La revuelta chilena viene del futuro. Es una crisis de los límites del neoliberalismo. Quienes tuvieron a Chile por modelo, sepan que allí ya toparon el final del camino, con fuego y desgobierno. Chile era el país emblema de las democracias capitalistas en América Latina. Lejos de la pobreza estatista y corrupta que marca muchas realidades de la región, en Chile el orden de mercado parecía satisfacer a las mayorías, y la elección de un empresario derechista y corrupto como presidente parecía un aval de masas a ese orden. Incluso parecía un sistema que procesaba las movilizaciones de 2011, y que no se veía golpeado por las demandas masivas de fin al sistema privado de pensiones de la dictadura o las demandas del movimiento de mujeres. El gobierno derrotó de forma humillante a uno de los sindicatos más grandes y fuertes, el de profesores, apenas un mes antes de la revuelta. El 7 de octubre fue el Cyber Monday, una jornada especial de ventas por Internet. Los resultados ayudan a explicar saqueos e incendios en un país en donde el problema es la obesidad y no el hambre. Las empresas ganaron 271 millones de dólares en un día de ventas, pero según una encuesta publicada esa semana, el 69 por ciento de las personas creía que las ofertas eran falsas y engaños de las empresas.
Lo que se observa no es sólo resistencia, sobre todo, es rebelión ultramoderna; sus protagonistas no son hambrientos desesperados, sino miserables que descubren la dignidad en la lucha. Sin duda, hay pobreza, pero es la desigualdad y no la carencia lo que encabrona. No son víctimas, sino una multitud que usa la creatividad y la vida contra la lujosa miseria neoliberal. En las grandes ciudades de Chile, los televisores de última generación son más baratos que el arriendo de una vivienda y comer sale más caro que vestir de marcas. En los disturbios y saqueos iniciados el 18 de octubre, se ha repetido la imagen de manifestantes que queman televisores ultra HD y jeans de última moda, mientras la comida de los supermercados desaparece con salvajismo, ya sea por saqueos sin consigna o comprada a sobreprecios en los comercios que quedan en pie protegidos por el Estado o por ciudadanos temerosos de estar en un futuro desconocido. En el Chile de la revuelta, ni el Estado ni el mercado pueden garantizar algo más que balas y usura, su legitimidad está en el suelo.
La revuelta de octubre se ha ido descomponiendo en un millar de rebeliones cotidianas. A lo largo de todo el país hay marchas de miles a diario, y los muertos, heridos y torturados se siguen contando en cifras inauditas, pero sin desanimar a las masas. La violencia y la anormalidad de casi dos semanas en ciudades acostumbradas a la calma ha ido alejando a las capas medias de las formas más radicales de protesta que se vieron en la primera semana. Pero en enormes franjas de trabajadores y otros grupos del pueblo, la revuelta se sigue viviendo como una fiesta, o por lo menos como la única garantía de no volver a la normalidad de la deuda y la explotación sin vida. Travestis en barricadas demandando derechos para las suyas, artistas feministas en la primera línea de la refriega, donde comparten escenario con gente disfrazada de Pokémon y colectivos de otakus antifascistas. Todos, por supuesto, son trabajadores, y todos tienen razones para odiar a los ricos, pero su identidad no se ancla en revivir otro siglo, sino en parir el propio. Son la clase trabajadora contra el capital, rehaciéndose sin permiso. El futuro llegó, la normalidad es pasado, todo es posible, incluso la vida.
El estado de excepción, que debía restaurar la normalidad, fue absolutamente desobedecido la semana que duró, ya fuera por las masas que coparon las calles en pleno toque de queda o por los grupos más activos que se enfrentaron directamente a los militares. El retiro del ejército de las calles dejó al presidente Piñera debilitado y a los militares humillados tanto por la desobediencia y el rechazo de las mayorías como por varias acusaciones de violaciones a los derechos humanos. De todas formas, ha sido Carabineros el principal actor de la violencia estatal, dejando miles de presos y heridos, entre ellos, decenas de personas ciegas por balas supuestamente disuasivas, y cargando ya centenares de acusaciones formales de tortura, secuestros, golpizas, abusos sexuales, violaciones y asesinatos en la calle y en las comisarías, ocurridos durante la revuelta. En el desplome moral del neoliberalismo, la policía ha sido poco más que una patota de matones en guerra abierta contra su pueblo.
El gobierno sigue cayendo, entre cambios de gabinete, cancelación de citas internacionales (Apec y Cop25), y debe responder por las violaciones a los derechos humanos y por un pueblo que se volvió ingobernable. La izquierda, la militancia que se supone debería haber estado más preparada para este momento, ha sido víctima de la explosión de futuro. No logra determinar la crisis. No ha tenido capacidad de incidir en el desarrollo de los hechos, y en el mejor de los casos lograría destituir a Piñera mediante una acusación constitucional ya en marcha en el Congreso, lo que no es poco, pero llega tarde. Por otra parte, la militancia de izquierda, de todos los partidos y colectivos que habitan desde el muy criticado Partido Socialista hasta los anarquistas más radicales, ha vivido una experiencia de lucha y enfrentamiento inédita. La decisión demostrada por las mayorías en estas semanas obliga a un desarrollo de la crítica anticapitalista, obliga a un salto cualitativo, sensible a la crítica desde abajo de la clase trabajadora. A pesar de que la izquierda no supo cómo actuar políticamente en los momentos más radicales de la insurrección –nadie podría saberlo–, demuestra completa conciencia de acompañar y fortalecer el desarrollo de la lucha de masas que emergió. Se hace parte de un asambleísmo en los barrios, construye aceleradamente organizaciones populares mientras que despliega las que por décadas han ido creciendo desde abajo. Se vienen años de lucha interesantes. En un país en que el movimiento popular del siglo XX, al alcanzar los límites de la democracia, fue destruido por una dictadura, emerge hoy un conocimiento de alcance global para quienes se sienten derrotados por el avance neoliberal: sepan que nada es definitivo, que se puede pelear.