Cualquiera que recorra el territorio ocupado de Cisjordania empieza asombrándose y termina acostumbrándose a los hechos consumados en ese territorio gobernado por el Ejército israelí, donde la población árabe, de casi 3 millones, «convive» por la fuerza con más de medio millón de colonos judíos, asentados en tierras robadas a las comunidades palestinas. Esas colonias –ilegales para el derecho internacional−, construidas con lujo de infraestructura, con un nivel de vida del primer mundo y fuertemente custodiadas por sofisticados sistemas de vigilancia, son, en este tiempo más que nunca, el escenario del apartheid: allí las personas judías están siendo vacunadas contra el covid-19 y han votando en las recientes elecciones israelíes, mientras que la población palestina de esos territorios ocupados ni recibe la vacuna ni puede votar para elegir a quienes, en los hechos, decidirán sobre cada aspecto de su vida y su muerte.
¿MODELO DE QUÉ?
Cuando se habla de la vacunación contra el covid-19 a nivel internacional, casi no hay vez que no se mencione el caso israelí como la vanguardia en inmunización per cápita. No importa cuántas veces las organizaciones de derechos humanos, palestinas e internacionales, denuncien la omisión de Israel –responsable, como potencia ocupante y de acuerdo a los tratados internacionales vigentes, de proporcionar vacunas a la población ocupada–, un aceitado aparato de propaganda invisibiliza a esa mitad de la población, gobernada por Israel, que no es vacunada. Biniamin Netaniahu se ha dedicado, incluso, a ofrecer vacunas a los países amigos que trasladaron –o que decidan trasladar− sus embajadas a Jerusalén y que lo apoyan en su lucha contra los organismos internacionales que le son desfavorables, léase el Consejo de Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y la Corte Penal Internacional (CPI).
Mientras tanto, la población palestina de Cisjordania sufre desde febrero la ola más virulenta de la pandemia: con un 75 por ciento de contagios debidos a la variante británica B117, el sistema de salud, de por sí frágil, no puede responder a la cantidad de contagios diarios. En un comunicado reciente, Ely Sok, coordinador general de Médicos sin Fronteras en los territorios ocupados, declaró: «Estamos muy preocupados por el retraso y la lentitud del despliegue de la vacunación. Por un lado, en Israel la gran disponibilidad de vacunas permite al gobierno perseguir la inmunidad de rebaño, sin ninguna intención de contribuir de forma significativa a la mejora de las tasas de vacunación en los territorios ocupados; por otro lado, ha resultado difícil obtener una imagen clara de la disponibilidad y la estrategia de entrega de las dosis de vacunas ya recibidas por las autoridades de salud palestinas». A mediados de marzo, menos del 2 por ciento de la población palestina había sido vacunada contra el covid-19 en Cisjordania y Gaza.
DEMOCRACIA ÉTNICA
El 23 de marzo hubo elecciones en Israel. El politólogo palestino Salem Barahmeh señalaba hace poco en The Guardian lo absurdo que es transitar por las carreteras de Cisjordania y ver carteles de propaganda electoral israelí destinados a la población colona: «Esto plantea una pregunta legítima: ¿por qué los israelíes hacen campaña electoral en Cisjordania, un territorio designado por el consenso y el derecho internacionales para formar parte de un futuro Estado palestino? Israel ocupa y controla la totalidad de Cisjordania y se ha anexionado de facto grandes partes de ella, donde ha asentado a entre 650 mil y 750 mil israelíes. Según el Estatuto de Roma, de la CPI, una empresa de colonización de esta naturaleza no sólo es ilegal, sino que se considera un crimen de guerra. Sin embargo, estos colonos ilegales pueden postularse, hacer campaña y votar en las elecciones israelíes, y han llegado a ocupar una posición de reyes en la política de coalición israelí». En efecto, Netaniahu ha incluido las demandas de estas poblaciones en sus programas de gobierno y varios de sus ministros han sido habitantes de colonias ilegales.
Es necesario aclarar quiénes votan y con qué limitaciones, en lo que la propaganda israelí llama la «única democracia de Oriente Medio». El 20 por ciento de la población de los territorios legales de Israel es palestina y, por tener la ciudadanía israelí (aunque no la nacionalidad, que está reservada para los judíos), puede votar en las elecciones junto con la mayoría judía. Lo hace mayormente por los partidos árabes que en 2015 se unieron en la llamada Lista Conjunta y que en 2020 lograron el récord de 15 bancas, constituyéndose en el principal bloque opositor por fuera del sionismo. No obstante, el potencial impacto de esos partidos es muy limitado. En lo formal, porque no pueden alterar ninguna de las disposiciones de carácter constitucional que garantizan la supremacía racial judía en el Estado y, en la práctica, porque hasta ahora jamás han sido invitados a integrar las coaliciones de gobierno que surgen del Parlamento (Knesset).
