
Hacía entonces cuatro años del triunfo de la revolución sandinista. Unos meses antes, la CIA había reemplazado a los militares argentinos en la conducción y el entrenamiento de los guardias nacionales del derrocado dictador Tachito Somoza, más conocidos como contras, en campamentos en Honduras.
En agosto de 1983, las Fuerzas Armadas de Estados Unidos realizaron maniobras militares en Honduras, cercanas a su frontera con Nicaragua, en las que participaron unos 5 mil efectivos. El Pentágono había afirmado, sin embargo, que el único plan militar existente contra Nicaragua era un bloqueo-cuarentena, puesto al día a principios de 1982 por el exsecretario de Estado, el general retirado Alexander Haig, inspirado seguramente en el de Cuba de 1962 durante la Crisis de los Misiles.
El presidente Ronald Reagan, que llevó por primera vez a la ultraderecha al poder en Washington y cuyo gobierno inventó el neoliberalismo junto con el de Margaret Thatcher en Reino Unido, aducía que el «peligro comunista» había llegado a las fronteras de Estados Unidos con el triunfo sandinista y la guerra civil en El Salvador, alentados por Cuba, aliada y dependiente de la Unión Soviética.

LA AMBIGÜEDAD CONSTRUCTIVA
Aunque a través de la CIA lanzó una guerra encubierta contra Nicaragua y dejaba planear la amenaza de una intervención militar directa, Reagan simulaba buscar negociaciones. Así, llegó a mandar a su secretario de Estado George Shultz a Managua, decía que no quería derrocar a los sandinistas, sino solamente presionarlos para que negociaran con los contras y creó la Comisión Kissinger para tener un plan global para Centroamérica. Todo para intentar obtener el apoyo del Congreso a su intervención.
El general Vernon Walters (1917-2002), que sirvió de enlace entre Washington y los generales golpistas brasileños en 1964, afirmó en 1981 en Chile que la entonces nueva administración Reagan prefería «el arma poderosa de la ambigüedad constructiva» a andar diciendo lo que quería o no quería hacer. Ya antes de Reagan, Richard Nixon proclamaba que prefería que sus enemigos pensaran que estaba loco y que era capaz de cualquier barbaridad.
Donald Trump es un aplicado alumno de Reagan, aunque en una versión escandalosa y decidido a doblegar abiertamente la institucionalidad. Y es impredecible. El actual presidente estadounidense calificó a su par venezolano Nicolás Maduro de terrorista, lo que le permite tomar medidas violentas en su contra, y al mismo tiempo afirma que está negociando con él.
Como su admirado predecesor republicano, Trump practica la «ambigüedad constructiva». Por un lado, habla de negociaciones con Maduro; por otro, envió una poderosa armada al Caribe: el mayor portaaviones del mundo, el Gerald Ford, de propulsión nuclear, con al menos 70 cazabombarderos a bordo, acompañado de tres destructores, que llegaron a la zona a mediados de noviembre. Ya estaban desplegados un buque de asalto anfibio, dos de transporte anfibio, un crucero lanzamisiles guiados, otros tres destructores, un buque de combate litoral, otro de operaciones especiales y un submarino de ataque a propulsión nuclear. Entre el 16 y 19 de noviembre Estados Unidos realizó maniobras militares en Trinidad y Tobago, a 11 quilómetros de la costa venezolana. Antes Trump había autorizado a la CIA a llevar a cabo operaciones encubiertas en Venezuela. Toda esta parafernalia para intentar derrocar a Maduro y su equipo, a los que catalogó de terroristas al estilo Al Qaeda o Estado Islámico y acusó de narcotraficantes. Las excusas para intervenir son aún más absurdas que las de la Guerra Fría. Pero el absurdo no acaba ahí. La guerrerista premio nobel de la paz de extrema derecha María Corina Machado, muy próxima al secretario de Estado, el cubano-estadounidense Marco Rubio, espera que Trump la siente en el Palacio de Miraflores.
DIFERENCIAS
La gran diferencia entre las épocas de Reagan y Trump es que en los ochenta los demócratas controlaban la Cámara de Representantes y Reagan se mostraba respetuoso de la institucionalidad, aunque hacía trampas de manera encubierta. Liderados por el combativo Tip O’Neill, speaker de la Cámara de Representantes, los demócratas le planteaban una marcación cerrada al presidente. Aunque desconfiaban de los sandinistas y apoyaban la ayuda militar al gobierno salvadoreño en guerra con el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional, rechazaban una intervención militar para derrocar al gobierno nicaragüense. Cuando en 1983 se percató de que la operación encubierta de la CIA no se limitaba a un grupo de 500 hombres entrenados por la agencia para cortar los suministros sandinistas a la guerrilla salvadoreña, como decía el gobierno de Reagan, sino que comprendía un ejército de 7 mil hombres que atacaba en Nicaragua establecimientos agropecuarios, puentes y el tendido eléctrico, el Congreso suspendió por primera vez la ayuda militar a los contras.
