Conozco a Anastasia desde que estábamos en segundo con el maestro Juampi. Yo la había visto antes de empezar las clases, cuando instalaron el tablado móvil frente a la policlínica, es decir: frente al Centro de Barrio Número 2, que es la forma correcta. Mi bisabuela es una de las vecinas más antiguas del Barrio Sosa. Se acuerda de cuando construyeron el local. Ella dice la policlínica, pero Mami asegura que la forma correcta es Centro de Barrio Número 2. Yo a veces me confundo con las formas correctas o escucho mal, y dice Mami que es porque paso mucho tiempo con el celu, que por eso digo pastel en vez de torta, carro en vez de auto y güey en vez de no sé qué. Pero lo que a Mami la puso furiosa y a la vez la hizo reír fue que, en una clase sobre Artigas, contesté que un arcabuz es un ave que pone huevos muy grandes y habita en la campaña. Anastasia se llama Shirley Anastasia Risso. El primer nombre, tan raro, es por su abuela y el otro, por una princesa rusa o alemana. Pero cuando la vi aquella noche, mirando unos esprays de espuma flúo que vendían en un puesto (aunque están prohibidos por tóxicos), yo pensé que se llamaba Ana. La madre la llamó así. La madre de Anastasia es mucho más joven que Mami; tiene tatuajes en las piernas, en el cuello y en la parte de arriba de las tetas, y aquella noche tenía un mechón de pelo lila del mismo color del espray que me compraron, aunque estuviera prohibido. Recuerdo perfectamente lo que le dijo la madre:
—Ana, andá y decile a tu padre que me mande la caja de cigarros.
Seguro me acuerdo de eso porque me di cuenta de que el padre era el Petisso Risso. Lo vi hablando con ella, justo antes de subirse al tablado. Esa noche, él estaba con un traje como con escamas brillosas de tararira lila (después Anastasia me contó que tiene unas ropas y zapatos de payaso para los cumpleaños de niños y otro traje negro con moñita para los eventos de gente grande). No solo tenía más años que la madre de Anastasia: era viejo como mi abuelo Walter, el hijo de mi bisabuela que es el padre de corazón de Mami. Tenía la cara pintada de verde y heridas como de zombi, pero que no parecían verdaderas. Pensé que la nariz también era de mentira. No: era de carne, torcida como el pico de un guacamayo, como la nariz de Anastasia, pero más grande y más caída o fofa. No hace mucho, cuando el padre de Anastasia apareció en Subrayado (que es un informativo que mira mi bisabuela), le comenté a Mami eso de la nariz. Ella dijo que la forma correcta es flácida. Pero me dio la razón en que es idéntica a la de la hija.
—Es un monstruito, pobre inocente –dijo Mami–. ¡Qué tristeza!
Después que Anastasia volvió, a veces me han venido ganas de contarle que su padre parece un tucán con pico flácido. Pero no sé si eso la hará reír o le dará vergüenza.
Habían llegado al tablado en una de esas motos con techo y tres ruedas que se usan para repartir garrafas, decorada con guirnaldas de Navidad y con letras desparejas, como mal hechas a propósito: El Genial Petisso Risso. Después, en tiempos de clase y antes de que el Petisso Risso saliera en la tele de Montevideo, la madre llevaba a Anastasia a la escuela en aquel triciclo, ya sin las guirnaldas y con la P borrada. Aquella noche de Carnaval él vino en la cabina y ellas en la caja. Aunque hacía un poco de calor, Anastasia iba con el mismo jogging medio descolorido –ella también era como gris– que después usó siempre debajo de la túnica. La madre tenía una musculosa, no me acuerdo si amarilla o verdecita, y el short desflecado, aunque para eso estaba un poco fresco y se le erizaban las piernas con corazones y águilas. Mami comentó que era una desubicada.
Como la murgaDengue Autóctono demoraba y demoraba, el Petisso Rissono se bajaba más del escenario. La madre de Anastasia estaba sentada en una silla de playa con un vaso amarillo y una botella de cerveza Pilsen. El humo del cigarro la envolvía y cambiaba de colores junto con las luces del carro de hamburguesas. El padre estuvo un rato diciendo cosas sobre el presidente de la república y me acuerdo de que dijo que la murga tardaba porque se había caído en uno de los pozos de la calle Manuel Calleros con ómnibus y todo. Algunos se reían. Anastasia no estaba con su madre. Mami, mi bisabuela y yo (así es la forma correcta) estábamos entre ella y su madre. Después el Petisso Risso, acompañándose con una guitarrita azul de juguete, se puso a cantar. Amagaba con palabrotas, pero solo decía rechoncha o minuto, aunque al final dijo culo y mierda. Nadie se reía. Anastasia se miraba las puntas de unos championes que al pisar prendían lucecitas parecidas a las del carro de hamburguesas, pero en miniatura. Los championes eran nuevos. Más adelante, ella se los puso casi todo el año para ir a la escuela. Se fueron volviendo grises también. Y las luces ya no prendieron.
En segundo me sentaba con Julieta Latorre, pero conversábamos mucho y ella me prestaba el celular que llevaba escondido en la cartuchera. Por eso el maestro me mandó a sentarme con Anastasia.
