—¿Cómo llegaste a Gaza la primera vez?
—Trabajaba con Médicos Sin Fronteras, ya había estado en Afganistán, en Yemen, y esta iba a ser una misión tranquila. En los otros lugares solo podíamos salir del hospital a la casa y de la casa al hospital, pero Gaza iba a ser un lugar agradable, podríamos salir y pasear. Y, bueno, llegué el 2 de octubre de 2023, o sea, cinco días antes del inicio de todo esto.
—¿Me podés describir ese día del inicio?
—A las siete de la mañana del sábado había quedado con una amiga para ir al paseo marítimo y empezamos a escuchar unos golpes secos y muy fuertes al lado de la casa. Salimos corriendo al patio y vimos una salva de cohetes salir cerca de casa. Al poco bajó nuestro jefe de misión y dijo que estaba mirando las noticias, que milicianos de Hamás se estaban infiltrando en Israel, que nos quedáramos en casa. Ese día hubo muchísimos lanzamientos de cohetes alrededor nuestro. Al día siguiente, y sobre todo el lunes, bombardearon el barrio donde estábamos. Cayó una bomba a 70 metros que destruyó parcialmente nuestra casa. Lo pasamos muy mal. De allí hasta que logramos salir fue un constante huir de las bombas, cambiamos de lugar cinco veces en tres semanas. Nos movíamos con todos los desplazados que fueron obligados a salir de la ciudad hacia el sur, y ellos compartían con nosotros sus historias. Veíamos a familias cargar con lo poco que habían podido sacar de sus casas antes de que fueran bombardeadas: niños con mochilas llenas de ropa, los papás cargados con colchones, con colchonetas. Llegaban a estos refugios y te contaban que acababan de asesinar a toda la familia del cuñado, que habían matado a su hijo, que se habían quedado sin casa. A mí me recordaba un poco a la escena del gueto de Varsovia que hemos visto por la televisión, miles de personas de diferentes clases sociales huyendo de sus casas con lo poco que podían haber cargado.
—Volviste en 2025 al hospital Nasser, que hoy es el más grande funcionando. ¿Qué viste allí?
—Niños mutilados, civiles mutilados, desmembrados, quemados. El primer día bajas a urgencias y empiezas a recibir bombardeados; ahí las bombas caen alrededor del hospital, las ves caer. Bombardean el barrio, entonces, el flujo de heridos es constante: llegan 15 de golpe, luego pasan dos horas y llegan siete. Luego pasa una hora y llegan cuatro. Luego pasan tres horas y llegan 20. Normalmente atravesados por metralla, con perforaciones en el abdomen, en el tórax, con metralla en la cabeza, fracturas de cráneo con salida de material encefálico, quemados, aplastados.
A fines de mayo apareció la Fundación Humanitaria de Gaza, que es una organización de reparto de comida de Estados Unidos e Israel. Como Israel considera que la UNRWA [Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados de Palestina en Oriente Próximo] es una entidad terrorista, no quiere que reparta comida. Ellos tenían 400 puntos de distribución, pero con la fundación habilitaron cuatro en toda Gaza. Convocaban ahí a los gazatíes, apiñaban a miles de ellos y sin previo aviso les empezaban a disparar con rifles, con artillería de tanque, con morteros, con granadas lanzadas desde drones. Ahí empezamos a recibir muchísimos más pacientes. Si antes teníamos dos o tres eventos de múltiples víctimas por semana –esto es cuando se sobrepasa la capacidad del hospital para poder atender a los heridos–, con la apertura de la fundación empezamos a recibir eventos múltiples varias veces al día. Me acuerdo de que el primer día conté 40 heridos de golpe, pero a los dos días llegaron 70 de golpe y a los pocos días llegaron 200 de golpe. Los israelíes también disparan sin avisar en algunos repartos que logra hacer la ONU con muy poquitos camiones, aprovechan y atacan allí a la población. Vi poquísimos disparos de bala en abril y en mayo, pero en junio y julio… Disparos de bala en la cabeza de los niños y en el pecho, también de mujeres. Tengo experiencia, el patrón de bala perdida no es de recibir el mismo día muchos pacientes con disparos en la cabeza y en el abdomen. Eran ejecuciones.
