El kitsch oriental - Semanario Brecha
La ONU, el Pepe y el decepcionante papel del gobierno uruguayo en torno al genocidio en Gaza

El kitsch oriental

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La performance oficial uruguaya durante y enseguida de la reciente Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) tiene toda la apariencia de un brote de autocomplacencia aldeana, agravado por un uso excesivo y arbitrario de José Mujica como marca registrada.

Ocurrió en vísperas de cumplirse dos años del comienzo del genocidio en Gaza, mientras Israel y Estados Unidos se empeñaban a fondo en enterrar el sistema internacional bajo los escombros, entre decenas de miles de personas asesinadas. Una parte significativa de los concurrentes a la asamblea ensayaron estrategias políticas agresivas para desbloquear la parálisis de la ONU. El gobierno uruguayo, lejano a ese empeño, se mantuvo dentro de su propia burbuja: un limbo de nostalgias por el pequeño país modelo del siglo pasado, enredadas con las frustraciones del ciclo progresista, que se interrumpió entre 2015 y 2020.

Pero la realidad es porfiada. Durante un momento estelar de la gira uruguaya por Nueva York, el presidente del gobierno español, Pedro Sánchez, preguntó qué diría Pepe Mujica sobre Gaza. No recibió respuesta, porque herederos y albaceas testamentarios de Mujica se apegaron a la línea de elusiones y circunloquios que sostiene hasta la náusea el gobierno uruguayo.

Lo que el progresismo uruguayo parece ignorar –o no le importa– es que todo lo dicho sobre Gaza, la oportunidad para decirlo y también lo que se omite decir describe el lugar político que se elige ocupar en un conflicto democrático central para este tiempo y el que vendrá.

Mientras el genocidio se consumaba y se encendían resistencias multitudinarias, otras figuras como Benjamin Netanyahu ensayaban y replicaban el modelo político contra sus propias poblaciones; democracias de fuerza, que este tipo de líderes llevan tan lejos como se lo permite su propia imaginación y la condescendencia política o comunicacional.

Bajo el argumento de enfrentar terrorismos, se reescriben por la vía de los hechos los consensos democráticos en clave de fuerza bruta, cero límite legal y criminalización de toda disidencia. Esto se ve claramente en la intención de Donald Trump de utilizar la ley de insurrección para enfrentar a la oposición o las manifestaciones en su propio país. Así sucede en Gaza (de río a mar, y también en el mar), Cisjordania, Líbano, Qatar o donde sea que Israel señale amenazas.

También, a escala propia, empieza a desplegarse violencia política estatal en Europa contra quienes son solidarios con Palestina. Y Trump, siempre Trump, disputando la pole position, con laguerra de aranceles, la intervención remota en el sistema judicial de Brasil, el soporte al programa criminal de Javier Milei o el asesinato de gente en el mar Caribe para disputar recursos y hegemonía. También al interior de Estados Unidos, en territorios convertidos en campos de caza de pobres y migrantes.

La enumeración de geografías y situaciones en las que ahora se opera un giro fascista ocuparía mucho más espacio que las excepciones: la tercera década del siglo parece repetir y condensar, de manera acelerada, toda la trayectoria criminal de los últimos siglos de expansión capitalista. Por esa razón, en la Asamblea General de la ONU se enfrentaron abiertamente los discursos y acciones de quienes degradan los sistemas de protección de los derechos humanos contra los de aquellos que buscan construir lenguaje y prácticas para restablecer su dignidad. En ese contexto, la paseata uruguaya resulta –con buena voluntad– indescifrable.

Ya se han expresado muchas críticas sobre los significados políticos de la actitud oficial uruguaya frente al genocidio en Gaza (véase «Vergüenza propia», Brecha, 26-IX-25;o la opinión del filósofo Mark Gak en su canal de YouTube).

