Esa verdad amarga - Semanario Brecha

Esa verdad amarga

Aprovechás que te despertaste en medio de la noche y te levantás para escribir la nota que venís rumiando desde hace días. Aunque imaginaste que sería un problema no saber sobre qué escribir, la tensión crece a medida que se acerca el día de entregarla. No pudiste decir que no. Nunca dijiste que no, aun cuando siempre sufriste ese sí. Esta vez, además, es por el número 2000 de Brecha y querés estar ahí, por lo que significa el semanario para vos. Te da un poco de miedo, igual, porque no saber sobre qué escribir es un síntoma. Sobre todo con todo lo que pasa a tu alrededor.

Estás sentado frente a la computadora disfrutando el silencio. Esa casita en la que vivís tiene muchas ventanas. Siempre quisiste ventanas, sobre todo en los momentos en los que vivías en casas compartidas y te tocaba al fondo, donde jamás llegaba luz natural. Recordás ahora el olor que tenía la ropa, esas manchitas grises. Pero ahora las ventanas dejan pasar el ruido de la calle y te das cuenta de que no hay nada que te venga bien, sobre todo durante el día. Fantaseás con la idea de escribir una nota en la que cuentes que no pudiste escribir la nota. Te resulta ridículo y te imaginás el comentario de los colegas. No pudo, es claro que no pudo. Como pensás en los colegas, se te ocurre una nota de esas que han estado en boga últimamente. Fuiste jurado del Onetti en literatura infantil. Podés contar por qué ganaron los que ganaron y citar algunas frases sobre lo que no hay que hacer a la hora de escribir ficción. Eso que repetís en el taller a cada rato. Sonreís. Sabés que no vas a hacer eso. Te imaginás a algún muchacho que mandó con mucho esfuerzo una novela y descubre un fragmento publicado en un semanario con un cartel que dice: esto es lo que no hay que hacer. Te acordás de que el impulso para escribir te lo dio algo totalmente opuesto, el viejo Walter Ortiz y Ayala hablando bien de un par de cuentos tuyos en un taller. Por eso te animaste.

Tampoco vas a quejarte de los editores a los que hay que perseguir para que te paguen los derechos de tus libros, ni de las eternas camarillas de escritores que sueñan más con un empleo público que con una buena frase, ni de los que aprovechan las entrevistas para vengarse de aquellos que una vez les dijeron: Sos horrible, Fulano, ¿nunca pensaste en dedicarte a la cocina? Tus sorrentinos son mejores que tus versos.

Vas a la cocina, como impulsado por la palabra, y te servís un vaso de agua. Sabés que si seguís por esa línea solo te puede salvar que lo que escribas esté tan bien escrito que justifique la estrategia. No te creés capaz. Antes te creías capaz de todo: salías en antologías, en notas de prensa, sentías que a algún lector le importabas. Ahora sentís que a nadie le importa nada, y vos en el medio de esa nada. Con esa frase enganchás esta: debería estar escribiendo una nota sobre la masacre del pueblo palestino. Aunque nunca hayas escrito sobre política ni sobre geopolítica, deberías estar escribiendo sobre algo importante. O justificando que algunos te llamen escritor con la redacción de una nota sobre algún intelectual poco conocido nacido en Estonia y criado en Bulgaria, que acaba de ser traducido al español y que alguna editorial argentina (un poquito esnob) está empezando a distribuir. Vas a ser el primero en la aldea que lo nombra y todos se van a acordar de eso. ¡Qué mérito!

Te ponés a contar los caracteres y ves que recién estás en la mitad. Te asustás. Pensás en un mago al que descubren escondiéndose la carta. Pasa un ómnibus y vibra el vidrio de una ventana. Hace tiempo que te molesta eso, pero no sabés cómo solucionarlo. Pensás que algún día podés llamar a un vidriero (no sabés ni dónde hay una vidriería en ese barrio) y pedirle que ponga el vidrio que le falta a la puerta del cuarto de los chiquilines. Después lo llevás ahí, donde ahora te sostenés la cabeza, y le preguntás cómo sacar esa vibración que crece con el paso de los motores en la calle.

Deberías estar escribiendo una nota sobre la masacre que está sufriendo el pueblo palestino. Una historia del pueblo palestino agarrada a los versos de Marwan Makhoul, a la claridad de Rafeef Ziadah o a las palomas de Heba Zaqout asesinadas con ella y su pequeño hijo en octubre pasado; o a uno de los tantos médicos asesinados, que trabajaban por los más necesitados hasta que una bomba cayó en el hospital. La historia de esa foto familiar en la que se ven 12 personas, con niños que apenas caminan, y que tiene una leyenda que dice que ya no hay nadie vivo de los que posan en la foto.

Pero sabés que no es tu palo, que no tenés información suficiente, que mañana tenés que entregar la nota y que te enorgullece que te hayan pedido una nota de «lo que vos quieras». ¿Cuánto tiempo soñaste algo así? ¿Por qué nunca te sentaste a disfrutar lo que venías consiguiendo y, por el contrario, siempre te exigiste más? Debe de ser por eso que hace veinte años sufrís del estómago. Bueno, ahora del intestino también. Vas a probar medicina alternativa en Colón para curar el colon irritable. Lacan se cagaría de la risa. Pero vos estás cansado de sentir una amargura interminable en la boca y ese dolor en la panza de cuando tenías que pasar al frente en el liceo. Claro que te acordás de Quevedo con la voz de Paco Ibáñez, ese ejemplo de coherencia y de dejar la vida por el arte que sigue recorriendo pueblitos de España, aunque la voz venga unos quilómetros más atrás. Cuatro o cinco viejos y un par de muchachos vestidos de negro lo esperan en la puerta de unos teatritos pobres. Te dan ganas de escucharlo: «Pues amarga la verdad, quiero echarla de la boca». Pero sabés que te vas a despabilar demasiado. Son las cuatro de la mañana. En cuatro horas tenés que levantarte para ir a trabajar. Eso sí lo reconociste de a poco. Trabajaste diez horas por día durante veintipico de años. Después ganaste una beca que te permitió animarte a jugártela por propia cuenta y te abrió algunas puertas. Muchísimo tiempo más tarde podés decir que trabajás en cosas que te gustan. Te emocionás, y como ya estás llorando entendés que lo del estómago debe de tener que ver con toda la tristeza que tenés adentro, aunque muchas cosas se hayan ido dando como soñabas. Hay otras que no, claro. Estás llorando ahora, y está bien, pero sería mucho mejor si lo hicieras por estar escribiendo un texto por Palestina. No vas a mandar esto. Mañana cuando vuelvas del trabajo tendrás que hacer un refrito con alguna nota que alguna vez dejaste sin terminar. Hace tiempo que te quejás de que todo es autoficción, de que la gente no quiere otra cosa, y ahí vas, a darles el gusto, a mostrarles cómo lagrimeás frente a la computadora a las cuatro de la mañana. De emoción, además. Te dan ganas de sonreír cómo Kōji Yakusho en la última de Wenders. Y lo hacés, pero con menos cancha. En cualquier momento se levanta para ir a limpiar baños públicos y vos lo único que hacés es hablar de vos, cuando deberías estar escribiendo una nota sobre la masacre del pueblo palestino y, sobre todo, de la indiferencia del resto del mundo.

Artículos relacionados