—Quería preguntarte por los niños, porque Israel niega que les dispare a matar.
—Pues me da igual que lo nieguen. Las pruebas están ahí, las fotografías de los libros de quirófano las tengo yo, también los registros de las operaciones y las fotografías de los niños con balas en la cabeza. Y no solo yo, otros médicos que han salido de Gaza. En El Periódico, en España, un muy buen periodista que se llama Mario Saavedra ha hecho un estudio de recopilación de pruebas de diferentes médicos, entre ellos yo, y cualquiera que lea llega a la conclusión de que no son balas perdidas. Además, los propios israelíes aceptan que han disparado a la cabeza a los niños. En el periódico israelí Haaretz y en Breaking the Silence, que es una plataforma de soldados israelíes arrepentidos, puedes ver los testimonios que indican que la fundación humanitaria disparaba a propósito a civiles. O sea que es una realidad documentada y, además, hay soldados israelíes que lo corroboran.
—¿Qué de cierto hay en la gran cantidad de casos de desnutrición?
—Todos los pacientes que vi estaban desnutridos. Todos. No vi ninguno que estuviera en el peso que le correspondía, ni adultos ni niños. Todos eran sacos de huesos. Además, veía que los niños tenían un crecimiento detenido: niños de 7 años que parecían de 5, o los de 5 parecían de 3. Al día solo comen algo de hidrato de carbono y poquísima proteína vegetal en forma de alubias o lentejas. Al estar desnutridos están inmunodeprimidos, entonces, al no tener sustrato para poder hacer una cicatrización normal, las infecciones de las heridas son más y la mortalidad por infecciones también. Todos mis compañeros han perdido una media de 20 a 30 quilos. Yo mismo he perdido 12 quilos en cuatro meses.
—¿Qué posibilidad de atención hay para las dolencias que no tienen que ver con los ataques? Diabéticos, hipertensos, gente que se hace diálisis.
—Pues esa gente se está muriendo en sus tiendas de campaña. No pueden siquiera morir en las casas porque no hay casas. Están todos hacinados dentro del mayor campo de concentración que es ahora Gaza. Son quilómetros y quilómetros de carpas en donde cada gazatí tiene el espacio vital inferior a una celda de Guantánamo. No tienen higiene, no tienen recogida de residuos de ningún tipo, ni de aguas residuales, no tienen electricidad, las letrinas son asquerosas y hay solo una cada cientos de gazatíes. Cuando a una persona enferma le pasa algo, no puede ir al hospital porque toda la infraestructura sanitaria ha sido destruida. Solo quedan tres hospitales públicos de 17 y funcionan muy mal y están sobrecargados al 200 o 300 por ciento de su capacidad. El hospital donde yo estaba era pequeño, y era el más grande que quedaba en la Franja, tiene 270 camas, pero más de 700 pacientes. Los pacientes están por el suelo, literalmente.
En febrero del año pasado los soldados israelíes entraron y mataron a varios compañeros, se descubrieron fosas comunes con pacientes maniatados, cuando se fueron, secuestraron a más de 70 sin ningún tipo de proceso legal, 40 de los cuales siguen en Israel. Médicos y enfermeros. Hay 400 trabajadores sanitarios secuestrados por Israel en este momento.
—¿Cuál es el objetivo de esos secuestros?
—Son una forma de destruir la infraestructura sanitaria del país, claro. ¿Por qué los secuestran?, ¿por qué disparan a niños en la cabeza? Es un Estado genocida. No lo digo yo, lo dice la ONU, lo dice el Instituto Mundial de Estudios sobre Genocidio. Entrevisté a dos que habían sido liberados y que trabajaban conmigo y a otros dos que estaban en el norte, y había concordancia de las historias: son sometidos a torturas, a palizas diarias, a humillaciones, a privación del sueño y de comida. Yo trabajaba con un compañero que tenía cicatrices por todo el cuerpo de las torturas que había recibido. También se han reportado violaciones y violaciones grupales a prisioneros; varios han muerto.
