Con una película de Jafar Panahi uno no sabe por dónde comenzar. Es tan perfecta la amalgama de humanismo profundo, mirada curiosa, capacidad de recoger, en registros directos, esos gestos que revelan, como una pequeña luz, sentimientos y absurdos de las personas, terco compromiso con la libertad, y, en el vasto panorama que la requiere, todo lo que tiene que ver con las mujeres y sus vulnerados derechos en un país teocrático. Todo esto con un pudor, una distancia justa, diríase, para no interferir en el material que despliega ante el espectador, para dejarlo ser en ese instante en que se realiza en tanto imagen cargada de sentido.
Desde El globo blanco (1995) y El espejo (1997), con protagonistas que eran mujeres niñas, Panahi parece haber encontrado en lo femenino –tanto en sus facetas particulares como en su situación en el esquema religioso y opresor de Irán, su país– un motivo permanente de inspiración y de denuncia. Denuncia de una represión que sufren también los hombres –el mismo Panahi, preso, luego liberado, pero impedido de filmar y de salir del país, puede dar sobrada cuenta de eso–, pero que se ceba en las mujeres por partida doble: a nivel social y político, como en todo el mundo, y a nivel familiar, sometidas a padres, maridos o hermanos. Después de entregas monumentales dedicadas a esa denuncia, como El círculo (2000) y Off Side (2006), después de desafiar la prohibición de filmar inventando una película estrictamente recluida en su hogar (Esto no es una película, 2011), o en otra casa (Pardé o Closed Curtain, 2013), o dentro de un automóvil (Taxi Teherán, 2015), Panahi vuelve a las andadas con Tres rostros.1
Lo de las andadas es literal. En una camioneta que conduce el mismo Panahi, con la actriz Behnaz Jafari haciendo de sí misma, recorren polvorientos caminos rurales en busca de una aldea situada en una lejana zona próxima a Turquía. El motivo está expuesto en el arranque de la película. Un video de celular enviado a la actriz por una adolescente desesperada que se graba a sí misma, contándole que sólo será feliz siendo también actriz, y que su familia le impide acudir al conservatorio de arte dramático donde fue aceptada. La muchacha increpa a Behnaz por no haber contestado los mensajes que asegura le mandó, y culmina el video colocándose una soga al cuello, momento en el que su cámara cae y no se sabe qué pasó. Atormentada por los remordimientos de algo que no cometió, pero la coloca en el lugar de la villana, Behnaz abandona el rodaje que está protagonizando para lanzarse con Panahi a tratar de averiguar si la muerte de la muchacha sucedió o si fue un astuto montaje, o qué diablos.
En ese camino –que es además un inocultable homenaje a Abbas Kiarostami: carretera, personajes de toda laya que se cruzan, como en El sabor de la cereza, móviles que tienen y no tienen señal y una curiosa relación con las tumbas, como en El viento nos llevará–, a la manera de su maestro, pero con su propia impronta, Panahi atenderá los rasgos de esos pueblos antiguos, los mitos que mantienen, sus conflictivas relaciones con algo parecido a la modernidad, la ingenuidad de algunas manifestaciones de la fe, el espíritu práctico que se combina con rotundas creencias para que esas personas sobrelleven sus duras condiciones de vida. Todo esto, con los tres rostros como enlace omnipresente. El rostro de Beh-naz, actriz y mujer de hoy, el de la chiquilina que pretende seguir sus pasos, algo así como el futuro, y el de una famosa actriz de los tiempos prerrevolucionarios que, por la supuesta audacia de sus representaciones, cayó en desgracia en el país de los ayatolás y vive retirada, dedicándose a pintar; o sea que la película trabaja sobre el pasado y sus huellas en el ahora.
Pero toda esa carga conceptual y argumentativa no se presenta de una manera expresivamente densa y con riesgos de retórica, sino exactamente en el camino contrario. Tres rostros transita por la diafanidad, la sencillez y la levedad; el absurdo y el humor se superponen y se mezclan sin rupturas con la dureza y la posibilidad de la tragedia. Panahi maneja su camioneta por los caminos de Irán y encuentra vida, seres carnales, prejuicios longevos, pero también longevas esperanzas. El mejor heredero del neorrealismo italiano vive en Irán, no puede salir de ahí, pero se las arregla para seguir filmando.
Alabado sea el dios cine.
1. Tres rostros. Jafar Panahi, Irán, 2018.