Pero el hecho de que 1,5 millones de personas palestinas puedan votar oculta que otras casi 6 millones –en Gaza, en Cisjordania e, incluso, en Jerusalén Este− no pueden hacerlo, pese a que tienen a Israel como gobierno efectivo. La llamada Autoridad Palestina es, en los hechos, apenas un sello de goma, por no decir una triste farsa. No tiene ninguna de las potestades soberanas de un Estado (hasta su presidente necesita un permiso israelí para desplazarse o salir del territorio), apenas cumple alguna función administrativa en una fracción del territorio ocupado, y está totalmente subordinada a Israel, que controla militarmente las fronteras, los impuestos, el comercio exterior, las ondas electromagnéticas y hasta el registro civil palestino. Pero esta población carece de la más mínima participación en cualquiera de las decisiones tomadas en esas áreas elementales de su vida.
ESTO ES APARTHEID
En este panorama sombrío, dos hechos recientes podrían considerarse modestamente alentadores. En enero, B’Tselem, la más prestigiosa organización israelí que vigila los derechos humanos en el territorio ocupado, en un minucioso informe de ocho páginas titulado «Esto es apartheid», concluyó que es uno solo el régimen que gobierna todo el territorio comprendido entre el Mediterráneo y el Jordán, y lo calificó de «supremacismo judío». B’Tselem reconoce que no es la primera organización en hablar de apartheid1 y que para ponerle fin es necesario primero llamarlo por su nombre.
El otro hecho es que en marzo la fiscal de la CPI Fatou Bensouda anunció la apertura de una investigación por los presuntos crímenes cometidos en los territorios palestinos desde 2014, después de cinco años de investigaciones preliminares y del visto bueno de la CPI respecto a su competencia para juzgar este caso. Bensouda (quien en 2010 se había negado a examinar el ataque israelí al barco humanitario Mavi Mármara) afirmó que tratará el caso de forma «independiente, imparcial y objetiva», en respuesta implícita a las críticas de Israel y Estados Unidos. Como era de esperar, Netanyahu inmediatamente acusó en sus redes sociales a la decisión de la CPI de ser «la esencia de antisemitismo y la hipocresía». Ningún gobierno occidental rechazó semejante insulto. No hay que olvidar, sin embargo, que –al decir del periodista residente en Nazaret Jonathan Cook− serán factores políticos y no jurídicos los que determinen la suerte de la investigación. En ese sentido, la impunidad de la que goza Israel en el mundo no da lugar a buenos pronósticos. El corresponsal del diario español Público en Palestina, Eugenio García Gascón, ha ido más allá en su escepticismo, haciendo notar que Estados Unidos, Alemania, Australia y Canadá ya cerraron filas en torno a Israel.
EL PERRO RABIOSO
Al hablar de presiones, es inevitable una referencia a un reciente incidente de la política uruguaya: la protesta del embajador de Israel y del Comité Central Israelita (órgano que agrupa al sionismo uruguayo) por la votación de Uruguay, en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, a favor de tres resoluciones –alineadas con el consenso internacional, al que este país adhiere− que condenan las violaciones de los derechos humanos en los territorios palestinos.
La protesta diplomática es la forma de presión más suave en una estrategia que el general israelí Moshe Dayan definió gráficamente: «Israel tiene que ser como un perro rabioso: demasiado peligroso para meterse con él». En efecto, Israel tiene una explicación para todas y cada una de sus atrocidades contra el pueblo palestino, casi siempre bajo la sacrosanta «seguridad», que, al parecer, todo lo justifica. Pero hay algo que la mejor propaganda israelí no puede responder y es la creciente demanda palestina de igualdad. Como afirmó recientemente el escritor y periodista estadounidense Nathan Thrall en The New York Review of Books: «Durante más de medio siglo el dilema estratégico de Israel ha sido, por un lado, su incapacidad para borrar a los palestinos y, por el otro, su negativa a darles derechos civiles y políticos». El margen que este régimen colonial, racista y supremacista tenga para seguir presentándose como democrático es algo que sólo la historia responderá. Una cosa es segura: el pueblo palestino no se irá a ninguna parte ni dejará de resistir.
- Calificaron al régimen israelí de apartheid un informe del Consejo de Investigación de Ciencias Humanas de Sudáfrica (2009), el Tribunal Russell sobre Palestina (en su sesión de 2011 en Sudáfrica), el Comité para la Eliminación de la Discriminacion Racial de la ONU (2012 y 2019) y la Comisión Económica y Social para Asia Occidental (Cespao), de la ONU (2017). Este último informe, elaborado por los expertos en derecho internacional estadounidenses Virginia Tilley y Richard Falk, fue retirado de la web de la Cespao por la presión de Israel.