Atrapados en azul - Semanario Brecha
El agotamiento de la política de seguridad pública del gobierno

Atrapados en azul

La violencia, la criminalidad y la inseguridad en Uruguay mantienen sus rasgos estructurales más destacados. Un conjunto de dinámicas se han conjugado a lo largo del tiempo y han desembocado en las realidades que padecemos hoy en día. La intensidad y la gravedad de la victimización, el arraigo territorial de algunos fenómenos, la extensión de sentimientos y emociones negativas que van en desmedro de la calidad de vida de las personas moldean una situación que parece impermeable a los discursos y las acciones de política pública. A la luz de los libretos políticos que han predominado en el país durante casi tres décadas, nadie puede sorprenderse ante la realidad actual. Si a eso le agregamos las omisiones del sistema a la hora de neutralizar el gran delito organizado y las claudicaciones (por decir lo menos) de las políticas de inclusión social, el panorama inmediato está lejos de ser promisorio.

Como se sabe, estas problemáticas están sobredeterminadas por una polarización política y una conversación pública (fuertemente gobernada por los medios de comunicación) cuyas dinámicas adoptan una vida propia. Los actores de gobierno hablan de una mejora significativa en la «seguridad» a partir de dos o tres datos cargados de una alta vulnerabilidad técnica, y el espacio público de discusión ahoga como nunca las demandas, los testimonios de victimización y las voces disidentes. Aun así, no se ha logrado desmontar un clima de opinión adverso, receloso y cada día más orientado a exigencias punitivas. Las disputas internas en la coalición de gobierno son un indicador elocuente de una fractura que ya no puede disimularse políticamente.

Al fin y al cabo, si se repasan los argumentos, los instrumentos y las acciones en materia de seguridad, no hay razones para pensar en resultados diferentes. Y esta conclusión habría que extenderla más allá de la coyuntura. El punto no es que el proyecto del gobierno en seguridad se agotó luego de casi cuatro años de gestión. El asunto es que este gobierno encarnó y le dio continuidad a un proyecto ya agotado. Probadamente agotado. Lo que ocurre es que hemos vivido circunstancias muy especiales en los últimos años que crearon ciertos espejismos y desorganizaron algunas dinámicas que parecían inamovibles. En un tiempo corto, hemos pasado por cuatro etapas fundamentales.

El primer momento estuvo marcado por una política simbólica de respaldo y apoyo a la Policía. Un ajuste regresivo en la conformación de los cargos policiales de conducción –asunto que tuvo consecuencias muy negativas durante todo el período– y una insistencia en el cambio de actitud de la Policía implicaron que el gobierno iniciara su gestión en conexión mágica con lo que fue el ejercicio de oposición que desplegaron durante las administraciones frenteamplistas. Es decir, una política sin ideas, ni estrategia, ni encuadre integral, que apeló de entrada a instalar la creencia en la pura voluntad y en el decisionismo policial. Obviamente, una creencia cargada de consecuencias prácticas.

La segunda etapa sobrevino de inmediato. El contexto de pandemia lo cambió todo, no solo las claves de la movilidad y las relaciones sociales, sino que escondió el tema de la seguridad en un mar de otras preocupaciones emergentes. Junto con un silencioso y progresivo proceso de desprofesionalización del trabajo policial (que impactó en los sistemas de información sobre la criminalidad) hubo una disminución en la cantidad de denuncias de delitos recibidas por la Policía, asunto que fue interpretado –equivocadamente– como un indicador del éxito de la nueva gestión. Como remate de esta segunda etapa, sobrevino una ley de urgente consideración que amplió los márgenes de discrecionalidad del trabajo policial, aumentó la carga de punitividad y reforzó el encierro como estrategia primera para el control del delito.

En tercer lugar, el fallecimiento del ministro Larrañaga y la asunción de Heber ocurrieron en el tramo final de las intensas restricciones de movilidad, producto de la pandemia. A partir de allí, el delito (sobre todo el más violento) recobró su vigor. Las dinámicas territoriales se hicieron más agudas, la presencia policial fue más esporádica y a demanda, y todo eso en medio de grandes vacíos en materia de articulaciones eficaces de políticas locales. Las distancias entre el escenario mediático más o menos disciplinado y las realidades territoriales concretas han creado una brecha por la cual se filtran el malestar y la deslegitimación. Algunos sondeos de opinión pública ya reflejan esa realidad.

La cuarta etapa combina todas esas dificultades con una crisis institucional profunda, que vincula al gobierno (y en especial al Ministerio del Interior) con una trama de clientelismo, espionaje y entrega de pasaportes a narcotraficantes. En todos esos casos, hubo implicados que ostentaban altos cargos policiales. No fue sencillo transitar esa crisis, y la estrategia fue aguantar hasta que pasara y se quitara del foco de la opinión pública. Más allá de esas astucias, la afectación política fue severa.

Hoy transitamos este último tramo de gobierno bajo la tónica de lo que fue todo el período: problemas agravados, descontentos en las internas institucionales, polarización política y un nivel de violencia homicida que amenaza con salirse de cauce nuevamente.

Si juzgamos el impulso final de este gobierno por lo que se plantea en esta última rendición de cuentas, deberíamos concluir que la agenda está totalmente agotada. Salvo algunos cambios en materia de compensación salarial, reestructuras y creación de cargos, lo único que se propone es el aumento de penas mínimas y máximas para el homicidio simple y la introducción de agravante cuando las muertes adquieran las modalidades propias de las ejecuciones en el marco del delito organizado. De nuevo, el recurso simbólico de la severidad se esgrime como equivalente de una acción necesaria en materia de política pública.

Por un momento llegamos a creer que, en esta rendición de cuentas, algunas de las medidas que se tramitaron en los diálogos multipartidarios serían incorporadas. Mal o bien, con esas medidas se abrían un discurso y una línea de acción orientados en un sentido diferente. Si antes teníamos dudas sobre la viabilidad de esa propuesta, en la etapa en la que estamos, y con un ministro que ya anunció su fecha de retiro, sin contar los problemas internos que la coalición tiene por estos temas, hoy vemos que este impulso tiene muy pocas chances de prosperar.

La complejidad de las demandas, las iniciativas programáticas de cara a un nuevo ciclo electoral, lo que pueda subsistir como agenda de gobierno, la capacidad de propuesta y de interlocución de las organizaciones sociales y académicas, el impacto de una polarización política que encubre consensos sobre visiones sustantivas (en particular, sobre la centralidad de la Policía y de la cárcel) tendrán en los próximos meses nuevas articulaciones y espacios de posibilidad. Todo indica que estamos atrapados en una dinámica de la que no podemos salir. Cada impulso disruptivo es acorralado y reabsorbido. Estos niveles de violencia y criminalidad son producto de condiciones estructurales que no se quieren asumir en su profundidad. Pero, al mismo tiempo, esos niveles de violencia y criminalidad son realidades funcionales a la reproducción de intereses políticos e institucionales que sobredeterminan los procesos de gestión y las narrativas públicas. El drama de la seguridad es, en el fondo, el drama de la propia política.

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