El modelo uruguayo como alternativa a las crisis democráticas contemporáneas es un discurso más o menos compartido por toda la élite política nacional, que elige ignorar los términos del conflicto democrático global con el mismo empeño que finge demencia frente al estado real de la cultura política uruguaya (véase al respecto la intervención de Juan Pablo Luna en la Primera Conferencia Anual sobre Crimen Organizado). Tal vez el hándicap político más gravoso de este gobierno sea su adherencia a la ilusión de que puede disciplinar la arisca realidad con la misma facilidad que se organizan palabras para un discurso y números para un presupuesto con déficit cero.
O creer o fingir creer que, sin usar la fuerza, se puede entablar diálogos sinceros y productivos para la paz y la justicia con grandes terroristas internacionales como Trump y Netanyahu. Si Israel no vuelve a traicionar su palabra, el alto el fuego que se celebra mientras escribo esta nota no dejará de ser la consecuencia –injusta y brutal– de un genocidio consumado, de la radical asimetría de poder y del miedo.

El discurso de Yamandú Orsi ante la ONU rodeó ese asunto, cuando dio valor político a la incapacidad uruguaya para dañar a nadie. Ese distanciarse del orden guerrero pudo darle un sentido diferente a su pasaje por el podio. Si hubiera reivindicado nuestra fragilidad como un bello lugar para resistir el poder abusivo y mortífero; si hubiera hecho suyo el valor, en fragilidad, de una flotilla de lanchas que desafió el mar, los drones y los asesinos patentados para romper el blindaje político y propagandístico de los genocidas; si hubiera recordado que, aunque frágil, un país siempre puede disolver sus lazos políticos y comerciales, romper relaciones diplomáticas, cuestionar abiertamente los crímenes. Si hubiera hecho algo de esto, podría haber sumado nuestra voz para que la propaganda no apague el sonido de las bombas, de las heridas, del hambre, de la sed y de la agonía que desde hace dos años son el vivir y morir cotidiano en Gaza.

Orsi hubiera podido mucho, pero no hubo ni pudo nada diferente al repetido gorgoteo de un atragantado con la palabra genocidio. ¿Uruguay sorprende? No en esta ocasión. Como gobierno, apenas decepciona. ¿Nosotros, la sociedad? Veremos.

Pedro Sánchez repreguntó: ¿qué diría Pepe Mujica sobre el ejercicio de cinismo y doble rasero que está perpetrando la comunidad internacional ante Gaza? Hablaba en la ONU, lugar que anfitriona y homenajea la figura de Mujica, y sus preguntas quedaron flotando como sogas en casa de ahorcado. No por capciosas, sino porque el Mujica homenajeado era una remasterización adecuada a un tiempo confuso y despolitizado. Ese campeón del diálogo, ese componedor de adversarios, esconde a otro que, tal vez sin proponérselo, era al que Sánchez convocaba. Faltó una pata, como la de Manuela.

Pienso en el tipo arriesgado, insurgente, que sorprende ejerciendo la crítica armada de una democracia imperfecta y una sociedad injusta. Nunca acompañé proyectos políticos de Mujica, pero puedo reconocer esa ausencia sustancial, y también extrañarla, porque conecta con necesidades políticas y emocionales del presente.

Cuando los progresismos se preguntan por la consolidación de las derechas, sería bueno que recuerden a Trump levantándose con el puño en alto y la oreja barrida por un tiro gritando «¡Lucha!». Deberían tomarse en serio a Milei usurpando por derecha el lugar contestatario de la izquierda.1 Deberían pensar que el desafío de Gustavo Petro en Nueva York no es un graznido de pato rengo. Deberían entender, de una vez, que la flotilla, las movilizaciones y los reclamos de radicalidad son la voz de multitudes que buscan un lugar político para el dolor y el enojo.2

  1. Diego Sztulwark, El temblor de las ideas, 2025. ↩︎
  2. Véase al respecto la entrevista a Georgina Orellano en elDiarioAR, en la que advierte acerca del abandono de «los problemas de las personas de los sectores populares». ↩︎

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