El tratamiento de la información sobre la situación en Oriente Medio, el lenguaje utilizado para referirse al «conflicto» y sus actores, lo que se dice y no se dice, lo que se muestra y lo que no se muestra son temas que están ocupando a cada vez más periodistas, a cada vez más redacciones. Tal vez con una recurrencia y una fuerza nuevas que mucho pueden deber a la magnitud de la masacre en curso en territorios palestinos, a su bestialidad planificada, a la escasísima o nula acción para frenarla de eso que todavía muchos llaman «comunidad internacional», a la complicidad de tantísimos gobiernos occidentales con el agresor. O al propio hecho de que el número de colegas muertos en los bombardeos y los ataques israelíes (en Gaza fundamentalmente, pero también en Cisjordania y en Líbano) sea tan tan enorme, tan llamativo: 60 entre el 7 de octubre y el 3 de diciembre, según la Federación Internacional de Periodistas (FIP); 67 en el mismo lapso, de acuerdo al Sindicato de Periodistas Palestinos; 71, según el recuento del Comité para la Protección de Periodistas. Un promedio de más de uno por día tomando cualquiera de esas cifras, incluida la más baja, algo nunca visto en ninguna guerra reciente, según le dijo el lunes 4 a la agencia Associated Press el secretario general de la FIP, Anthony Bellanger. «En Siria, en Irak, en la antigua Yugoslavia no hemos registrado este tipo de masacres», comentó Bellanger.
Tal vez se deba a una reacción corporativa, a una indignación interesada que incluso periodistas que han hecho religión de la equidistancia, de la no implicación se estén hoy preguntando a qué se debe que haya tantos colegas entre los masacrados por un Ejército que se jacta de respetar las «reglas de la guerra», una de las cuales sería abstenerse de atacar a quienes se identifican como reporteros. La acumulación de pruebas de que precisamente fue eso lo que sucedió, que periodistas claramente identificados como tales fueron tomados como blanco por las tropas israelíes –no es una novedad de esta «guerra», sí su dimensión– fue llevando a que incluso profesionales o medios que no suelen contradecir la narrativa israelí, en este caso, sí lo hicieran. Particularmente impactante les resultó a algunos colegas que así pensaban –contó a comienzos de noviembre la reportera española Olga Rodríguez– el testimonio en directo de un periodista palestino en Gaza que, mientras decía llorando que acababa de enterarse de la muerte de un compañero, se sacaba su casco, su chaleco antibalas, todo lo que lo identificaba como reportero, porque no le servían para absolutamente nada. Unos días antes, el 31 de octubre, Reporteros Sin Fronteras (RSF) decidía denunciar a Israel ante la Corte Penal Internacional por crímenes de guerra cometidos en Gaza y en Líbano contra periodistas en el ejercicio de su profesión. No era la primera denuncia de esa naturaleza de RSF (desde 2018, ya había hecho otras dos en ocasión de anteriores ataques israelíes contra reporteros palestinos en la Franja), pero esta vez el tono de sus directivos fue más elevado. «La envergadura, la gravedad y la recurrencia de los crímenes intencionales contra los periodistas en Gaza exigen una investigación prioritaria de la Corte Penal Internacional. Los acontecimientos trágicos que están sucediendo confirman la extrema urgencia con la que debe movilizarse», dijo entonces el secretario general de la asociación, Christophe Deloire. A ese 31 de octubre, RSF había relevado 34 periodistas muertos en 24 días, al menos 12 de ellos en el marco de «ataques indiscriminados» de parte de Israel, así como la «destrucción deliberada, total o parcial» de los locales utilizados por unos 50 medios, palestinos y extranjeros, en la Franja de Gaza.
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¿Tendrán algo que ver esa cifra de periodistas muertos, esa cantidad de sedes de prensa destruidas con la voluntad del Ejército atacante de no querer que se muestre lo que está haciendo en Gaza? ¿O con la prohibición de que a esa zona entren otros periodistas, o que los que lo hagan sean unos pocos elegidos? Hacerse públicamente esas preguntas, para un periodista de algún medio mainstream de Occidente, hasta hace muy poco era pura y simplemente impensable. Equivalía al suicidio profesional: lo desplazaban, lo marginaban, no era raro que lo echaran.
Todo eso sigue ocurriendo, pero el temor de a poco va cediendo.
