La fantástica historia del títere en Uruguay no escatima en hacedores ni hazañas: Aída Rodríguez, Nicolás Cholo Loureiro, Gustavo Policho Sosa, Marta Laporta, Irma Abirad, Júver Salcedo, Juan Gentile, Rolando Speranza… la compañía de títeres El Galpón, Los Títeres del Retablillo, Potichín, La Perinola, Cachiporra, Boskimanos Koryak son apenas algunos nombres, casi legendarios, que en seguida vienen al ruedo o al retablo de la memoria. En esa historia, la obra de Gustavo Tato Martínez, ese gurí autodidacta surgido de un contexto obrero del barrio Belvedere, ocupa un capítulo importantísimo. Se formó en los años setenta del siglo pasado, inspirado en la murga del barrio La Soberana y en los conceptos del teatro del oprimido, por lo que el carácter ético y solidario de su arte era constitutivo de su manera de pensar y estar en el mundo.
Fortaleció como pocos la institucionalidad del títere, que no por ser de naturaleza trashumante y dicharachera deja de tener una familia de estirpe noble. Desde 2001 fue el director del Museo Vivo del Títere (Dirección Nacional de Cultura del Ministerio de Educación y Cultura), con sede en Maldonado. Eventualmente, trabajó como escenógrafo. Obtuvo una quincena de premios Florencio Sánchez; entre ellos, el Florencio revelación en 1986, «por la integración de su oficio de titiritero a un espectáculo teatral» en la obra Los cuernos de don Friolera, de Ramón María del Valle Inclán, con dirección de Marcelino Duffau. Bajo la misma dirección, pero con Misterio Bufo, de Darío Fo, estuvo también nominado al Florencio de reparto en 1998. Con Cultivo una rosa blanca, una de sus obras más recordadas, su compañía, Gira-Sol, obtuvo el Florencio al mejor espectáculo de títeres en 2004.
Tato y Raquel Ditchekenian diseñaban, producían y manipulaban sus títeres. Y concebían la dramaturgia de los espectáculos con los que recorrieron buena parte de América y algunos países de Europa, con notable éxito. Hace un tiempo reflexionábamos, precisamente acerca de una exposición de títeres curada por Tato: «Es probable que no haya mejor definición para el término títere que la ofrecida por Gastón Baty: “Títere es un muñeco que actúa”. De esa simple manera se elude la discusión sobre su etimología y las infinitas variantes de la forma y los mecanismos dispensadores de movimiento: los hay de guante, de hilos, de barras, de sombras… y constituidos de las materias más insólitas. Sin embargo, en esta definición se oculta al titiritero, que otorga vida propia al muñeco. ¿Pero no es así, acaso? Ante un buen espectáculo de títeres, somos todos Bice Donetti, la amada que evocaba el poeta Salvatore Quasimodo: “Su rostro está aún vivo de sorpresa/ tal como fuera en la infancia fulminado/ por el tragallamas alto sobre el carro”. Fulminado es la metáfora de la fascinación extrema que provoca la inmovilidad del espectador. Hay algo en la vida del títere que nos llama a la quietud, al asombro congelado».
Ante una buena función de títeres, el titiritero desaparece, aunque esté de cuerpo entero delante de nuestros ojos. Y Tato tenía ese don: con unos papelitos, unos trapitos o unas maderas hacía magia, desaparecía y conquistaba al público asombrado, grande y pequeño. Pero, además, tenía otro don más grande, que es el que habitualmente llamamos don de gente. Era una persona de una extrema generosidad y de una bondad a prueba de fuego.
Desde hacía tiempo peleaba contra el cáncer. Se solicitaron donadores de sangre y apareció un mar de gente, de todas las extracciones sociales, culturales y políticas, a brindar sus plaquetas. Tato, emocionado, advertía: «Loco, por mi cuerpo corre la sangre del pueblo, ¿te das cuenta?». Había acuñado otra expresión que resumía su carácter llano, comprometido y vitalista: «¡Arriba los que aman!». Hoy no está con nosotros, pero la magia continúa. Aunque no veamos al titiritero, él mueve sus hilos de bondad y es la alegría de todos.