esde que Donald Trump venció a Kamala Harris, el Partido Demócrata se ha visto consumido en una guerra de diagnósticos sobre qué salió mal y de quién es la culpa. Las columnas de opinión, los pódcasts, los streamers, los panelistas y las redes han estado inundadas de acusaciones y ataques para todos lados. Algunos culpan a Joe Biden. Otros señalan a Harris. Están los que responsabilizan al partido por su supuesta cooptación por causas progres o woke. Y están los que critican la incapacidad demócrata para abrazar con suficiente fuerza esas mismas causas. Las recriminaciones siguen y siguen.
Combinado con la desalentadora realidad de tener por delante un segundo gobierno de Trump, el barullo a menudo paralizante de este pase de facturas frenético puede suscitar una pregunta simple: ¿aporta algo realmente esta autoflagelación tardía? ¿O esta guerra de discursos es simplemente un montón de ruido y furia? La historia sugiere que estos debates poselectorales pueden ser realmente determinantes y que este episodio particular en la interna del partido probablemente tendrá consecuencias de peso para el futuro estadounidense.
Si bien puede parecer un déjà vu (otra vez los demócratas están desorientados y sin líder, como pasó después de la victoria de Trump de 2016), el contexto ha cambiado dramáticamente. Al regresar al poder con una victoria decisiva, aunque estrecha, en el Colegio Electoral y también en el voto popular, Trump tiene la oportunidad de consolidar un realineamiento duradero de la política estadounidense que podría prolongarse toda una generación. No solo él y su coalición están más organizados que la última vez, sino que el orden político neoliberal parece estar desmoronándose.
La forma en que los demócratas respondan a este desafío y cómo naveguen por un segundo gobierno de Trump también determinarán los contornos del orden posneoliberal al que estamos ingresando. Cómo formulan esa respuesta y qué fuerzas sociales pueden sostenerla son lo que está en juego.
EL DUELO
Implícita en todo diagnóstico de un problema está la prescripción de su remedio. Tradicionalmente, los cientistas políticos esperan que, cuando un partido pierde una elección, sus líderes, los grupos de interés más cercanos y los militantes discutan en conjunto para tratar de descubrir qué salió mal. Si bien esa conversación puede prolongarse interminablemente, la idea básica es que el partido aprenda de sus errores y corrija el rumbo antes de la próxima elección.
En este caso, lo erróneo de esa expectativa es que los partidos estadounidenses no son en realidad organizaciones de masas con instituciones deliberativas, membresías activas o estructuras de autoridad vinculantes capaces de mantener el tipo de conversaciones imaginadas por los politólogos optimistas. Más bien, como entidades que sirven de puente entre el Estado y la sociedad, estos partidos son instituciones contenciosas que reúnen a actores políticos en situaciones diferentes con intereses en conflicto y agendas divergentes.
Los políticos de carrera quieren buscar la reelección por encima de todo. Los grupos de interés, los think tanks y los movimientos sociales alineados con los partidos tienden a priorizar el contenido programático. Los financiadores (donors) pueden oponerse a lo que exigen los movimientos, mientras que los dirigentes pueden resentir las demandas de ambos actores. Aunque los unen relaciones de dependencia mutua, la interna de las coaliciones partidistas está plagada de polémicas.
Esta perspectiva puede arrojar una nueva luz sobre los debates poselectorales. Pueden parecer intrascendentes, o un mero ejercicio para culpar a otros y evadir la responsabilidad propia, pero presentan oportunidades únicas para cambiar el equilibrio de poder en la interna.
TRES TENDENCIAS
En la interna demócrata ya se ha asentado lo suficiente el polvo como para discernir ideas centrales, convergencias y puntos de tensión emergentes entre las narrativas en competencia. A riesgo de simplificar demasiado, podemos clasificarlas en tres grandes tendencias: la populista de izquierda, la neocentrista y la acomodaticia.
Como era de esperar, Bernie Sanders saltó a la refriega sin rodeos: «No debería sorprendernos que un Partido Demócrata que abandonó a la clase trabajadora descubra que la clase trabajadora también lo abandonó» (véase «La lección sin aprender», Brecha, 7-XI-24). En los días y semanas siguientes, la izquierda demócrata respondió favorablemente con múltiples respaldos a la idea de un «populismo de izquierda» capaz de contrarrestar la alternativa trumpiana.
