y las canciones. Porque la gente las memoriza. ¿Y saben qué más? Que, aunque cada campo sea arrasado y cada palmera sea quemada, siempre sobreviven naranjos y olivos. ¿Cómo lo sé? Porque la resistencia publica a diario vídeos de sus combates con los invasores.
Y casi siempre aparecen ocultos entre olivos, naranjos y adelfas. Gaza es solo una franja minúscula, un oasis junto al mar, un gueto en llamas, un campo de concentración martirizado. Es la ciudad que Alejandro Magno conquistó y destruyó hace 24 siglos. Gaza, la que conecta África, Asia y Europa. La tierra en la que la madre intenta proteger a sus hijos, escondidos dentro de sus entrañas. Para que así, la máquina de guerra guiada por inteligencia artificial no pueda localizarlos. En las ruinas lo han dejado escrito: mientras queden olivos y tomillo, permaneceremos.
* Periodista español. Fue parte de una misión de ayuda humanitaria a Gaza que Israel atacó en aguas internacionales el 31 de mayo de 2010, en la que murieron diez de sus compañeros. Él fue detenido y permaneció secuestrado unos días en Israel.
(Nota publicada en El salto, el 21-IX-24. Brecha la reproduce por convenio.)