Cuando vinieron también destruyeron completamente la planta de diálisis. La quemaron.
—¿Y a dónde va la gente que necesita diálisis?
—Mueren. Hay estimaciones epidemiológicas que calculan que entre 60 mil y 100 mil personas han muerto por no poder acceder al tratamiento sanitario que necesitan. Estamos hablando de enfermos de corazón, de cáncer, diabéticos, con bronquitis crónica o que necesitan diálisis, o cualquier proceso que sería normal en un hospital. Están los muertos directos por los bombardeos, que según estimaciones muy conservadoras son 70 mil, y luego está la gente que ha muerto y no ha sido notificada, porque si tú tienes un edema agudo de pulmón en casa y te mueres, tu familia te amortaja y te entierra, pero no va a un hospital a 15 quilómetros a notificar.
—¿Qué acceso hay a insumos médicos?
—No llegan como debería. Hacíamos craniectomías para evacuar hematomas cerebrales o toracotomías o laparotomías a abdomen abierto, amputaciones, y lo único que le podías poner al paciente para el dolor posoperatorio era una ampolla de ibuprofeno porque había muy poca morfina. Se acabó el fentanilo, que es un opiáceo fundamental para el dolor intraoperatorio, y al que le habíamos abierto el abdomen y le estábamos amputando las dos piernas podíamos ponerle tres miligramos de morfina para toda la operación y para el dolor de después una ampollita de ibuprofeno.
—¿Operaban pacientes conscientes?
—Afortunadamente teníamos gas anestésico suficiente para que el paciente estuviera dormido, pero era un problema porque igual sentía mucho dolor y las constantes vitales eran un desastre, y luego se despertaban también con mucho dolor. Cuando estaba allí faltaba el 60 por ciento de los fármacos esenciales. Son heridas sucias, contaminadas, que requieren en la unidad de cuidados intensivos [UCI, el CTI] la combinación de dos o tres antibióticos y, si falta alguno, el paciente se va a morir. Reutilizábamos jeringuillas porque cuando cargábamos una ampolla de ketamina y utilizábamos la mitad no íbamos a tirar el resto, apurábamos todos los culitos de jeringuilla entre pacientes, con lo cual se contaminan muchos de hepatitis. Limpiábamos dispositivos de intubación que normalmente se tiran a la basura, mascarillas laríngeas, tubos de tórax. Cuando me fui, ya casi no quedaban gasas y compresas para curar heridas, entonces dijeron que todas las que quedaran fueran para quirófano y se suspendió la curación de las heridas en sala, de manera que los pacientes a los que antes se curaba cada dos o tres días, pues ahora ya no se les curaba, por lo que se infectaban y se morían mucho más.
—Hace unos meses se supo que una médica perdió a nueve de sus diez hijos en un bombardeo. Aquí la directora de Semanario Hebreo Jai escribió un artículo en el que plantea dudas sobre el hecho y dice que bien podría ser propaganda de Hamás. Tengo entendido que presenciaste todo, ¿fue así?
—¿Cómo se llama esa mujer?
—Ana Jerozolimski.