Lo inesperado fue la cálida recepción que tuvieron las declaraciones de Sanders fuera de su círculo más cercano. El influyente periodista Ezra Klein, columnista de The New York Times y exeditor del Washington Post, dedicó todo un episodio de su pódcast a la pregunta: ¿Bernie habría ganado? El columnista conservador David Brooks aventuró «Quizás Bernie Sanders tenga razón». Ante el evidente éxito del movimiento MAGA [Make America Great Again] de Trump, la crítica populista de izquierda parece haber tocado una fibra sensible.
Una segunda narrativa poselectoral predecible proviene del centro del partido. Siguiendo una tradición que se remonta a los contrarreformadores posteriores a 1968 que solidificaron el centrismo neoliberal en el partido, muchos de estos consultores y exestrategas del partido enfatizan el descentramiento de las posiciones demócratas en lo que consideran «temas sociales» polémicos, especialmente los derechos de las personas trans. Gran parte de la culpa del fracaso electoral demócrata se atribuye a una influencia universitaria desenfrenada, al uso de terminología woke y a otros «monstruos» que suelen obsesionar a los conductores de Fox News.
Sin embargo, si bien hay continuidad en la narrativa centrista a lo largo de las décadas, también hay señales interesantes de cambio. En pleno desmoronamiento del consenso neoliberal bipartidista, el nuevo centrismo ha comenzado a alejarse del ensalzamiento de las virtudes de los mercados libres y el libre comercio, y de la obsesión tecnocrática con protocolos y procedimientos. Siguiendo el ejemplo del propio Biden, un centrista de toda la vida, la gran mayoría de los demócratas del Congreso votó por la reactivación de la política industrial. Aunque se concretó parcialmente, su programa Build Back Better constituye «el paquete más extenso de beneficios económicos para las familias de clase trabajadora y media» desde la década del 60, según algunos análisis.
Obviamente, construir una alternativa verdaderamente progresista al orden actual requiere mucho más que pronunciamientos políticos audaces, pero, al menos en lo que respecta a lo retórico, una agenda económica intervencionista y los postulados de la economía de oferta moderna abrazados por la secretaria del Tesoro de Biden, Janet Yellen, representan posiciones nuevas para el centro del antiguo partido neoliberal.
La tercera tendencia es la de aquellos que han anunciado su disposición a adaptarse a la nueva realidad y dialogar con Trump en sus propios términos. Ya sea por el agotamiento de la llamada «Resistencia» o por mero oportunismo, los demócratas acomodaticios están tanteando la posibilidad de cooperar para restringir la inmigración, recortar el gasto federal y defender el sistema de seguridad social y el Medicare. El representante demócrata Ro Khanna ha pedido encontrar puntos en común con los republicanos del MAGA. En su primer posteo en Truth Social (la red social de Trump), el senador demócrata John Fetterman ha recomendado que Biden perdone al presidente electo todos los cargos federales asociados con las «estupideces» de sus pagos a la actriz porno Stormy Daniels. Intencionalmente o no, sus esfuerzos funcionan para normalizar tanto a Trump como los temas centrales del movimiento MAGA.
Las tres posiciones se sustentan en el creciente reconocimiento de que el trumpismo ofrece algo bastante atractivo para muchos millones de votantes de la clase trabajadora: si se quiere frustrar el trumpismo, se dice, o bien aparece un populismo de izquierda que recupere a los votantes de la clase trabajadora o se defiende una política industrial sólida que reduzca la desigualdad y la inestabilidad laboral. De lo contrario, los demócratas asimilarán aspectos del trumpismo.
No está claro qué narrativa prevalecerá. Mucho dependerá de las incógnitas de la nueva administración de Trump y de cómo los demócratas elijan navegar el panorama posneoliberal.
