El frenesí colectivo que genera el festival hace que cinéfilas y cinéfilos, a pesar de ver al menos dos decenas de películas nuevas en 12 días, siempre nos quedemos con ganas de más. ¿Será que me perdí la mejor de Koreeda? No, no debe ser la mejor. Pero decime que van a estrenar Inside the Yellow Cocoon Shell. ¡No conseguí entradas para la última de Rohrwacher!
Es imposible sentirse del todo conforme, dan ganas de clonarse y estar en varios lugares al mismo tiempo. Pero esta nota no es sobre las películas que no vi –y la frustración que esa realidad conlleva– sino acerca de algunas de las que sí pude ver, sintiendo, quizás más que en ninguna otra ocasión, que el ritual festivalero es de las cosas más hermosas que le pueden pasar a esta ciudad. Así que, en este contexto político tan difícil en Argentina y en todo el mundo, gracias, Cinemateca, por el regalo de nuevas sorpresas y reflexiones, por seguir apostando a comunicarnos con las y los cineastas, quizás la gente más sensible de este planeta.
Uno de los grandes títulos del festival, ganador del premio a la mejor película de la Competencia Internacional de Largometrajes tanto para el jurado como para la Asociación de Críticos de Cine del Uruguay (ACCU), fue No esperes demasiado del fin del mundo, del director rumano Radu Jude. Desoladora y ácida, la película se destaca por su enorme inteligencia, tanto en las elecciones estéticas que construyen una especie de collage contemporáneo de formas y referencias como en la claridad política del guion, que conforma un análisis de atroz lucidez sobre la vida contemporánea de la clase trabajadora en el capitalismo global y, específicamente, en el mundo de la producción audiovisual. La extraordinaria actriz Ilinca Manolache, filmada en blanco y negro, en 16 milímetros, compone una asistenta de producción que duerme cuatro horas por día y se pasa las jornadas arriba del auto, dando vueltas por la ciudad para buscar gente que acepte participar en un casting para una productora rumana que ha sido contratada por una multinacional austríaca. El objetivo es hacer una pieza que le permita a la empresa salvar su buena imagen, eximiéndola de cualquier responsabilidad vinculada a los accidentes de trabajo que puedan sufrir sus empleados. La inmoralidad y la violencia atraviesan, casi de manera inconsciente, a esta mujer trabajadora que, de tan agotada y solitaria, termina resultando casi inhumana: su eventual «salida» del ahogo cotidiano consiste en componer para las redes sociales el personaje de un hater de extrema derecha, misógino y perverso, que despliega una absurda crueldad. Eso en la primera mitad de la película; la segunda, ya en colores, consiste en mostrar los entretelones del rodaje de la pieza y, verdaderamente, no deja títere con cabeza. El asco y la angustia que se generan en el espectador provienen de un realismo devastador, en el que el retrato de lo que sucede con la humilde familia que se ha prestado a ser filmada devela el tremendo nivel de degradación al que han llegado las relaciones profesionales y humanas en la publicidad, y el humor surge de situaciones tan patéticas que, en lugar de aliviar las tensiones dramáticas, las agudizan. Es que cada persona, cada trabajador ocupa su lugar desde la aceptación resignada, incluso con la conciencia de estar siendo explotado y de estar explotando a los demás, en una lógica incuestionable de jerarquías que encuentra su clímax en el momento en el que la representante austríaca, enviada a Rumania por la empresa, ni siquiera se digna a aparecer: da su opinión desde la comodidad de su hotel. Pero ni siquiera ella toma las verdaderas decisiones: el ultimátum definitivo vendrá de un jefe aún más remoto. Quizás la virtud máxima de Radu Jude es lograr hacernos ver, sin exageraciones, el sinsentido extremo del sistema en el que estamos viviendo. La película se estrena esta semana en Cinemateca y Sala B y realmente es un material que ninguna persona con sentido crítico debiera perderse.
De manera convergente, la española La imagen permanente, de Laura Ferrés, presenta un prólogo en el que narra, en la España de mitad del siglo XX, la desventura de Antonia, una niña embarazada que es obligada a parir a su bebé. Así, muestra las raíces rurales de Carmen, interpretada con hondura por la debutante María Luengo, para luego centrarse en un presente en el que ella es, también, la responsable de una empresa de castings para publicidad. Del mismo modo que la protagonista de Radu Jude, la realidad de Carmen es sombría: sobrevive en un departamento que parece un cubículo y se encuentra controlada por una élite burguesa y paternalista que se mantiene fuera de campo. Un día, conoce a Antonia (Rosario Ortega), una veterana que vende perfumes caseros en la calle. La película plantea la incógnita continua de si esas dos mujeres son, en realidad, madre e hija; de ese modo, trabaja sobre la perpetuación invisible de las opresiones del patriarcado y el capitalismo, construyendo una película tan cotidiana como enigmática y compleja. En espejo, otro enfoque sobre el peso que supone para las hijas la herencia del dolor de las madres se propone en La versión persa, un relato autobiográfico dirigido por Maryam Keshavarz. Esta extraña película iraní-estadounidense que se proyectó en la función de clausura oscila con naturalidad entre el tono trágico y el cómico, abordando la obligación cultural a la que se encuentran sometidas históricamente las niñas iraníes cuando son obligadas a casarse y parir. Estados Unidos se conforma como una opción de libertad para la madre de la protagonista, pero una que implicó el abandono de su propia cultura y de una identidad que, incluso con dolor, conforma la subjetividad de la hija joven, ahora embarazada. Los conflictos étnicos y culturales atraviesan una historia que, aun con un lenguaje audiovisual cursi y algo trillado, logra conmover a la audiencia gracias a la profundidad con la que aborda la complejidad de ciertos vínculos.
Finalmente, la chilena Las demás, dirigida por Alexandra Hyland y filmada con un equipo técnico enteramente femenino, incluso con su tono de comedia parece sumergirse en otro pozo: el que espera a las mujeres chilenas que necesitan hacerse un aborto. Las protagonistas son dos adolescentes que se encuentran obligadas a enfrentar las vicisitudes propias de una situación que, en Chile, todavía trae aparejada una gran vergüenza social. Aunque construido con una estética voluntariamente naíf y pese a las restricciones presupuestales, el retrato logra un punto de vista cuya honestidad resulta brutal: ambas amigas son sobrevivientes en un entorno continuamente hostil. Los poderes médicos y farmacéuticos, el bullying del grupo de pares, el machismo aún vivo en los vínculos dan lugar a una historia que acierta en la utilización de una posición política feminista para mostrar lo que supone ser una mujer joven en una sociedad que niega la educación sexual y la autonomía de los cuerpos. Dicen que para muestra basta un botón, así que los títulos proyectados en el último Festival de Cinemateca vuelven a demostrar que la asunción de perspectivas feministas continúa derivando en la producción de materiales valientes: valiosos y significativos ejercicios de resistencia.