Quienes hacen cine o teatro saben cuán difícil se vuelve la tarea de expresar los sentimientos del ser humano en un trabajo de ficción, así como cuán comprometidos los involucrados pueden, a menudo, sentirse con respecto al material destinado a ser expuesto y en el cual, también a menudo, llegan a retratar sus propias inquietudes. Todo un compromiso donde, de una manera casi impalpable, se mezclan las vidas de aquellos que narran la historia inventada hasta un grado difícil de dilucidar. Desde que el mundo es mundo los espectadores se han acostumbrado a enterarse de que, entre otros ejemplos, tal actriz entabló una relación de pareja con el actor que compartía sus escenas, así como que a un famoso director se lo ha visto, lejos del teatro o fuera de los sets de filmación, con la intérprete que había elegido para protagonizar su último título.
El maestro sueco Ingmar Bergman (La fuente de la doncella, Detrás de un vidrio oscuro) se supo referir al tema en su película Después del ensayo (1984), y también en el libreto que luego concibiera para las tablas, en cuyo desarrollo aflora la relación que un director de teatro mantiene con dos actrices que enfrentan una existencia en la cual se confunden procederes o reacciones de algunos de los personajes; la mención de Strindberg, autor de La señorita Julia, es fundamental como referencia. Tanto del lado del director como del de las intérpretes, no siempre resulta sencillo separar los límites de un producto artístico de los de la realidad. En el presente caso, un cierto ensayo ha terminado y la conversación con una actriz, si bien sirve para aclarar ciertas dudas, brinda también motivo para que, de una y otra parte, emerjan nuevas confusiones. Algo similar sucede al aparecer una segunda actriz, cuyos problemas vocacionales y laborales se entrecruzan con sentimientos personales que involucran al interlocutor hasta extremos que no imaginaba. Con respecto a una de las dos mujeres, el espectador puede llegar a sospechar que existen, a su vez, trabas de algún otro orden que impiden que los lazos del dúo se concreten en el nivel físico.
La atrapante observación del mundo de los artistas que Bergman propone es llevada a cabo en esta puesta por el director estadounidense Scott Illingworth, docente de la Universidad de Nueva York, que plantea con éxito la intensidad que reclaman los intercambios entre personajes que, en un preciso momento, dejan salir lo que nunca antes se atrevieron a pronunciar. La concentrada labor de Illingworth se desenvuelve en un reducido espacio casi literalmente compartido con el público asistente, llamado a percibir muy de cerca lo que le sucede a cada integrante del trío. El director visitante, por cierto, cuenta aquí con el inmejorable aporte de las caracterizaciones que Ricardo Beiro, Leticia Scottini y Margarita Musto consiguen desde el inicio. Vale la pena apreciar, por ejemplo, la imprevista fragilidad que revela el primero, los frontales ataques de Scottini y sus calladas pero expresivas contraescenas, así como las repentinas inseguridades de la silueta que anima Musto. Tres grandes labores para un gran texto.