LA BATALLA POR EL «SENTIDO COMÚN»
A raíz de la derrota de Harris, The New York Times publicó un artículo de opinión del vicegobernador de Nueva York titulado «Demócratas, es hora de decir adiós a nuestra era neoliberal». Si bien el artículo señalaba acertadamente las formas en que el bidenismo intentó hacer precisamente eso, con un éxito muy desigual, ignora hasta qué punto el trumpismo ya se ha despedido del neoliberalismo y se apresta a inaugurar el comienzo de algo nuevo.
Por supuesto, los cambios de políticas en Estados Unidos no suelen ser muy repentinos. No nos dormimos con el neoliberalismo y nos despertamos con otra cosa. El cambio político se desarrolla a diferentes velocidades y en diferentes escalas, a menudo superponiendo lo nuevo a lo viejo, desplazando parte de lo anterior y al mismo tiempo produciendo fricciones y contradicciones a medida que lo nuevo y lo viejo interactúan.
El orden neoliberal no ha desaparecido, ni lo hará nunca por completo. Después de todo, en Estados Unidos siguen vigentes algunos aspectos del New Deal y en otras geografías persisten reliquias similares. Ahora las viejas fantasías neoliberales de destripar el gobierno federal han encontrado aquí una nueva oportunidad en Elon Musk y su Departamento de Eficiencia Gubernamental, y en el extranjero lo han hecho en la Argentina de Javier Milei. Pero los días de gloria del neoliberalismo han quedado atrás, y es el trumpismo y otros populismos de derecha los que están cosechando capital político de los escombros que ha dejado atrás.
En esta coyuntura, los demócratas y otros partidos de centroizquierda de todo el mundo tienen que tomar una decisión fundamental: o continuar desempeñando el papel de oposición leal en un orden político definido principalmente por la derecha populista, o movilizar una visión ideológica transformadora, una coalición electoral viable y un conjunto distintivo de políticas propias capaces de definir el orden político mismo.
Elegir esta última opción requerirá aceptar el fracaso de la estrategia electoral de frente popular que los demócratas han adoptado durante los últimos tres ciclos presidenciales. Una coalición que, como se jactó durante la campaña el candidato a vice Tim Walz, incluía «desde Bernie Sanders hasta [el neoconservador exrepublicano] Dick Cheney, pasando por Taylor Swift», siempre tendrá como objetivo defender el statu quo, y en realidad no logra atraer a los votantes republicanos. Incluso el histórico centrista y miembro de la vieja guardia del aparato partidista Rahm Emanuel ahora admite que el statu quo está roto y ya no es defendible.
Sin duda, la opción transformadora es un camino más difícil para los demócratas. Durante décadas, han evitado invertir el capital político necesario para impulsar una legislación que facilite la formación de sindicatos en el sector privado, desafíe el poder empresarial y fomente la creación de una base social progresista en el corazón del partido. Hay algunos indicios de que un número cada vez mayor de demócratas está dispuesto a implementar una reforma en los procedimientos del Congreso que reduciría los obstáculos a las leyes laborales, y el propio Biden se esforzó, aunque simbólicamente, por establecerse como un presidente prosindicatos.
Sin embargo, establecer un nuevo orden político requiere algo más que buenas políticas. Significa nada menos que restablecer los límites mismos de la política y hacer posible lo que antes parecía imposible. Durante la última década, eso ha sido casi monopolizado por Trump, con gran efecto. Así defendió recientemente su visión del mundo en un discurso ante el Club Económico de Nueva York: «Algunos podrían decir que es nacionalismo económico. Yo lo llamo sentido común».
Establecer un nuevo sentido común, decía Antonio Gramsci, es de lo que se trata la hegemonía. ¿La izquierda buscará moldear el orden posneoliberal para convertirlo en algo más justo y democrático que lo que existía antes o viviremos ahora en el mundo de Trump?
(Publicado originalmente en Jacobin. Traducción de Brecha.)
* Adam Hilton es doctor en Ciencia Política por la Universidad de York y profesor asociado de Ciencia Política en el Mount Holyoke College de Massachusetts. Su trabajo se centra en la relación entre movimientos, grupos militantes y partidos políticos. Es autor de True Blues: The Contentious Transformation of the Democratic Party, entre otros libros sobre el sistema de partidos estadounidense.