Honestidad y tristeza - Semanario Brecha

Honestidad y tristeza

Volvió Scorsese: “El irlandés”.

El irlandés.

A pesar de sus toques de comedia, hay algo esencialmente triste en esta película, en la que Martin Scorsese se reúne con Robert de Niro, Joe Pesci, Al Pacino, Harvey Keitel y un montón de otros actores clásicos del género para contar la memoria de un hombre. No se trata de nostalgia, porque las imágenes destilan vitalidad; es evidente la potencia creativa que todavía existe en cada uno de ellos, y que, además, sostienen una relación de una enorme autenticidad y confianza. La niebla es más sutil, como si se tratara de un réquiem: es la certeza de saber que lo que ya se ha creado es mucho más grande que lo que puede llegar a crearse y que las obsesiones de un autor maduro, si bien pueden reeditarse con profunda fineza, son las que son y no habrá nuevas.

Después de tantos títulos pertenecientes al género, después de series como Los Soprano, cabe preguntarse qué queda para decir de la mafia. Scorsese lo sabe: no es casual que el personaje testigo de esta película sea la hija de Frank Sheeran, el protagonista interpretado por De Niro, y no su amante. La compleja perversidad que habita el entramado de los mandatos corporativos de masculinidad le pasa por delante de los ojos, mostrando su condición de outsider de cualquier tipo de deseo o erotismo; es aquella que, por su rol de género, no tiene ni la más mínima posibilidad de interiorizarse en los pormenores del poder verdadero. Ya no es la Sharon Stone de Casino, cuyo deterioro está signado por su pertenencia a un proceso que, si bien no puede detener, protagoniza: la hija de Sheeran asiste, estupefacta, a aquello que la condiciona, pero jamás la incluirá.

En El irlandés, Scorsese se encarga de demostrar que es él quien mejor hace películas “a lo Scorsese”. Ahí están sus planos secuencia, la manipulación extrema de los espectadores-voyeurs, la construcción de la violencia fuera de campo, los travellings subjetivos desde dentro de los autos, los colores, las armas y los chistes. Ahí están el jazz, el soul y el rock; las estaciones de servicio, los bares y los hoteles. Ahí está el guion que abarca una vida entera para construir una metáfora íntima de la realidad política, porque tal vez nadie como él, en la historia del cine, supo articular con tanta maestría las relaciones entre el hogar y el mundo. Y están esos cuerpos viejos que tantas veces hemos visto y amado, a los que les perdonamos que hagan de jóvenes porque son ellos y no otros, porque sus semblanzas, aun cansadas, nos devuelven la magnificencia de un cine que, como nuestro pasado, se ha ido para nunca más volver.

Los personajes de El irlandés pueden ser los asesinos más terribles, pero conservan la ingenuidad y la ternura a la hora de vincularse entre sí. Por más que esa condición humanista resulte ya clásica en este género cinematográfico, no deja de ser una maravilla que, a pesar de la violencia, nos podamos identificar con ellos. En ese sentido, las escenas más significativas son las de De Niro y Pacino, que hace de sindicalista corrupto y demuestra, por primera vez en años, que sigue siendo capaz de construir un personaje en serio. Difícil pensar en algo más entrañable que en ellos dos riéndose en pijama y comentando las vicisitudes del día. Eso es lo más perturbador de todo: que, en esta película, vivir es peor que morir. La supervivencia termina implicando, necesariamente, una forma de traición a los principios, a los orígenes y a las antiguas formas del amor, esas que nos hicieron quienes somos. Frank Sheeran –tal vez reflejando al Scorsese que acepta filmar para Netflix– tiene que sacrificar lo que le queda de humano para seguir transcurriendo, aun en una decadencia onerosa. Créanme: hay una tristeza inconmensurable en esta película. De ahí su honestidad y su belleza.

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