En las últimas semanas se acumularon las noticias sobre anomalías climáticas. Olas de calor golpearon a Europa, con temperaturas que superaron los 40 grados Celsius en España y Portugal, desembocando en la muerte de unas 2 mil personas. Los termómetros mostraron otros récords en Francia, Italia y Alemania. En Inglaterra, por primera vez, se emitieron alertas por el calor y llegaron al máximo histórico de 40 grados.
No son hechos aislados porque situaciones similares se repitieron en todo el hemisferio norte. Muy altas temperaturas se observaron en África, Oriente Medio y Asia. En China, por ejemplo, 71 estaciones meteorológicas registraron récords: 84 ciudades emitieron advertencias por calores extremos y fueron afectados unos 900 millones de personas. América del Norte volvió a lidiar con incendios, mucho calor y alertas sobre 40 millones de personas.
En el hemisferio sur también se lidia con desarreglos. Mientras los uruguayos salen de un muy frío junio, ocurre lo contrario en Paraguay y el norte de Argentina, con sitios que alcanzaron los 40 grados a pesar de ser invierno.
A todo esto se suman inundaciones, lluvias donde raramente llueve, hielos que se derriten más rápidamente de lo esperado o sequías persistentes. Los impactos en la salud y la economía son serios. En algunas regiones se pierden cosechas y en otras la infraestructura colapsa. Por ejemplo, en Francia, se debieron apagar centrales nucleares porque el agua de los ríos que supuestamente debía refrigerarlas estaba demasiado caliente, y en Inglaterra se suspendieron servicios de trenes porque los rieles se dilataban.
Las miradas científicas difícilmente pueden aseverar si cada uno de esos eventos se debe al calentamiento global, pero concuerdan en señalar que anomalías como esas serán cada vez más frecuentes bajo el cambio climático. La marcha del efecto invernadero se aceleró desde la década de 1980, y a inicios del siglo XX el planeta estaba, en promedio, 1 grado por encima de los valores de referencia (estimados para 1850-1900). Nos encaminamos a superar 1,5 grados en un futuro inmediato, lo que provocará impactos aún más severos en la ecología planetaria.
La causa fundamental de este mal está en los gases invernaderos, como el dióxido de carbono (CO2), que se libera al quemar combustibles derivados de hidrocarburos o carbón, junto con otros gases como el metano. La presencia de CO2 no ha dejado de aumentar: en 1985, cuando Brecha comenzó a publicarse, se ubicaba en 346 partes por millón, mientras que hoy, a fines de julio de 2022, cuando se esté leyendo este artículo, se acerca a 419 partes por millón. Es un incremento brutal que alimenta anomalías que pueden ser tanto sequías como inundaciones, fríos o calores.
La pregunta inmediata ante esta situación es saber si Uruguay está preparado para lidiar con el cambio climático. La institucionalidad gubernamental clave en esta materia es la Dirección Nacional de Cambio Climático, ubicada dentro del Ministerio del Ambiente. A pesar de la relevancia y urgencia ante esa cuestión, es la repartición más pequeña de esa cartera, la que más depende de dineros de la cooperación internacional y la que cuenta con el menor presupuesto.
El Ministerio de Ambiente es el que posee el presupuesto más pequeño de toda la administración central: 0,26 por ciento. A su vez, esa dirección apenas alcanza un microscópico 0,004 por ciento de ese gasto total y el gobierno no propuso ninguna partida adicional para esa repartición. Por ejemplo, esa dirección ministerial es responsable de todo el sistema nacional de respuesta ante el cambio climático, e involucra, entre otros, a 11 ministerios, lo que aparece como harto difícil con ese presupuesto.
Si en cambio se toman las llamadas «áreas programáticas», como pueden ser educación o seguridad social, la correspondiente a ambiente y recursos naturales incluye las tareas del Ministerio de Ambiente, pero también de otras carteras que participan en estas cuestiones, como el Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca (lo que es entendible si se piensa, por ejemplo, en los efectos ambientales de la forestación o la agricultura) o la cancillería (que participa de las negociaciones internacionales en esa materia). Por tanto, los dineros involucrados son un poco mayores (aceptando los cálculos del gobierno). Pero, otra vez, el gasto estatal dedicado al ambiente es el más bajo entre todas sus áreas programáticas y el empleado en cambio climático lo es mucho más: 0,006 por ciento del total ejecutado en 2021.
La responsabilidad política de esta situación cruza a casi toda la coalición: al herrerismo, por organizar el presupuesto estatal, a Ciudadanos (del Partido Colorado), en tanto ocupa el sillón ministerial y a Cabildo Abierto, que es responsable de la Dirección de Cambio Climático.
Es legítimo preguntarse si el resultado de esa política, que acompasa una institucionalidad débil con un presupuesto escuálido, sirve para prepararnos para las olas de calor, los déficits hídricos, inundaciones o cambios en nuestras costas, y todas sus implicancias económicas. O si, por el contrario, estamos más desamparados ante el cambio climático.