El 12 de noviembre, más de 750 periodistas firmaron una carta abierta en la que no solo denunciaron los ataques repetidos contra sus colegas en Gaza, sino también la responsabilidad de las direcciones de la mayor parte de los medios occidentales –incluidos algunos de aquellos en los que ellos mismos trabajan– en el desarrollo de una política deliberada de desinformación y dobles raseros sobre la globalidad del «conflicto» en Oriente Medio. «Escribimos para pedir el fin de la violencia contra los periodistas en Gaza y para pedir a los líderes de las redacciones occidentales que sean precisos en su cobertura de las repetidas atrocidades de Israel contra los palestinos», dijeron en su mensaje. Las «salas de prensa» occidentales, señalaron, ignoran por lo general a los ciudadanos de Gaza que mueren en masa, omitiendo cualquier referencia a sus historias, mientras evocan con lujo de detalles las de los 1.200 muertos en el ataque de Hamás en Israel del 7 de octubre, al tiempo que consideran como poco menos que descartables «las perspectivas palestinas, árabes y musulmanas» y se regodean en «un lenguaje incendiario que refuerza los tropos islamófobos y racistas». Los periodistas firmantes mencionaron también la complicidad de los gobiernos estadounidense y europeos con las mentiras, las omisiones y los dobles discursos de las autoridades israelíes, e insistieron en «la necesidad de utilizar términos precisos para referirse a lo que sucede en Gaza». Hay «buenas prácticas» a imitar en ese terreno, dijeron, como las de «las organizaciones internacionales de defensa de los derechos humanos», que no dudan en hablar de «genocidio», «apartheid», «limpieza étnica». «Deformar las palabras para ocultar pruebas de crímenes de guerra o la opresión de los palestinos por Israel es una falta profesional periodística y una abdicación de la claridad moral», escribieron.
Entre los firmantes hubo periodistas del diario The Guardian y de la agencia Reuters de Gran Bretaña, y de los diarios estadounidenses The Boston Globe, The Washington Post, Los Angeles Times.
Uno de los medios que publicó la carta abierta, el Washington Post, reconoció que suscribirla no estaba lejos de ser un acto valiente y hasta peligroso. «Espero que luego de este mensaje la cultura del miedo se invierta» y que los responsables de los medios y los propios periodistas «piensen dos veces acerca del lenguaje que emplean», declaró al Post Abdallah Fayyad, exintegrante del comité de redacción del Boston Globe y finalista el año pasado del premio Pulitzer.
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En Francia, hubo en estas últimas semanas una iniciativa colectiva particularmente interesante: la organización de los «Estados generales de la prensa independiente». La idea, promovida por el Fondo para una Prensa Libre (FPL) y a la cual adhirieron un centenar de medios, sindicatos de periodistas y colectivos de reporteros relacionados con el análisis de la información, surgió en respuesta a la convocatoria, por el presidente Emmanuel Macron, de los «Estados generales de la información», destinados en principio, según el elíseo, a «dar a los periodistas el mejor marco posible para cumplir con su misión» y a «ayudarlos» a «luchar contra la desinformación» y contra «todos los intentos de injerencia» en las redacciones. La iniciativa presidencial supuso –para los periodistas y la prensa movilizada por el FPL– un gesto de «suprema hipocresía» de parte de un gobierno que se ha caracterizado por sus «reiterados ataques a la libertad de información». (Último ejemplo: la detención en setiembre, por los servicios de inteligencia del Estado, de una periodista que había investigado las ventas de armas al extranjero por los últimos gobiernos nacionales.) Que, además, Macron concibiera su engendro sin ni siquiera consultar a los sindicatos del sector fue, para el FPL, la gota que rebasó el vaso.
Desde setiembre, el FPL viene articulando reuniones de discusión con el fin de elaborar propuestas centradas en combatir la concentración, asegurar la independencia de la prensa respecto al poder político y económico, impedir que corporaciones extranjeras y empresas que nada tienen que ver con la información se hagan con el control de medios nacionales y luchar contra la propagación de discursos de odio. El 30 de noviembre fueron presentadas, en una reunión pública realizada en París, alrededor de 60 iniciativas consensuadas que bajan a tierra todos esos temas y que apuestan a «restaurar la libertad, la integridad y la vitalidad de un periodismo de servicio público». Que en ese contexto uno de los temas centrales del encuentro parisino fuera el abordaje por los medios de la situación en Oriente Medio no podía sorprender a nadie. Así fue, y el 30 de noviembre se pudo escuchar en la reunión distintas intervenciones que resaltaron la necesidad de coberturas que en todo sentido den voz a los masacrados en Gaza y dejen de estar al «servicio de medios controlados por multimillonarios y que responden necesariamente a los intereses de los agresores», según dijo una representante de la Asociación de Periodistas Antirracistas y Racializados (AJAR, por sus siglas en francés), uno de los colectivos que respondió a la convocatoria del FPL.