—Bueno, este es un mensaje para Ana Jerozolimski: yo tengo las fotos con los metadatos de [cómo llegó al hospital] el único hijo que sobrevivió y de su padre también. Ese día estaba yendo a un chamizo donde venden café a la entrada del hospital porque empezaba mi turno. Siempre pasaba por urgencias para ver si necesitaban algo y allí había un niño de unos 10 años, de los muchos que habían llegado, que tenía un traumatismo craneoencefálico severo, estaba en coma, pero intentaban no intubarlo, tenía muchas quemaduras, sobre todo en su brazo, que estaba roto. A su lado había un hombre mayor que estaba mucho peor: tenía metralla en la cabeza, en el tórax y en el abdomen. A él lo intubaron. Me quedé ayudando un poco a los compañeros y me dijeron: «Son el hijo y el marido de una pediatra del hospital, la doctora Alaa». Yo no la conocía. Me dicen: «Creo que han muerto cinco hermanos de este niño». Es habitual que muera toda o casi toda una familia en un bombardeo. Ya arriba me dijeron que habían muerto nueve de los diez hijos de la doctora Alaa, este era el más pequeño. Se lo llevaron a la unidad de quemados. Al papá lo ingresaron a la UCI, estaba muy mal. Al día siguiente fui a ver al niño, estaba todavía con la conciencia deprimida, pero su vida no corría peligro. A los tres días la doctora Alaa vino toda cubierta de luto. Lo recuerdo: un cuerpo pequeñito, enjuto, tristísimos los ojos. Vino al saloncito que tenemos los médicos extranjeros y estuvo una hora con nosotros. Le daban las condolencias y yo me acerqué; no sabía si acercarme o no porque me daba mucho respeto, nunca había estado al lado de una persona que transmitiera tanta tristeza y tanta dignidad a la vez. Le dije: «Lo siento mucho, estuve con tu hijo cuando llegó a emergencias». Me dijo: «Muchas gracias» y, bueno, pues eso. El marido murió a los seis días de su ingreso. Yo hice fotos del niño, porque el trabajo forense que realizamos los médicos extranjeros allí es documentar todo lo que se pueda.
—¿Tuviste contacto con soldados israelíes?
—No. Atacaron al hospital cuatro veces mientras estuve ahí, pero a distancia. Dos bombardeos, un ataque con francotiradores y uno con una milicia gazatí, que es pagada por Israel, se llama Abu Sabab. Ahora, sí que había mucho miedo de que entraran.
—¿Emitían orden de evacuación antes de atacar?
—De los cuatro ataques nunca avisaron. ¡Pero sí atacaron por la noche la unidad de quemados! Para matar a un periodista que estaba ingresado de un ataque anterior. Mataron a este periodista y mataron a dos personas más e hirieron a diez familiares que no tenían nada que ver. Les da igual. Son asesinos. Así hay que verlos, como asesinos.
—¿Existe la atención en salud mental? Asumo que es una población tremendamente traumatizada.
—La verdad es que no hay tratamiento posible. Antes del 7 de octubre Gaza tenía dos salas de hospitalización de psiquiatría para dos millones de personas, y tenía muy pocos psicólogos. Todos mis compañeros tienen síntomas de estrés y de depresión. Todos están disociados, su mente se disoció hace meses cuando empezaron a recibir a vecinos y familiares mutilados, desmembrados; cuando fueron ellos mismos bombardeados y heridos; cuando mataron a sus hijos. Están en modo supervivencia, no pueden venirse abajo –aunque muchos lo hagan– porque la vida de sus hijos depende de ellos. Si tuvieran por lo menos la posibilidad de salir del trabajo y descansar, pero es peor, porque tienen que ir al campo de desplazados y lo pasan fatal. Tienen que ir a buscar harina y a veces tienen que caminar muchos quilómetros para conseguir un saco. No hay electricidad, tampoco hay gas, tienen que conseguir trocitos de leña para cocinar, tienen que conseguir agua, algo que es muy difícil. Tienen que entretener a los niños, que llevan dos años sin ir al colegio, están histéricos y no descansan tampoco.
Una observación que hizo una compañera, estudiante de medicina que vive en estos campos, es que estaba viendo a muchísima más gente brotada, loca, por decirlo así, que antes del 7 de octubre. Gente delirante por la calle, sola, gente con brotes esquizofrénicos, psicóticos, de bipolaridad, de manía, depresiones con intentos suicidas. La explicación que me daba es que normalmente todas las personas tenemos una mayor o menor predisposición a sufrir este tipo de episodios psicóticos y muchas veces no los desarrollamos porque tenemos un ambiente relativamente normal, con buenos amarres sociales, familiares. Pero ellos llevan dos años sufriendo lo indecible.
—Tomaste fotos y grabaste videos de los pacientes y de lo que sucedía en el hospital. ¿Con qué objetivo?