Otra diferencia con los tiempos de Reagan es que la administración Trump no cuenta con insurgentes antibolivarianos capaces de incursionar en Venezuela, ni con países limítrofes con fronteras terrestres dispuestos a servirles de base, como fue el caso de Honduras hace 40 años.
Una tercera distancia fundamental es la actitud de los países latinoamericanos ante la amenaza bélica sobre Venezuela. En los ochenta, los gobiernos democráticos latinoamericanos rechazaron la intervención contra Nicaragua. En 1982, México y Venezuela se unieron en una iniciativa para resolver por negociaciones las tensiones fronterizas entre Nicaragua y Honduras. En enero siguiente nacía el grupo de Contadora, impulsado por el presidente de Colombia, Belisario Betancur, y el de Venezuela, Carlos Andrés Pérez, con participación de México y el Panamá de Manuel Antonio Noriega. En 1985 se sumaron al grupo Brasil, Argentina, Uruguay y Perú.
Hoy, la reacción a Trump es de pánico. Todos temen agitarle el paño rojo y que la bestia embista. Nadie quiere padecer tarifas suplementarias para sus exportaciones, ni pasar a engrosar su lista de narcotraficantes o terroristas.
América Latina reaccionó cuando Thatcher mandó su flota contra la agonizante dictadura argentina durante la guerra de las Malvinas, pero se trató de una operación puntual. La amenaza bélica actual de Trump deja prever que su intervencionismo no se detendrá en Venezuela.
Es cierto que la ofensiva global del presidente estadounidense lleva solo 10 meses y que los gobiernos están descolocados. No obstante, las ausencias de jefes de Estado y de gobierno de la reciente cumbre entre la CELAC (Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños) y la Unión Europea fueron sintomáticas del temor que Trump inspira. El brasileño Lula y el español Pedro Sánchez fueron dos honrosas excepciones.
A principios de 1984, ante la incompetencia militar de los contras, la CIA decidió activar sus comandos latinos y actuar directamente. Haciéndose pasar por contras, sus agentes minaron los puertos nicaragüenses y atacaron con lanchas pirañas depósitos de combustible. Cuando en abril de 1984 el Congreso descubrió que esas operaciones habían sido llevadas a cabo por la CIA, puso fin a su operación encubierta contra Nicaragua y cortó todos los fondos a los contras.
Pero, a principios de 1986, la administración Reagan volvió a la carga y pidió 100 millones de dólares al Congreso para los siguientes 18 meses. El neoconservador Elliott Abrams, que era secretario de Estado Adjunto para el Hemisferio Occidental,1 inventó una invasión nicaragüense a Honduras para sensibilizar al Congreso. Tegucigalpa, que había desmentido a Abrams, recibió decenas de millones de dólares de ayuda suplementaria supuestamente para que se defendiera de los nicaragüenses y para calmarla: ya no podía ocultar que unos 15 mil contras estaban ubicados en su territorio.
Cuando todo indicaba que Reagan estaba ya decidido a atacar militarmente a Nicaragua, el 3 de noviembre de 1986 la revista libanesa Ash-Shiraa reveló que su gobierno había vendido ilegalmente armas a su enemigo mortal, Irán, durante su guerra con Irak, al que supuestamente Washington apoyaba, para financiar con ese dinero a los contras, cortocircuitando al Congreso. El escándalo «Irán-contras» llevó a que en Washington ya no se hablara más de campaña militar ni de ayuda a la contrarrevolución nicaragüense.
Estos antecedentes permiten imaginar adónde puede llegar el actual despliegue militar estadounidense en el Caribe, libre como está de todo freno y control por parte del Congreso u otras instituciones estadounidenses, y en medio del incómodo silencio de la mayoría de los vecinos de Venezuela.
De todas maneras, parece estar descartada una invasión al estilo Irak o Afganistán, no por lo que diga Trump, sino por su pasada oposición a esas invasiones y la génesis de su movimiento aislacionista Make America Great Again, actualmente sacudido por discrepancias internas precisamente por la política exterior del presidente.
- En 1991, Abrams fue condenado por retener información al Congreso. Pero luego Bush padre lo indultó y su hijo lo designó director para Medio Oriente y África del Norte del Consejo de Seguridad Nacional. En 2003 fue uno de los arquitectos de la invasión a Irak para derrocar a Sadam Huseín, y entre 2005 y 2009 fue promovido a viceasesor de Seguridad Nacional. De 2019 a 2021, bajo el primer gobierno de Trump, fue representante especial para Venezuela e Irán. ↩︎