Dos semanas antes, la AJAR había publicado un informe sobre la cobertura de los enfrentamientos en el que denunciaba cómo buena parte de los medios y los periodistas franceses «ceden a discursos racistas» y se hacen eco del lenguaje empleado por el Ejército israelí («operaciones militares quirúrgicas», «ataques selectivos», «guerra contra el terrorismo», hablan de «excesos inevitables en toda guerra» cuando mencionan el número de víctimas palestinas); deshumanizan a los palestinos; eliminan el contexto; exigen a entrevistados que pronuncian palabras como genocidio o limpieza étnica para referirse a la política israelí en Gaza que condenen «antes» los crímenes de Hamás; cuestionan las cifras de palestinos asesinados porque provienen del «Ministerio de Salud manejado por Hamás», cuando en realidad esos datos han sido avalados por agencias de la ONU y organizaciones humanitarias, y nada dicen –o apenas– sobre las repetidas mentiras de funcionarios israelíes; dan por sentado que Hamás es una «organización terrorista» sin preocuparse por la pertinencia del calificativo…
El informe fue abundantemente citado por el portal Mediapart, uno de los más activos promotores de los «Estados generales de la prensa independiente» (el presidente del FPL, François Bonnet, estuvo entre los fundadores de ese medio y fue su director general). Sorprendente resultó que, tres días antes de la reunión del 30 de noviembre, un grupo de lectores calificados del portal publicara una carta abierta que extendía a Mediapart las observaciones formuladas en el documento de AJAR sobre la prensa mainstream. Matizadas, pero en buena parte las mismas o similares. El texto, un largo y detallado análisis más que una carta abierta, muestra, por ejemplo, la preocupación de estos lectores –que consideran a Mediapart como «su» medio– por el hecho de que, al dar por probada la condición de «organización terrorista» de Hamás, el portal ni siquiera hubiera tomado la precaución de atenerse a la definición que de terrorismo da Naciones Unidas, un resguardo por el que sí optaron otros medios que no pretenden defender visión alternativa alguna. O por la escasa distancia crítica de muchas de las notas publicadas respecto a la narrativa dominante en Occidente, no tanto sobre lo que está ocurriendo hoy en Gaza o en Cisjordania (Mediapart no ha dudado en hablar de genocidio, por ejemplo), sino sobre la naturaleza y el origen del conflicto y sus actores.
Por otra parte, la carta abierta reprocha al portal que cite más a menudo a «medios no independientes» que a otros que sí lo son y casi nunca recurra a fuentes árabes. Es cierto que Mediapart le ha dado la palabra a investigadores y analistas críticos con la visión occidental que en otros sitios no tienen espacio, pero no los ha jerarquizado suficientemente, dice el texto, que parece criticar, a través del portal, a un perfil de prensa progresista.
Un punto a favor de Mediapart: el informe de los lectores críticos fue publicado en el propio medio, en un espacio destacado otorgado a los suscriptores y acompañado de comentarios de otros lectores aún más indignados que le exigieron a la redacción «explicaciones sobre los fundamentos de su línea editorial» o consideraron que en lo que tiene que ver con Palestina Mediapart «deshonró su reputación de medio independiente y su tradición de investigación». Un lector contó que encontró, consultando ChatGPT, ideas más adecuadas sobre el manejo crítico de la información que las que parecen animar a algunos periodistas de Mediapart. Y otro se hizo una pregunta que –dijo– a esta altura cualquier persona medianamente sensata debería hacerse: ¿de qué se habla, en realidad, cuando se habla de las masacres del 7 de octubre, si se tienen en cuenta las reiteradas mentiras de las autoridades israelíes?
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A esa última pregunta intentó responder honestamente el diario israelí Haaretz. El medio al que, si pudiera, Benjamin Netanyahu le despacharía uno de sus misiles publicó el domingo una investigación documentada según la cual mucha de la narrativa oficial israelí respecto a lo sucedido aquel 7 de octubre es «exagerada» o directamente inventada. Masacre hubo, sí, sin dudas, dice el diario, pero falsas son las versiones sobre niños y bebés cocidos en un horno, decapitados o colgados de cuerdas de tender la ropa, como falsa fue la afirmación de un paramédico de que a una mujer embarazada los palestinos le abrieron el vientre y le arrancaron el feto. Los datos recabados por el diario confirman el asesinato por los milicianos palestinos de un niño, en un kibutz, y no de «decenas de niños esposados, ejecutados y sus cuerpos quemados», como le habría relatado Netanyahu al presidente estadounidense, Joe Biden. Haaretz acusa al primer ministro y a su esposa, a altos oficiales del ejército, a funcionarios del Estado de tergiversaciones graves que «proporcionan munición a quienes niegan la masacre».
Unas semanas antes, el mismo diario, basándose en datos de la Policía israelí, había informado que algunos de los jóvenes asistentes al concierto de música electrónica atacado por los palestinos fueron en realidad víctimas de «fuego amigo» disparado desde helicópteros que perseguían a los milicianos en retirada. En la reunión pública parisina del 30 de noviembre, hubo quien saludó la manera de Haaretz de practicar el periodismo, arriesgando el pellejo y dándole espacio, por ejemplo, a una reportera como Amira Hass, hija de comunistas sobrevivientes del Holocausto judío que, por conocer de cerca el horror del exterminio, ha tomado partido por los palestinos de a pie de Gaza y Cisjordania, y desde ellos habla en sus crónicas y notas, incluso hoy, con la Franja cerrada a cal y canto a los periodistas de afuera mientras le caen las bombas civilizatorias.