—Los médicos extranjeros en Gaza tenemos la obligación de enviar a la Organización Mundial de la Salud un informe diario con el número de heridos, sexo, edades; mujeres embarazadas, cuántas heridas son por arma, cuántas por aplastamiento u ondas expansivas, cuántos quemados, amputados. Si hemos hecho operaciones, cuántas y de qué tipo. Número de muertos también. Luego hay una labor voluntaria, que es lo que cada uno quiere reportar a partir de eso. Tenemos el permiso del Ministerio de Salud para tomar fotos o videos, particularmente entre los niños y las mujeres. Tengo más de 200 fotos, pero al final incluí cerca de 170 en mi informe. Hacía siempre una foto del paciente y de la historia clínica, para que no se quedaran solo fotos descolgadas de la información clínica. Y me aseguraba de que apareciera el nombre y lo que había escrito el médico. Cuando estaba en esto me puse en contacto con el comité de investigación para los territorios ocupados, que es el que hace unas semanas dictaminó que esto es un genocidio. Ellos se mostraron muy interesados y me dieron instrucciones para hacerlo. Fue un granito de arena, ellos coleccionan pruebas de muchos lugares.
—¿Hay una idea de futuro entre los gazatíes?
—No, no la hay, porque el futuro jamás va a ser tan hermoso como el pasado y al pasado no pueden regresar; tampoco con la memoria, porque es muy doloroso y está lleno de ausencia: una casa a la que no vas a volver, una celebración de una boda que no puedes evocar porque tu hijo se murió. No hay calles, no hay edificios, está todo aplastado, entonces con la memoria no puede pasar nada. Y el futuro jamás va a ser, ni de lejos, tan bonito como el pasado. Solo se pueden agarrar al presente en modo supervivencia, y el presente es horrible.
—¿Cuál es tu opinión del «plan de paz» que presentó Donald Trump?
—No es interesante lo que yo piense, pero te puedo decir lo que piensan mis amigos de Gaza a los que les he preguntado: todos quieren la paz, por muy humillante que sea. Todos quieren que acabe esto, ¿sabes? Llevan dos años humillados, entonces una humillación más, bueno, pues si les trae la paz y, entre comillas, pueden empezar a reconstruir, bienvenida sea. No depositan esperanzas en este proceso porque están desesperados y ya se han llevado muchas desilusiones en el pasado, pero si les preguntas, te dicen «sí, ojalá esto signifique la paz». Lo que les preocupa, y dicen, es «¿quién nos va a proteger de Israel en el futuro?».
Rabia y cansancio
—¿Cómo manejás tu propio estrés postraumático?
—Yo tengo la suerte de haber podido salir, y he estado solo cuatro meses allí. Ellos llevan 24 meses. Tengo la suerte de volver a un ambiente normal, pues el pilar del tratamiento del estrés postraumático es regresar a la normalidad. Lo que me pasó allí es que en el momento en el que empecé a recibir a pacientes mutilados, a niños mutilados y a verlos expuestos, se me congelaron las emociones. Se te congelan y no se te descongelan. Te pones como escamas de dragón, ¿sabes? Y yo ahí no sentía tristeza. Sentí tristeza el primer día y luego he estado cuatro meses sin sentir nada de tristeza. Solo sentía rabia y cansancio.
—¿En ningún momento te paralizaste por el miedo?
—No. El miedo es una cosa que al final… si el evento que te genera miedo acaba siendo algo cotidiano y constante, pues al final es que pasas del miedo. Y es lo que le pasa a mis compañeros. Tú ves a niños por la calle jugar, porque no hay lugar seguro en Gaza, no hay lugar en el que se puedan esconder de las bombas. No existe. Entonces ves a niños jugando y a 200 o 300 metros está cayendo una bomba o hay tiroteos. A menos que la bomba caiga a menos de 100 metros no se van a ir corriendo, ¿no? Y en el hospital igual: temblaba toda la estructura 30 veces al día por las bombas que caían en el barrio. Pues sí, te asustas, te contraes del susto, pero luego te relajas y sigues trabajando. Se convierte en algo habitual. Entonces, el trabajo es el contrario ahora: es volver a sentir emociones, recuperar sensibilidad. Yo no noto tristeza, pero la tengo que notar. Lo normal es sentirla.