No deja de sorprender, aunque los hayamos visto infinidad de veces: entre el aullido del público asoma chiquitita, como puede, esa música que partió al mundo en dos. Aquellos sistemas de sonido eran lo que le sigue a precarios: una humildad que te pone de rodillas. El público colma las gradas, pero no ocupa los campos de juego. No hay demasiado artificio por fuera de esos cuatro muchachitos, sus trajes, una plataforma para la batería y esas voces. Pero nadie desafina. Aun tapados por ese coro infernal de jóvenes desquiciados, Los Beatles se repliegan para escucharse, sonríen, se ponen cabeza con cabeza, chillan también. Completan toda la pantomima que acrecentará el griterío. Y la rompen. ¿Otro documental sobre el desembarco estadounidense y la beatlemanía? Suena a remanido, pero a David T...
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