—Capaz que vos charlás menos, Lautaro, y Anastasia charla un poquito más.
Ella no tenía celular normal, sino un coso chiquito y antiguo con botones. Parecía como una parte tecnológica del cuerpo de ella: gris y como ensuciado. A veces, antes que sonara el timbre de salida, ella recibía en aquel utensilio (esa creo que es la forma correcta) unos mensajes que no eran de WhatsApp. Los primeros días, cuando todavía no me hablaba, yo me entretenía mirándole los huesos muy flacos por debajo de la túnica que tenía descosida en el sobaco. Me acordaba del cuento de Hansel y Gretel que me había contado mi bisabuela. También me imaginaba que Anastasia Risso era un organismo fusionado con cara de tucán, cuerpo de pequeño mustélido –o muriático, no me acuerdo– y apéndices de nanotecnología, que es lo que nos llevaron a ver cuando viajamos al LATU. Se sentaba en el borde del banco para dejar mucho lugar vacío entre ella y yo. Casi siempre miraba para abajo.
Un día fue a la clase un profe de canto a enseñarnos una canción sobre los derechos humanos. Yo no podía dejar de mirarle un bulto con puntitos colorados que le subía y bajaba en el pescuezo. Fue la primera vez que vi a Anastasia reírse. Estaba colorada y se tapaba la boca. Increíble: nadie más parecía ver aquello. Se me acercó rápido, como si algo la hubiera asustado desde su lado del banco. Esa vez descubrí que ella tiene olor a sanatorio.
—¿Viste el gañote gigante que tiene el profe? –me dijo, escupiendo un poco por tratar de aguantar la risa.
El maestro me retó. No podía creer que fuese ella la que se estaba burlando del profe de canto. Al rato, me pasó una hoja con un dibujo muy gracioso del profesor, con su piercing en la oreja y el bulto exagerado, como un chorizo con pelitos que le salía del medio del pescuezo flaco. Así empezó La Grandiosa Colección de Gañotes Monstruosos Imaginarios o Reales por Anastasia Risso y Lautaro Bauzil. Ese fue el título que le pusimos a una libretita en la que yo fui pegando los dibujos que me traía Anastasia y, después, empecé a dibujar los que yo descubría o inventaba. Había escrito montruosos, pero Mami me corrigió. También me dijo que aquello era una ridiculez y que la forma correcta era nuez de Adán. Yo nunca le dije nada a Anastasia: me gusta la palabra gañote; es más apropiada y solo se la he escuchado a ella. Capaz que la inventó. Teníamos gañotes como punta de lanza, como espiral, como una víbora que se hubiese tragado una pelota, con estrellitas, con lunares. Pero a mí me daban más risa los verdaderos que íbamos descubriendo y retratando: un gurí de sexto llamado el Yovani, el vendedor de pop que venía a la hora de la salida, mi abuelo Walter, un practicante que no me acuerdo el nombre y el mismo maestro Juampi.
Este año, la maestra Maika nos dio a elegir con quién sentarnos. A Mami no le gusta la maestra Maika. Dice que, para ella, si no es el día de la alimentación saludable, es el del cáncer o del medio ambiente o de los derechos del niño, o de Ruben Lena o del mar, y que nunca nos enseña lenguaje ni matemática. El Nahuel se burla de mí porque elegí a Anastasia. Me da vergüenza y me da rabia que me dé vergüenza. Pero seguimos agrandando la colección.
Después de Turismo ella desapareció. Estuvo 20 días sin ir a la escuela.
Fue cuando el Petisso Rissoapareció en la tele. Un hombre que conversa con Blanca Rodríguez (que es la principal de Subrayado y la ídola de mi bisabuela) habló del siniestro payaso olimareño que animaba ni más ni menos que fiestas infantiles y de su pequeña hija de 8 años de edad. Mami me dijo que me fuera para el cuarto y que podía usar el celu. Más tarde ella también fue al cuarto. Me dijo que dejara el celular, que después seguía jugando todo lo que quisiera, y que la escuchara. Repitió que había que tener mucho cuidado, que el padre de esa chiquilina era un enfermo y que eso era muy peligroso, muy peligroso. No entendí o no pude acordarme del nombre de la enfermedad del padre de Anastasia. La verdad: yo estaba pensando en el Minecraft.
Anastasia volvió cuando ya me estaba acostumbrando a tener el banco solo para mí. Vino en el micro que trae a los niños del INAU, que quiere decir Instituto del Niño y Adolescente del Uruguay. Tenía una túnica nueva; no tenía más el utensilio gris y se sentó lejos, en la punta del banco. Tendría miedo de contagiarme.
Como tres días después, me dieron ganas de entregarle la libreta. Mejor que ella tenga la colección. Entonces, se arrimó como antes y se tapó la boca. Yo sabía que estaba riéndose un poco.
También me di cuenta de que la maestra no es tan desastrosa como dice Mami. Gracias a Maika me acordé del nombre de la terrible enfermedad del Petisso Risso. Fue el 17 de abril, día mundial de la lucha contra la hemofilia. Estoy casi seguro de que esa es la forma correcta.