Comenzaron los estrenos de la temporada 2024 y en la sala Zavala Muniz puede verse Barrabás. Historia de un perro, con texto y dirección de Stefanie Neukirch, en su primera experiencia como directora de un texto propio (recordemos sus piezas No ver, no oír, no hablar, Toda mi vida me gustaron las matemáticas y Valor facial). En este proyecto, Neukirch se interesó en trabajar sobre la estructura de la tragedia clásica, aquella cuyas situaciones humanas ligadas al dolor y al destino construyen mitos con fuerte impronta simbólica, pero con una pata en el presente. En este caso, el carácter contemporáneo está dado por la anécdota en la que uno de los protagonistas es un perro doméstico llamado Barrabás, que será el que divida las aguas entre Muriel –la madre, interpretada con intenso acierto por Estefanía Acosta– y Tomás –el padre, actuado por Lucio Hernández en un tono tal vez más medido de lo necesario.
En esta historia, los nombres marcan destinos y refuerzan el contenido simbólico del montaje. Barrabás lleva el nombre del personaje bíblico que fue liberado cuando Jesús fue crucificado. Muriel ha inspirado varios filmes con su nombre y en su etimología lleva el significado del bien, mientras que Tomás (siguiendo las referencias bíblicas en el texto) recuerda al apóstol descreído de la resurrección. Es clara la búsqueda de mostrar dos mundos, dos puntos de vista de la misma historia, en la construcción detallada de un ying y un yang traducidos en una pulseada verbal.
El diseño escénico sostiene esta idea de la grieta, del bien y del mal, que acompaña a los personajes mientras discuten sobre la culpa de lo acontecido (el perro de la familia lesiona gravemente al hijo pequeño, de 2 años, sin motivo aparente). Ivana Domínguez y Mariana Pereira logran crear una escenografía aséptica, en la que la grieta produce un impacto visual fuerte que ayuda a organizar los movimientos de los personajes y a equilibrar y desequilibrar sus estados a lo largo de la puesta. En este sentido, la elección de la dupla actoral resulta acertada, ya que los rasgos físicos de ambos refuerzan la bipolaridad sobre la que profundiza la obra. Padre y madre tratan de explicarse sobre lo ocurrido, mientras surge la culpa como un valor cristiano fuertemente arraigado en el universo de los personajes. La búsqueda de la verdad se vuelve un tópico obsesivo, así como la mirada sobre el animal como víctima o victimario.
Tal vez es un aspecto forzado de la dramaturgia encuadrar este diálogo de los padres, que vivencian una situación desesperante, en un sitio tan distante de su hijo, poco verosímil en el contexto del drama que los atraviesa. Parece una decisión más racional que emotiva en la búsqueda de una estructura formal. Pero el desafío de Neukirch parece centrarse más en conformar una pulseada entre puntos de vista distantes y en fomentar la creación de un espacio extraescena, ya que no vemos a dos de los protagonistas en toda la obra: el niño y el perro. En las angustias que esgrime el personaje femenino hay una evocación al universo de Schweblin en su reconocida novela Distancia de rescate, un hilo imperceptible que solo quien materna puede comprender. Es el personaje masculino quien, en sus respuestas distantes y carentes de emoción, encarna el polo más racional y más ligado al derecho animal. El montaje logra transitar por esta grieta, en la que afloran rencores del pasado y del presente, que transforman el recorrido en uno cada vez más profundo e insondable. En ese sentido, la pieza parece ser un nuevo mojón en el camino de búsqueda dramatúrgica que Neukirch viene recorriendo desde hace unos cuantos años.