Algunos directores y productores consideran que, para lograr un cine de calidad, es necesario realizar planos llenos de extras, presentar puntos de vista estrafalarios, filmar en locaciones exóticas y contar con herramientas técnicas de última generación –cuya utilización correcta en un país como el nuestro sólo es plausible de aprenderse filmando publicidad–. Por suerte, todavía hay otros que se animan a resignificar (¿o recuperar?) una noción alternativa de «espectáculo» y centran sus recursos en lograr un concepto visual que se apoye, sobre todo, en el guion y las actuaciones, sin la necesidad de ostentar que son capaces de tal o cual virtuosismo técnico o de alcanzar, para contar historias íntimas, los estándares marcados por el mainstream televisivo.
El estadounidense Dan Sallitt es uno de esos directores. Crítico de cine en Los Ángeles, en 1986 financió su primera película con su sueldo de periodista. Y, aunque en el medio filmó dos más, recién en 2012 obtuvo cierta notoriedad en los festivales con The Unspeakable Act, un extrañísimo coming of age en el que la protagonista, de 17 años, se encuentra perdidamente enamorada de su hermano (sí, de su hermano de sangre). Allí nació su primera colaboración con la actriz Tallie Medel, que también es la protagonista de Fourteen, su último largometraje. En el Festival de Cine de Mar del Plata 2019, esta película pudo verse junto con un corto de Sallitt llamado Caterina, que tiene la particularidad de tener como intérprete a la actriz argentina Agustina Muñoz.
Fourteen es la historia de la relación entre dos amigas, Mara y Jo, a lo largo de diez años. El argumento es sencillo y para nada original: ambas tienen problemas y se brindan apoyo, pero, inevitablemente, el tiempo empieza a complejizar el vínculo y a dirigirlas hacia tránsitos vitales demasiado diferentes. Mara tiene una carrera consistente, transita diversos amores, se convierte en madre; Jo tiene una vida bastante errática y depresiva, atravesada por las drogas y signada por relaciones tóxicas que se rompen sin solución de continuidad. Pero lo interesante, justamente, no es «lo que pasa», sino el modo en el que están narrados esos eventos cruciales. La selección de lo que se muestra no incluye eso que, en el cine, podríamos llamar los hechos importantes o, mejor dicho, los núcleos de tensión que modifican para siempre las vidas de los personajes. Sallitt le pasa por encima a la narrativa clásica y deja que esos grandes mojones dramáticos queden fuera de campo; los pedacitos de tiempo que elige mostrar son los que, habitualmente, consideramos cotidianos, repetitivos, poco interesantes.
Pero resulta que en esos pequeños momentos «normales» se sienten perfectamente las consecuencias de esas otras acciones, las fundamentales, las definitivas. Así, el realismo que logra es muy profundo y se acentúa con la preciosa elección de cuerpos no hegemónicos y personajes no demasiado carismáticos, y con la relación visual tan libre que se establece entre esos cuerpos; por ejemplo, no tiene ningún problema en poner una actriz muy petisita al lado de un tipo altísimo y hacerlos jugar en cámara con total naturalidad. De alguna manera, esta forma de narrar trasunta una sensibilidad muy honda para captar el modo en que las personas vamos modificando nuestras vidas, nuestras relaciones, nuestras maneras de percepción: los procesos son largos y los cambios se traducen en pequeños corrimientos que se desarrollan en la cotidianidad, en el uso de ciertas palabras, en la intensidad de las miradas, en movimientos mínimos que dejan entrever que hemos dejado de ser quienes éramos.
Este trabajo con la temporalidad se corresponde con un uso extremo, asombroso, del montaje: no hay transiciones entre las escenas ni indicadores claros de que el tiempo ha pasado. Vamos entrando en esa lógica de la película –la que indica que entre escena y escena pueden haber pasado perfectamente diez meses o dos años– paulatinamente, hasta que terminamos comprendiendo lo particular de su armado, como si se tratara de un rompecabezas. Pero se trata de un puzle fluido, liviano: no hay ningún énfasis vanguardista que llame la atención directamente sobre la forma. La construcción está al servicio de los vínculos, de las pequeñas sensaciones que se acumulan, que crean imágenes que se graban en la memoria apenas, como sin querer. En ese devenir, en el que el trabajo con el espacio también juega un papel fundamental –¡qué cosa más linda ese plano fijo y largo, documental, de la estación de trenes!–, el uso selectivo de los puntos de vista de ambas amigas también le sirve a Sallitt para, de a poquito, hacernos sentir el desarrollo del vínculo: al principio la cosa es más simétrica –vemos a una, vemos a la otra–, hasta que la cámara parece quedarse sólo con Mara, como si lo que hace Jo no pudiera ser filmado, como si se tratara de algo tan oneroso y desordenado que ni siquiera fuera posible hacerlo entrar en el tono pudoroso, delicado y jamás solemne de la propia película.
Todas las decisiones de la puesta en escena se sienten calmas, serenas, muy planificadas y, al mismo tiempo, naturales, hasta casuales, diría. Esa sofisticación de lo sencillo logra que la historia nos transmita una profunda tristeza con respecto a la existencia, un sinsentido pesado, espeso. ¿Cuál es el verdadero amor de la vida de una mujer? Puede ser una amiga, aunque se trate de un vínculo complicado; esa amiga de la que siempre volveremos a hablar con nuestra hijita, esa que ha definido los matices más filosos de nuestra alma porque ha compartido, a su manera, nuestras frustraciones y cuya muerte nos deja demasiado solas, más solas que nunca.
1. La película se pasará hoy, viernes, a las 22.00, en el canal TV Ciudad.