Tabaré sabía de victorias insólitas. Bajo su presidencia (palabra que le quedaba tan bien), Progreso, el cuadro de La Teja, había salido campeón uruguayo. De tanto contarla, la historia ya es una leyenda. Hijo de una familia obrera. Nacido en un barrio popular. Producto de la educación pública. Organizador social. Socialista. Self-made man. Uruguayo, uruguayísimo. Conocedor y representante de la autoimagen de aquel Uruguay.
Vázquez emergió del corazón del mundo popular uruguayo. Del oeste de Montevideo, que es, desde la era de los frigoríficos y hasta hoy, el gran bastión de la izquierda. Se movió siempre como pez en el agua en los ambientes pesados del mundo popular, como el fútbol y el carnaval. Se lo acusó, por supuesto, de populista. Y aunque haya terminado siendo la viva encarnación de eso que llaman «las instituciones», en su momento se lo calificó de outsider. No era un típico cuadro de los aparatos de la izquierda uruguaya. Uno de sus méritos, de hecho, fue lograr saltearse las formas estereotipadas de la militancia de izquierda para llegar a más gente. Su victoria mostró un camino para salir del aislamiento y la depresión.
El desafío que tenía por delante era tremendo. Nada menos que crear una estrategia cuando todo estaba perdido. Lo hizo. Si en los años sesenta la izquierda se propuso hablar con el pueblo insertándose en la larga corriente artiguista, aprendiendo a tocar milongas y juntándose de una vez por todas, los problemas de los noventa eran bien distintos. Vázquez entendió que para hablar con el pueblo era necesario hacer política para la televisión. La idea era desenfatizar el discurso revolucionario, insistir con medidas concretas que le mejoraran la vida a la gente, crear un comando político ágil que no dependiera de la siempre trancada interna frenteamplista y promover una política de alianzas amplia. Los símbolos artiguistas y el «hasta la victoria siempre» no desaparecieron, pero pasaron a un segundo plano respecto a una estética más popera, con menos rojo y más blanco, renovada. El nombre de la estrategia era Encuentro Progresista.
La historia del Frente Amplio (FA) en los noventa tuvo como tema principal la revisión crítica de lo hecho antes de la dictadura, pero no sólo por cuestiones estéticas y de estrategia electoral. En su biografía de Vázquez, el periodista Sergio Israel1 cuenta la profunda influencia de Salvador Allende, otro médico socialista y masón, sobre el tejano. Como referente ético y político, sí, pero también como contraejemplo. La obsesión era aprender de «sus errores». No terminar derrocado, con el país sometido a 46 años de contrarrevolución. Eso explica, según el autor, la cercanía de Vázquez con los sectores del poder: la Iglesia, las grandes potencias, el empresariado. Quizás el recuerdo de la dictadura explica la estrategia seguida mejor que el teorema del votante medio.
En sus décadas de actividad pública, Vázquez insistió obsesivamente con la necesidad de la «renovación ideológica» de la izquierda. No lo decía en abstracto, sino que tenía en mente un proyecto ideológico muy concreto, que hizo constar por escrito más de una vez. Vázquez siempre enfatizó la calma, la certeza y el acuerdo. Promovió el diálogo social, el pacto social, la paz social, el «nunca más uruguayos contra uruguayos». Esta calma debía ser acompañada de un desarrollo basado en la incorporación de la tecnología, la informática y las técnicas modernas a la producción y la práctica de gobierno. Vázquez dijo muchas veces que la política debía pensarse científicamente y que, de hecho, era una extensión de la medicina. Sostenía que era así como se podía mejorar la vida de la gente.
La estrategia de Vázquez y sus progresistas no produjo un ascenso meteórico, pero logró un crecimiento sostenido de la votación del FA. La malaria neoliberal de los noventa, que reventó dejando un tendal en 2002, hizo el resto del trabajo. La gente quería un cambio. Un spot de la campaña de 2004 conmovía con «Todo cambia», de Mercedes Sosa. El FA cerró su campaña con un acto inmenso que desbordó la Avenida del Libertador. Pocos días después, el 31 de octubre de 2004, las urnas reventaron de votos frenteamplistas y las banderas de Otorgués volvieron a inundar la ciudad. Tabaré dijo a la multitud: «Festejen, uruguayos, festejen». Y festejaron. Fue el desahogo después de décadas de desmoralización. Y el mayor momento de euforia colectiva que vivió este cronista, que en aquel momento tenía 16 años.
