Rodolfo Enrique Tilli, más conocido por el nombre artístico de Rodolfo Bebán, tuvo dos muertes muy distintas. La primera, ficticia, operística y ante los ojos de millones, fue interpretando al gaucho Juan Moreira en una de las escenas más icónicas de la película homónima filmada en 1973 por el igualmente icónico Leonardo Favio. La segunda, real, solitaria y sin atisbo de grandeza, ocurrió el sábado pasado en el geriátrico en el que estaba internado desde que su salud encaró la pendiente final del deterioro que lo había llevado a alejarse de la vida pública en 2014.
A excepción de algunos comentarios de amigos y colegas, se supo poco de su salud desde entonces. Sus seis hijos –dos de su matrimonio con la actriz Claudia Lapacó, una de la relación con la modelo Liz Amaral Paz y los tres últimos de su noviazgo con la actriz Gabriela Gili– optaron por preservar su intimidad, como si quisieran que el público recordara a su padre como lo que fue: uno de los actores más importantes de la segunda mitad del siglo pasado, un hombre indisociable del cine, el teatro y la televisión argentina, el Adonis para más de una generación de hombres que soñaron con tener aunque sea la décima parte de su charme: los ojos azules que derretían lo que mirara, la voz grave y seductora, el aura viril de su porte, la gestualidad hipotónica de sus movimientos.
Como sus muertes, la vida de Bebán tuvo dos facetas. Si en el ámbito público todo era reconocimiento, popularidad, tapas de revistas, marquesinas, publicidades y hasta discos, en el privado era un hombre más bien callado, reticente a las declaraciones altisonantes, sin posición política conocida y poco adepto a moverse donde hubiera cámaras y flashes. Esa dualidad se debe, quizás, a que este hombre nacido el 25 de mayo de 1938 en un barrio del primer cordón del conurbano de la Ciudad de Buenos Aires llegó a la actuación casi de casualidad, pues hasta principios de la década del 50 sus intereses pasaban por la esgrima, el tango y, sobre todo, la aviación. Tanto quería volar que de adolescente se dijo que, al terminar el colegio secundario, se iría a estudiar la carrera de piloto a la provincia de Córdoba.
Pero el destino tenía otros planes. Poco antes de partir acompañó a un amigo a una audición para encontrar extras para una adaptación teatral de Fuenteovejuna, la obra del español Lope de Vega. Bebán, que había ido para hacerle la segunda a su amigo, terminó quedándose con el papel principal. «De a poco me empecé a identificar, a enganchar. Desde ese día el escenario se me impuso como algo irreversible de lo que no me pude apartar más», contaría años más tarde. Siguieron clases de actuación que pagaba con su trabajo como empleado en una casa de créditos y muchos enojos de parte de su madre, quien se había separado de su padre, el también actor Miguel, por «culpa del teatro», como reconoció ante el diario Clarín en 1992. La etapa formativa continuó con sus primeros papeles en obras independientes, un salto al Teatro Cervantes –uno de los más importantes del circuito porteño– y un viaje a Europa del que volvió cuando promediaba la década del 60. No sabía, no podía saber, que la televisión lo esperaba con las puertas abiertas.
El rol de galán le calzó perfecto. Ni siquiera el blanco y negro de las imágenes televisivas de la época menguaban el magnetismo de su figura imponente. Enamoró al personaje de Bárbara Mujica en la telenovela El amor tiene cara de mujer, y fuera del set hizo lo mismo con la actriz Claudia Lapacó: casada en 1966, la pareja monopolizó tapas de revistas del mundo del espectáculo durante los breves años de una relación que, más allá de los hijos en común, no terminaría bien. Desde entonces, alternó proyectos de altísima exposición (las telenovelas Malevo, coprotagonizada por su segunda pareja, Gabriela Gili, y Cuatro hombres para Eva, además de una versión para TV de Romeo y Julieta) con otros de bajo perfil, en su mayoría sobre las tablas teatrales.
Si la TV le dio fama y visibilidad, al punto de que se publicó un álbum de figuritas sobre él, las obras clásicas fueron su refugio, el lugar en el que se movía con la naturalidad de quien había nacido para eso. «Mi gran amor es el teatro. Nací y me crié en él. Cuando no lo hago, lo extraño. Pero tengo que reconocer que la televisión me dio notoriedad y la posibilidad de grandes trabajos. No puedo escupir contra el viento», reflexionó ante el diario La Nación en 2014, durante una de sus últimas entrevistas. Es por eso que, en paralelo a su carrera televisiva, durante los años sesenta y setenta, fue parte de la Comedia Nacional del Teatro Cervantes, donde participó en proyectos junto con grandes nombres de la época, como Susana Campos, Fernanda Mistral, Lydia Lamaison, Palito Ortega, Ana María Campoy, China Zorrilla, la muy joven Susana Giménez y ese maestro de maestros que fue Alfredo Alcón.
Pero su papel más memorable fue en la pantalla grande. Su debut en el cine fue con un rol secundario en Hotel alojamiento (1966), de Fernando Ayala, al que le siguieron, entre otras películas, participaciones en Matrimonio a la argentina (1968) y Los muchachos de antes no usaban gomina (1969), ambas de Enrique Carreras, y en Juan Manuel de Rosas (1972) de Manuel Antín, en la que se puso en la piel del caudillo bonaerense. Tuvo que interpretar un personaje histórico que todavía es discutido por la historiografía argentina, y que preludió la cumbre de su fama: Juan Moreira. La particular recreación de Leonardo Favio, basada en la novela homónima de Eduardo Gutiérrez, de la vida del arriero que combatió las injusticias que sufrían los gauchos a mediados del siglo XIX es considerada una de las mejores películas del cine argentino, en parte gracias a la intensidad y emotividad que le imprimió Bebán al héroe con destino trágico. ¿La inspiración? Los trabajos de Toshirō Mifune en las películas de samuráis de Akira Kurosawa. Bebán fue, en palabras de Favio, «la mejor arcilla que tuvo en sus manos».
Su camino en los setenta y ochenta continuó pendulando entre la televisión, el cine y el teatro. Durante los noventa sus apariciones en pantalla se hicieron más esporádicas, con participaciones destacadas en el ciclo de unitarios semanales Alta comedia y en la novela El precio del poder. Ya en este milenio, integró el elenco de Hombres de honor y Camino al amor, que en 2014 marcó su despedida de la televisión. Una despedida que ahora adquiere el carácter de definitiva.