Hace algunas semanas, en ocasión de la presentación del gabinete del próximo gobierno, saludábamos con “un moderado optimismo”1 las designaciones anunciadas para el Ministerio de Relaciones Exteriores. El argumento central era que los tres principales cargos de la cartera recaerán sobre personas con credenciales satisfactorias en relación con su perfil, antecedentes y visiones políticas (siempre partiendo de la base de que estamos hablando de un gobierno de derecha, claro). Sin embargo, en aquella columna también se señalaban algunos elementos que podían dar lugar a cambios cuestionables en la política exterior uruguaya. Entre ellos, subrayábamos el riesgo que constituye un contexto regional caracterizado por el renovado alineamiento que Estados Unidos viene imponiendo a los países latinoamericanos, que, a su vez, se conjuga con la designación de Ernesto Talvi al frente de la cancillería, un colorado cuya visión internacional, que abreva de Jorge Batlle, se caracteriza por una apuesta por el liberalismo comercial y las afinidades con el país del norte.
We are fantastic. En los últimos días, varias noticias tienden a confirmar estos temores: la mención del embajador estadounidenses Kenneth George acerca de un eventual Tlc bilateral durante una reunión con Luis Lacalle Pou; el anunciado apoyo a la reelección de Luis Almagro al frente de la Oea, y la visita a Uruguay del subsecretario de Estado para Asuntos Políticos de Estados Unidos, David Hale, quien conversó con el presidente electo y su canciller sobre la relación bilateral y la situación en Venezuela. Además, ya se extendió una invitación para que Lacalle Pou, en su calidad de presidente, realice una visita oficial a Washington.
Estas noticias sobre los vínculos con la potencia se complementan con anuncios que constituyen gestos de distanciamiento o enemistad hacia países latinoamericanos que mantienen la búsqueda de cierta autonomía frente a Estados Unidos: la retirada de Uruguay del Mecanismo de Montevideo (que integra junto con México y países del Caribe) y el anuncio (todavía no oficializado) de que no se invitará a representantes del gobierno de Nicolás Maduro a la ceremonia de asunción por considerarlo una dictadura (y evaluándose además qué se va a hacer con Cuba y Nicaragua).
En esta misma línea tal vez pueda incluirse el infeliz anuncio con bombos y platillos de una política específica para acoger en Uruguay a ricos argentinos que quieran sacar sus ahorros de su país para depositarlos aquí. La necesidad de capitales es un factor central para que el nuevo gobierno argentino pueda desarrollar algún grado de autonomía respecto a Estados Unidos y las organizaciones financieras, por lo que la propuesta no sólo es grave en relación con los antecedentes de Uruguay como plaza de lavado de activos, sino también como socio privilegiado de Estados Unidos en el Río de la Plata para enfrentar las políticas autonomistas de gobiernos argentinos.
¿Un nuevo socio para un nuevo panamericanismo? Estos primeros gestos de acercamiento hacia Estados Unidos y de distanciamiento hacia vecinos latinoamericanos que pretenden liberarse de la influencia estadounidense pueden representar el primer signo de un ajuste en la política exterior uruguaya del próximo gobierno con respecto al rumbo seguido por las administraciones frenteamplistas.
Ciertamente, el FA implementó una política exterior que paulatinamente fue librándose de la tradicional influencia de la potencia para generar autonomía: desde la diversificación de mercados hasta la neutralidad mantenida en las disputas entre las potencias mundiales y el establecimiento de un vínculo privilegiado con China, pasando por una variedad de cuestiones puntuales, como el reconocimiento a Palestina, el litigio con Philip Morris o la regulación del cannabis (contraria a la política de war on drugs promovida por Estados Unidos para la región).
Sin embargo, es fundamental tomar en cuenta que la política exterior de los gobiernos del FA se desarrolló en un escenario muy diferente. Obsérvense tres elementos que definen un cambio reciente más amplio del contexto regional actual con relación al de los primeros 15 años del siglo. En primer lugar, el avance de los países latinoamericanos hacia una mayor autonomía respecto a la influencia estadounidense, incluyendo el caso uruguayo, está asociada a la construcción del denominado “regionalismo poshegemónico” de la Unasur, al Alba y al Mercosur ampliado, que ofrecía un paraguas regional para cooperar y sostener colectivamente las afirmaciones autonomistas de cada país. Hoy estas organizaciones ya no existen, están debilitadas o tienen profundas divisiones internas.
En segundo lugar, pasamos de la benévola política de Barack Obama hacia la región a una política deliberada de imposición del realineamiento tras la potencia, característico del panamericanismo y del interamericanismo. Este cambio es ilustrado por el pasaje en pocos años del anuncio del secretario de Estado John Kerry en la Oea, en 2013, sobre el abandono de la doctrina Monroe al rol agresivo que este organismo ha asumido en los últimos años con respecto a países que desconocen el liderazgo estadounidense, a los que evalúa con criterios diferentes a los usados con los acólitos a la potencia. En este mismo sentido, vale observar que Hale llegó a Uruguay en el marco de una gira que también lo llevó a Bolivia, donde se reunió con Jeanine Áñez, “presidenta transitoria” resultante del golpe de Estado, con quien acordó volver a designar un embajador en La Paz (el último fue expulsado hace 11 años, luego su intromisión en las revueltas secesionistas).
Por último, complementariamente a los dos aspectos mencionados, el período anterior estuvo caracterizado por el denominado “desembarco chino”, que implicó una inaudita ofensiva económica y diplomática de una potencia extrahemisférica en el continente americano. Este es el factor que más se sostuvo en el tiempo y ofreció aire al segundo gobierno de Tabaré Vázquez, cuando los gobiernos de la región y Estados Unidos ya habían cambiado de signo. No obstante, el reciente acuerdo que armisticia la guerra comercial entre China y Estados Unidos compromete a la primera a comprar grandes volúmenes de productos agrícolas al segundo, lo que posiblemente afecte las exportaciones de los países sudamericanos hacia el gran mercado asiático.
Este cambio de escenario, que aún se muestra dinámico, es importante para valorar adecuadamente el acercamiento que se esboza entre el nuevo gobierno y Estados Unidos. Naturalmente, hay aquí un elemento de afinidad política que a nadie escapa. Pero también hay un contexto nuevo que, desde una óptica pragmática, hace hoy a este acercamiento mucho más factible, tentador y, eventualmente, rendidor.
Tradición nacionalista y tentación pragmática. Retomando el planteo de la anterior columna, allí se decía que la tradicional afinidad colorada hacia Estados Unidos y Brasil, personificada en la figura del próximo canciller, tal vez podía ser sopesada por la histórica vocación regional y antimperialista del nacionalismo blanco, especialmente presente en el pensamiento internacional herrerista. Sin embargo, no se puede ser demasiado optimista en este punto. Por el contrario, debe considerarse el menor peso relativo que esta tradición asume en el Partido Nacional, ya desde las últimas décadas del siglo XX, en favor de lo que se ha denominado un “pragmatismo conservador” (también presente en las ideas de Herrera), que puede buscar el alineamiento con Estados Unidos en el contexto actual.
1. Véase “Un moderado optimismo. Perspectivas sobre la próxima cancillería”, Brecha, 3-I-2020.