Más allá de cualquier asomo de integración entre los sexos, las conversaciones que tienen lugar cuando los hombres se quedan solos adquieren rasgos que los definen de buenas a primeras. Dos comedias en cartel ponen al descubierto un puñado de tales características.
Niños expósitos (Circular, sala 2), del cordobés Rafael Bruza, dirigida por Eduardo Cervieri, ironiza con el subtítulo “Una comedia divina”, de modo de poder subrayar que los niños en cuestión provienen de una parroquia donde comparten distintas tareas de orden religioso. Dicho ambiente y las continuas alusiones a su adentro y su afuera abren camino a una especie de irreverencia que el autor despliega para satirizar las idas y venidas de dos hombres ya grandes –los ex expósitos– que todavía no han conseguido discernir qué hacer con sus vidas. Las frecuentes citas a los santos, autoridades eclesiásticas y a la doctrina que ambos juran esgrimir, parece señalar Bruza, se tiñen a menudo de una fabulación que revela el desgaste de una existencia que reclamaría que uno y otro se asomasen a otros ámbitos. El tono juguetón que el texto propone para contemplar a estos ejemplares sin rumbo fijo trae consigo una sabrosa definición de personajes que, de a ratos, incorpora la mención a otros –el sacerdote de la parroquia que los “ampara”, la mujer que despierta el interés amoroso de uno de los citados– que influyen en las decisiones que los ex niños deberían tomar. Más borroso, en cambio, resulta el conflicto, es decir, el desarrollo de una historia que, aparte de sus festejables situaciones, no parece progresar en una dirección clara y determinada, indefinición que empuja a Bruza a arribar a una conclusión más abrupta que justificada. El trabajo de Cervieri, sin embargo, aprovecha, por cierto, el ocurrente contraste entre dos personajes que Carlos Rodríguez y Félix Correa anteponen y complementan con un disfrutable desfile de pequeños detalles que los vuelve tan humanos como creíbles. La escenografía de Alicia Lores y el propio Cervieri brinda el marco adecuado no sólo a las entradas y salidas del dúo sino también a todo aquello que se escucha y se supone proviene de los otros ambientes por donde transita el párroco que los protagonistas asisten a cada rato.
Nuestras mujeres (Notariado), del francés Éric Assous, en versión de los argentinos Fernando Masllorens y Federico González del Pino, con dirección de Mario Morgan, muestra qué sucede cuando en la periódica reunión de tres viejos amigos, uno de ellos revela, nada menos, que acaba de matar a su esposa. El humor, créase o no, preside, de ese momento en adelante, un planteo que, amén de descubrir los distintos matices afectivos que unen al trío, brinda la necesaria información acerca de sus respectivas vidas y, claro está, mantiene el suspenso en cuanto al asesinato en cuestión. Un exigente diseño de personajes, cuyos vínculos afloran a medida que progresa la acción, entraña asimismo oportunas y ocurrentes referencias a las imprevistas imperfecciones de cada integrante del terceto. Tal suma de aciertos no disimula empero la calculada estructura de un texto –también conocido a través del cine– que, pese a quien pese, se vuelve más previsible y artificioso de lo deseable. La impecable naturalidad de Franklin Rodríguez, César Troncoso y Diego Delgrossi, vale la pena señalar, le brinda a Morgan su mejor carta para mover con credibilidad los entendimientos y desentendimientos de estos mosqueteros en trance. La solución escenográfica propuesta por Ruben Rodríguez, Maximiliano Leymonie y Antonio Hualde cumple con su finalidad de principio a fin, lo mismo que la banda sonora que toma a Frank Sinatra como recurrente referencia. El ingenioso punto de partida del asunto y el rendimiento del equipo no impiden, de todas maneras, pensar en qué habría sucedido si Assous hubiese desarrollado su comedia con mayores exigencias.