Vázquez prometió que iba a mejorar la vida de la gente y cumplió. Se salió del pozo. Se atendió la emergencia social, crecieron los salarios, se protegieron los derechos de los trabajadores, aumentó la cobertura de los sistemas de salud y de seguridad social. El plan de emergencia, que fue el foco de esos primeros meses del gobierno, fue duramente atacado por quienes pensaban que algo terrible iba a pasar si se les daba algo a los pobres. En un largo discurso en 2006, Vázquez respondió algo así: «Hay quienes dicen que los pobres usan el dinero del plan de emergencia para comprar vino y yo pregunto: ¿por qué los pobres no van a poder tomarse un vino?».
Según la estrategia trazada por Vázquez, para poder sostener estas políticas era necesaria la paz con los sectores dominantes y el crecimiento de la inversión. En los primeros años de su gobierno dio dos señales claras en este sentido. Defendió a Botnia (hoy UPM) a capa y espada, aunque eso significara romper con el ecologismo y escalar un grave conflicto con la Argentina kirchnerista. Y recibió la visita del criminal de guerra George W. Bush, mientras buscaba un TLC con Estados Unidos, lo que produjo la reacción de todo aquel que tuviera algún compromiso antimperialista. Como si esto fuera poco, vetó en 2008 una ley que hubiera legalizado el aborto, lo que lo enfrentó irreparablemente con el feminismo. Años después, en 2011, contó en una charla en el colegio Monte VI (del Opus Dei) que pidió a Bush que saliera a decir que «Uruguay era un país amigo y socio de Estados Unidos», ante la posibilidad de que «hubiera un conflicto bélico» con Argentina. Por la enorme repercusión de estas declaraciones se retiró de la política, hasta que los principales sectores del FA lo fueron a buscar a su casa para que fuera candidato a presidente en las elecciones de 2014.
Su segundo gobierno encontró una situación económica y política desfavorable. Vázquez volvió a apostar a la estrategia que le había funcionado: dar certezas al capital mientras buscaba megainversiones y tratados comerciales. Estuvo dispuesto a ceder mucho, pero la economía no terminó de repuntar. Falto de iniciativa, el gobierno frenteamplista no supo responder a fenómenos que se le iban de control y que eran, en parte, consecuencias de sus políticas: la desmovilización de la militancia frenteamplista (y un vínculo resquebrajado con la militancia social después de la esencialidad de la educación en 2015), la movilización de sectores rurales y ecologistas en su contra, la dificultad para seguir ofreciendo mejoras materiales a la gente, el crecimiento de discursos reaccionarios en la sociedad. La derrota electoral se hizo inevitable. Al retirarse del gobierno, su mensaje fue: «No te rindas, aunque el frío queme», frase que repitió hasta sus últimos días.
Vázquez es la personificación de esta saga de la izquierda uruguaya. La creación de una nueva estrategia, el crecimiento, el clímax, los logros y la derrota. No supo crear algo nuevo cuando la estrategia encontró su límite, pero ¿por qué iba a saber? Fue un hombre de un tiempo que ya no es. Fue fiel hasta el final en su admiración a Felipe González y a Ricardo Lagos, aunque la monarquía del 78 se tambaleara y el Chile pospinochetista se viniera abajo gracias a la revolución de 2019.
En los grandes personajes de la historia se puede descubrir una misión. Vázquez dio a la izquierda algo que esta siempre vio como algo lejano: la victoria. E insistió en tener el bienestar del pueblo como brújula. Por eso, los cientos de miles que pudieron levantar cabeza durante los gobiernos frenteamplistas nunca lo van a olvidar. Demostró todo lo que se podía hacer con su estrategia y también mostró el límite donde esa estrategia deja de funcionar, y sus graves costos. Durante los noventa, los neoliberales trabajaron para convencernos de que era imposible e indeseable que aumentaran los salarios, que los sindicatos fueran fuertes y que hubiera empresas públicas. El frenteamplismo vazquista demostró que todo eso era deseable y posible. En el camino, propuso una nueva narración sobre lo que se puede y sobre lo que es lícito querer (y lo que no). En algunos puntos, Vázquez ensanchó el margen de lo posible. En otros, lo estrechó. Y el río de la historia no deja de correr. Vázquez ya no va a estar para fabricar victorias ni para que nos peleemos con él; vamos a tener que hacernos cargo de los desafíos y las enseñanzas que su trayectoria nos deja.
1. Tabaré Vázquez, compañero del poder. Planeta, 2018, pág. 153.